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Crítica de la propiedad en Federico Rodríguez: claves para la reforma del trabajo y la empresa

 

Critique of property in Federico Rodríguez: keys for work and company reforms

 

 

Jesús A. Guillamón Ayala.

 

Doctor en Política social. Profesor de la Universidad de Murcia (España).

 

RESUMEN: Se pone a disposición de la comunidad científica el pensamiento de Federico Rodríguez, acerca de la relación entre las tres instituciones que él considera fundamentales para la política social: el trabajo, la propiedad y la empresa. Parte de una visión ecléctica e inmersa en la época del desarrollismo industrial español. Sus influencias más destacables son: la Socialpolitik germánica; la Doctrina social católica; y el marxismo. Es decir, la corrección ética de la economía liberal; la centralidad del ser humano, al que todo desarrollo económico y social debe responder; y la necesidad de reformar la propiedad, pues no refleja la realidad vivida en el trabajo, ni responde adecuadamente al conflicto entre clases. Así, todo intento de solución de la cuestión social moderna pasa por la reforma de las tres citadas instituciones, especialmente, respecto a la relación de salariado.

PALABRAS CLAVE: Federico Rodríguez, Socialpolitik, trabajo, propiedad, empresa

 

SUMMARY: We put at the disposal of the scientific community the thinking of Federico Rodríguez, about the relationship between the three institutions that he considers fundamental for social policy: work, property and enterprise. He started from an eclectic vision that was immersed in the period of Spanish industrial developmentism. His most notable influences are: the German Socialpolitik; the Catholic social teaching; and marxism. That is, an ethical correction of liberal economy; the centrality of the human being, to which all economic and social development must respond; and the need to reform property, as it does not reflect the reality lived in the work, nor does it respond adequately to the class conflict. Thus, every attempt to solve the modern social question goes through the reform of the three institutions cited, especially, regarding the wage relationship.

KEYWORDS: Federico Rodríguez, Socialpolitik, work, property, company

 

 

1. Biografía breve[1]

Rodríguez Rodríguez, Federico. Madrid, 6 de octubre de 1918 (BDGAyB, 1955, p. 65) – Madrid, 3 de marzo de 2010. Jurista, universitario, servidor público, católico. Licenciado en Derecho por la Universidad Central de Madrid en 1941, con premio extraordinario [2]. Obtuvo plaza en el cuerpo de Letrados del Consejo de Estado en 1942. Su perfil intelectual se repite en los universitarios de su generación vinculados en los años 30 a la Asociación Católica Nacional de Propagandistas: jurista joven, opositor a los altos cuerpos del Estado y buen conocedor de la doctrina social pontificia. Otros han adjetivado este perfil, creemos que acertadamente, como el de un funcionario intelectual y católico militante (Muñoz, 2012, 88).

Formó parte de la primera promoción de la licenciatura en Ciencias Políticas y Económicas. Facultad en la que seguiría con especial aprovechamiento el curso de «Política social», impartido interinamente por Alberto Martín Artajo durante el curso 1944/45. Este sería nombrado Ministro de Asuntos Exteriores al año siguiente, quedando Rodríguez a cargo de la cátedra de Política Social desde entonces. Siguiendo la inspiración doctrinal católica de Artajo y la metodología de Luis Olariaga, propietario desde 1917 de una cátedra de «Política social y legislación comparada del trabajo», Rodríguez elaboró una original síntesis hispánica del máximo instrumento del reformismo social, la política social. Su tesis doctoral La doctrina de la Iglesia sobre la igualdad en el siglo XIX mereció en 1947 el premio extraordinario [3]. Desde ese momento, recibió el encargo de editar y comentar los más importantes textos del magisterio social católico y abundaron sus contribuciones en las más importantes revistas españolas de pensamiento jurídico social. Particularmente en el Suplemento de Política social de la Revista de Estudios Políticos y en sus sucesores Cuadernos de Política social y Revista de Política social, de cuyos Consejos de Redacción fue miembro.

Diversos permisos académicos le permitieron conocer los sistemas de relaciones industriales surgidos de la II posguerra mundial en Alemania, Estados Unidos, Francia y Japón. Aquilató su metodología científica según la tradición germánica de la Socialpolitik, de la que ha sido el más destacado cultivador en los países europeos de lengua romance. Su nombramiento en 1961 como Catedrático numerario de Política social de la Universidad de Madrid [4] le permitió concentrarse en la elaboración de su obra más ambiciosa: Introducción en la política social. Concebida en cinco partes y publicada en tres tomos, comprende un estudio histórico y un desarrollo sistemático de la acción social reformadora, tanto pública como privada, a partir de una constatación toral: que la política social constituye una rectificación ética de la economía política liberal.

Federico Rodríguez, fue contribuidor y director de las Semanas Sociales de España. Un núcleo de opinión sobre la problemática social en la posguerra de España, alentado por la Iglesia Católica, pero realizado por los laicos (López, 2010). Lejana ya su transcendencia, las dirigidas por Federico Rodríguez «fueron de un impacto decisivo en la evolución social y política del régimen de Franco. Evidencian el coraje de gentes de muy diversa procedencia que, sin militar en la oposición, se atrevían a reclamar derechos esenciales de los trabajadores como el de huelga o el de libertad sindical», en nombre de la Doctrina social de la Iglesia (Sáenz, 2010). Así, decía respecto al reparto de la renta nacional: «al trabajador apenas se le deja lo suficiente para reparar y reconstituir sus fuerzas. No soy yo quien lo dice; ni tampoco es Carlos Marx. Es Pío XI […] El igualitarismo absoluto ni puede ni debe existir. Lo que es inadmisible es que esas divergencias en torno a la línea de ingreso medio, sean tales que sepulten a un grupo en la miseria; y tanto más grave será la incorrección cuanto más numeroso sea el grupo maltratado» (Rodríguez, 1954a, 14). Las actas y documentos de aquellas Semanas Sociales son todavía hoy una información valiosa para el planteamiento de soluciones a los problemas sociales del trabajador y de la empresa en la crisis económica actual (López, 2010).

Por «Decreto 801/1968» fue nombrado Director General de Enseñanza Superior e Investigación,[5] en el equipo de Villar Palasí, donde colaboró en la primera gran reforma educativa del régimen, que cimentó la apertura de la Universidad al mundo empresarial (Sáenz, 2010), y la futura Ley de Lora Tamayo y Legaz Lacambra, que reformó las Enseñanzas Técnicas y las «Escuelas Especiales» (López, 2010). Igualmente, tuvo tiempo de trabajar en la empresa privada, ejerciendo importantes funciones directivas en Hidroeléctrica Española. Empresa en la que desarrolló una acción social de carácter muy avanzado en la línea de lo que hoy denominamos responsabilidad social corporativa (Sáenz, 2010).[6]

«De aspecto tímido y carácter pacífico, fue un hombre de perfil discreto y de valores, digamos, antiguos. Éramos tan sólo unos cuantos los que le despedimos en San Justo y allí no estaban ni los obispos, a los que él trató tan frecuente y familiarmente, ni naturalmente el Papa, y eso que Pablo VI le enviaba cartas personales. 'A mi querido hijo Federico', decían. Su recuerdo, el de su figura y el de su obra, permanecerá en el tiempo como pionero y maestro de muchas cosas. Gran jurista, coherente en su vida, con autoridad académica e intelectual, gran hombre en su trato personal y en su figura pública. Y un valiente, aunque nