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Análisis antropológico de la violencia entre adolescentes.

Un marco teórico para la intervención social.

 

Domingo González Hernández

Universidad CEU-San Pablo (España).

 

Resumen: La adolescencia no es únicamente la pubertad, esa edad biológica a la que se suele reducir. Se insiste mucho en los aspectos fisiológicos y psicológicos sin observar que la masificación de la adolescencia, objeto de fascinación mimética para todas las edades, es una figura de la indiferenciación social. El fracaso en la comprensión del fenómeno fomenta la medicalización y la penalización de la crisis de adolescencia. Es hora ya de reubicarla en su contexto relacional, social y antropológico.

Palabras clave: antropología, adolescentes, Girard, intervención social, violencia.

 

Según Phillippe Ariès[1], la adolescencia se ha convertido en un fenómeno global que desborda con creces a aquellos a los que concierne la pubertad. Afecta a todas las edades, a todas las instituciones. La reivindicación hegemónica de sus valores hace de la adolescencia un síndrome (”se quiere entrar en ella lo más rápido posible, salir de ella lo más tarde posible”), que se impone en toda la sociedad; y los adultos desorientados (Ehrenberg)[2] tienen cada vez más problemas para definir referencias de identidad para ellos y para los hijos. Al comienzo, como pacto entre las edades de la vida para diferir la entrada en la edad adulta, trabajar y fundar una familia, la adolescencia permite un tiempo de creatividad, para beneficio del individuo y de la sociedad. Pero hace falta que ese tiempo dedicado a los juegos del cuerpo y del espíritu, a la renovación de las ideas, a la lenta formación de las personas, sea un tiempo de ocio fecundo. En nuestros días, este frágil equilibrio es amenazado. Democratizado por la escuela obligatoria en la época de la industrialización, al final del siglo XIX, ¿se habrá convertido la adolescencia en contra-productiva cien años más tarde, en la época de la desindustrialización?

A pesar de la incontestable masificación de la instrucción, un alto porcentaje de jóvenes en Europa salen de la escuela sin formación, y para aquellos que salen excesivamente diplomados, la oferta de una vida activa a la altura de sus esperanzas fracasa. La confianza intergeneracional se disuelve, la incertidumbre de las condiciones se instala en el tiempo. Las cifras de delincuencia, de revueltas urbanas, el aumento del consumo de antidepresivos, del suicidio y de conductas de riesgo, las conductas adictivas, accidentes, trastornos mentales, etc., muestran el sufrimiento de los adolescentes. El coste individual y social es tanto más importante cuanto que se generalizan las soluciones biomédicas y represivas, peligrosas a largo plazo. El proyecto de democratización de la adolescencia y del colegio se ha esbozado a un coste menor en una masificación indiferenciada. Sería un error concluir que ya es caduco, y renunciar al ideal de la reducción de las desigualdades injustas por la educación. Más valdría, al contrario, reflexionar sobre las condiciones de posibilidad de la educación y de los medios apropiados para devolver a la adolescencia su fecundidad.

En la esfera educativa (escuela, familia, municipio) se deplora el incremento de conductas agresivas y transgresiones. Inquietan los actos delictivos contra las personas y la fascinación ejercida por la violencia entre los jóvenes y las chicas. Y más desoladoras todavía son las manifestaciones autodestructivas (baja autoestima, fracaso escolar, rupturas familiares, conductas de riesgo) que afectan a los jóvenes en su integridad personal, física, psíquica o moral. Conductas adictivas, desequilibrios alimenticios que expresan su malestar y facilitan los trastornos depresivos o psíquicos que desembocan en enfermedades mentales o actos suicidas. Las violencias entre jóvenes se multiplican, un informe reciente de la Organización Mundial de la Salud (2002) señala que en 2020 la principal causa de mortalidad de los jóvenes será el suicidio.

La precarización de los jóvenes con el cierre del mercado del empleo es innegable y los medios de emancipación se hacen cada vez más raros. Esta ambivalencia de los adultos y de la sociedad debería intrigar. ¿Acaso nuestro mundo está herido en el corazón mismo de su relación con el niño y el adolescente? Si el hombre no puede según Kant hacerse hombre sino por la educación, ¿cómo preservar la posibilidad de educar como vector de humanización?

Sería importante comprender las variaciones de un mismo proceso, en un concepto sostenido por una teoría coherente. Porque la violencia no es una simple noción  que lo cubra todo, “una manera cómoda de reunir todo lo que se relaciona […] con la parte de sombra que siempre amenaza el cuerpo individual y social”; se refiere a “toda actividad destructiva capaz de empobrecerla y humillarla”[3]. La aproximación antropológica de Emile Durkheim, así como la teoría mimética de René Girard permiten la deconstrucción de la violencia bajo sus diferentes facetas, y la reconstrucción del sujeto de la educación como persona.

Durante mucho tiempo, el estudio de la adolescencia se ha concentrado en los trastornos psicopatológicos del individuo sin ver la reciprocidad e interdependencia subjetiva y social que la constituye. La teoría mimética muestra que las violencias humanas tienen como causa una desregulación de las relaciones de imitación que los seres humanos establecen entre ellos. Este mimetismo no es simplemente comportamental, imitamos el deseo del otro, queremos lo que él quiere, finalmente queremos ser lo que él es. El deseo funciona en relación triangular, el objeto no tiene precio sino por el otro, captamos en el mediador aquello que le importa y nos lo apropiamos como su bien más íntimo. El objeto del deseo es muy variado (amor, alimento, territorio, saber, poder, prestigio, etc.), el impacto puede ser variable. La mimesis favorece el aprendizaje, es la llave de una llamativa evolución del hombre como individuo, grupo o especie. Si la imitación es aceptada por unos y por otros, con una buena distancia simbólica (ritos, prohibiciones, códigos) entre el modelo y el discípulo, la mediación externa no es ni agente de rivalidad ni angustiante, según Girard. La distancia evita los conflictos.

Si la mediación externa permite al sujeto encontrar su lugar y un deseo apropiado, cuando el otro se aproxima, en el estatuto, la edad y la posición (social, sexual), hacia la mediación interna, se vuelve más intrusivo. El modelo admirado, adorado, se convierte desde ese momento en obstáculo despreciado que obsesiona y amenaza al imitador. Éste a su vez  hace sombra al modelo cuyo lugar desea ocupar. Los deseos se exasperan en la medida en que cada uno siente la hostilidad del otro, la reciprocidad conduce al odio, las relaciones más esenciales (amistad, pareja, familia, trabajo) se ven afectadas.

El culto de la adolescencia, como objeto universal de deseo mimético y manifestación moderna de la indiferenciación, desestabiliza la relación entre adultos e hijos. La relación de imitación adquisitiva entre las edades se invierte. A medida que la igualdad, los derechos de los niños, la libertad sexual, aumentan, se incrementan las contradicciones. La ambivalencia oscila  desde un exceso de sensibilidad por el niño en peligro hacia un excedente de represión del niño peligroso. La solución de la violencia entre el adulto y el adolescente en la familia y en la escuela se vuelve posible, así como la escalada de las mecánicas infernales. Y es que si los valores de igualdad y libertad son deseables en sí, sin regulación se vuelven catastróficos.

La exasperación mimética de los rivales en la agravación del proceso, por una mecánica de dobles, desencadena una furia sacrificial contra los demás. La crisis de las prohibiciones y de la transmisión muestra la crisis endémica indiferenciada, crisis de “rivalidad”, caracterizada por la desaparición de las mediaciones entre el adulto y el joven. “El niño rey” se convierte también según Ariès en “el niño presa”[4], presa de sus pasiones, víctima sacrificial de las instituciones en crisis: la familia, la escuela, la justicia la medicina, lo religioso, la economía, la empresa, etc. Cuando la crisis se incrementa, el deseo se vuelve “metafísico” según Girard, la fiebre de rivalidad de los dobles evacúa al objeto de deseo. Mecanismos terribles de rechazo del saber y de la cultura que vienen a interrumpir la transmisión.

La competición de los dobles prolifera en la economía liberal, y desde 1893 Durkheim denunciaba esta guerra y sus efectos sociales y psíquicos. La desregulación anómica ataca las conciencias individuales y el lazo social también según Girard: “En la vida económica que constituye la parte más importante de la vida social moderna, toda relación auténtica con el aspecto cualitativo de los objetos y de los seres  tiende a desaparecer tanto de las relaciones de los hombres y las cosas como de las relaciones interhumanas, para ser reemplazada por una relación mediatizada y degradada: la relación con los valores de cambio puramente cuantitativos. Todos los ídolos particulares se resumen y se superan en el ídolo supremo del mundo capitalista”[5].

Girard ha señalado un proceso fundador de las sociedades: el chivo expiatorio, que canaliza y regula por su eliminación la violencia indiferenciada. Hoy en día, la expulsión opera particularmente en los jóvenes, a partir de criterios sociales que excluyen el acceso a los cuidados, al conocimiento, a la existencia social por el trabajo. Para salir de la reciprocidad violenta en la relación educativa, la actitud responsable consiste en reconocer el papel del chivo expiatorio de los jóvenes sin por ello incitarles la actitud victimaria que permite a cada uno adoptar la posición de víctima para arrogarse el derecho de ejercer la violencia. Encerrarse en este rol conduce a los adolescentes a complacerse en un discurso de objeto o de excluido, con la temible consecuencia de no poder evolucionar, cuestionarse ni asumir el papel de sujeto.

Se insistía, entre 1970 y 1990, en la “violencia institucional” y “simbólica”[6], la “reproducción” o “diferenciación” sociales. Se hablaba de un exceso de autoritarismo, se apelaba a la liberación de los niños. Hoy en día, cuando las desigualdades se han agravado, los trabajos sobre la segregación escolar son menos frecuentes. Se aspira a la restauración de la autoridad, se habla de adolescentes difíciles, se imputa la culpa del malestar relacional a aquellos que más lo sufren.

Sin embargo, esos dos ángulos de las violencias escolares, el del orden injusto y desigual o el del desorden de los alumnos, representan perspectivas unilaterales. Esa segmentación de la realidad social tiene como efecto la perpetuación de la violencia. El defecto de comprensión de los fenómenos, teórico y metodológico, tiene funestas consecuencias sociales y políticas. Las políticas sucesivas inspiradas por análisis y modelos simplistas contribuyen al regreso circular de la “violencia y lo sagrado” por la regulación sacrificial y segregadora del desorden indiferenciador. El chivo expiatorio inaugura el establecimiento de un orden diferenciado y segregador que deja presagiar una nueva fase de indiferenciación.

Es indispensable, para implantar dinámicas alternativas, comprender la violencia en la educación según sus diferentes actores y sus múltiples rostros (violencias institucionales, anómicas, contra los otros, contra sí mismo), como un proceso complejo, con sus transformaciones internas. El reto es epistemológico, es necesaria una teoría lo suficientemente flexible y compleja para percibir el proceso en sus variaciones, sin reforzar  una fase u otra. La sociología antropológica inaugurada por Durkheim ya elaboró conceptos para captar el proceso en sus distintas facetas. Un siglo más tarde, la antropología mimética de René Girard, con una perspectiva diferente, retoma las principales intuiciones del modelo y lo completa con una síntesis magistral. Tomando como referencia estas teorías complementarias, se puede construir una aproximación antropológica en educación, identificar las diferentes caras de la violencia y descubrir una salida en el acompañamiento de la construcción de las identidades personales, sociales y profesionales.

Durkheim, desde 1893, observa la alternancia de las dos formas de violencia societaria. En las sociedades de castas o el Antiguo Régimen, si bien cada uno tiene una identidad, un lugar y una pertenencia claras, las prohibiciones y los ritos operan una diferencia segregadora y jerárquica. En sentido contrario, en las sociedades modernas, es la salida de esta segregación injusta la que va engendrar confusión e indiferenciación. La modernidad sale de las jerarquías desigualitarias, etapa necesaria para salir de la heteronomía, pero no suficiente para alcanzar la autonomía. Bascula frecuentemente hacia la anomia. La igualdad de las condiciones de la que hablaba Tocqueville no coincide automáticamente con una integración equitativa; antes al contrario, se convierte, muy rápidamente, en fuente de rivalidades, cuando se hace sin preocuparse por una justa división del trabajo social por la educación, la formación y lo político. Girard percibe el conjunto dinámico de la mimesis del deseo, hacia la crisis de diferencias y la expulsión del chivo expiatorio. El proceso en su unidad aclara las diferentes facetas de la violencia, la encontramos en varios ámbitos de la sociedad. La persecución de víctimas perdura en las instituciones desacralizadas modernas, y sus mecanismos, cada vez menos eficaces, se embalan y se vuelven seriales, contribuyendo a un orden inestable.

Ante las falsas oposiciones de la diferenciación segregadora o de la indiferenciación, la alternativa verdadera consiste entonces en una diferenciación de las identidades personales, conscientes de su singularidad como de su solidaridad con el otro. Para Durkheim, sólo la solidaridad orgánica basada en una justa división del trabajo social (científico, económico o familiar)  en actitudes diferenciadas y complementarias permite “crear entre dos o más personas un sentimiento de solidaridad”[7]. Aun así hace falta que eso sea justo: permitir a cada uno escoger sus estudios, su profesión, su lugar, su rol, por medio de la formación, autorizar una relación de complementariedad y cooperación en lo social, lo que requiere una acción política y educativa de envergadura.

La educación, según la aproximación antropológica, demanda el acompañamiento respetuoso del niño y del adolescente como persona hacia un proyecto personal y profesional la persona no es el individuo anómico, indiferenciado, es el sujeto instituido que ha integrado al tercero en la distancia simbólica, que ha interiorizado la preocupación por el otro y por sí mismo como tercero personal. Para Durkheim, es en la condición simbólica e institucional de la experiencia humana donde el sujeto se construye como un ser singular y social.

La instauración de la distancia correcta  y de la mediación externa requieren de mediaciones simbólicas de códigos de saberes textuales disciplinares, un trabajo reflexivo del adulto sobre su deseo mimético hacia la autolimitación y, por último, el recurso a la institución con sus ritos de interacción, sus normas y sus prohibiciones. Estas prácticas educativas están orientadas  hacia las tres finalidades de la escuela: instrucción, socialización ciudadana y emergencia del sujeto como persona. Las prácticas educativas de la emergencia de la persona son praxis textuales con lugares enunciativos que permiten el juego flexible de la identificación y la diferenciación. La praxis, en relación con el proyecto[8], es el motor de la transformación conjunta de lo real y de los sujetos. Las disciplinas, pero también la disciplina con sus reglas que instituyen y autorizan, son capaces de operar conjuntamente la “fabricación” de las significaciones, de lo social y del individuo como sujeto efectivo, instituido[9] y hablante, a través de un largo trabajo de separación, de diferenciación y de salida de la fascinación mimética para entrar en la vía de la cooperación.

La relación educativa es vector de hominización, por eso es preciso protegerla de toda violencia. Violencia que no reside ni en la exigencia de esfuerzo, ni en la autoridad o la sanción educativa, ni en el conflicto regulado, que permiten por el contrario la diferenciación de las personas. Consiste en la mimesis interna que se dirige a la catástrofe por la confusión indiferenciada, la expulsión sacrificial, el orden injusto y la segregación. Hoy en día, los medios de la destrucción antropológica y ecológica son tales que cada uno se ve confrontado al desvelamiento de mecánicas infernales desencadenadas por los individuos o las sociedades. Ningún fatalismo, biológico, sociológico, psicológico o metafísico, condena al hombre a la violencia, y la mimesis puede también convertirse en una oportunidad, fuente de comunicación, de humor, de creación artística, de aprendizaje y sanación. Cada uno es libre de salir de la violencia por un trabajo crítico sobre sí mismo y sobre la relación con el otro, la sociedad y el entorno. Para René Girard no se sale de la violencia sino por la conversión, una especie de lectura crítica de nuestros propios mecanismos miméticos. Para Durkheim, el “primer deber actualmente es hacernos una moral”,  que pasa por un trabajo político y científico sobre el lazo social, a través de la búsqueda de una división del trabajo social que ya no sería encomendada al mercado y sus injusticias. Hoy en día, la aproximación antropológica relacional de la persona en educación, debe aspirar a reunir la deconstrucción “de la violencia y de lo sagrado” de René Girard con la reconstrucción del sujeto como persona hacia la que el trabajo reflexivo de Durkheim también se orientaba.

 

 

 



[1] P. Ariès, “La fin du règne”, Autrement, “Finie la famille?”, série Mutations, 1992, p. 8.

[2] A. Ehrenberg, L’individu incertain, Hachette, Paris, 1993.

[3] Entrada “Violencia” en Encyclopédie philosophique universelle, PUF, Paris, 1985.

[4] P. Ariès, Ibidem.

[5] R. Girard, Mensonge romantique et vérité romanesque, Grasset, Paris, 1962, p. 185.

[6] P. Bourdieu; J.-C. Passeron, La reproduction: éléments pour une théorie du système d’enseignement, Les Éditions de Minuit, Paris, 1972.

[7] E. Durkheim, La division du travail social, PUF, Paris, p. 19.

[8] Cf C. Castoriadis, “Praxis et projet”, L’institution imaginaire de la société, Le Seuil, Paris, 1975, pp. 103-109.

[9] “El individuo no es un fruto de la naturaleza, ni siquiera tropical, es una creación e institución social” (C. Castoriadis, L’institution imaginaire de la société, Le Seuil, Paris, 1975, p. 420).

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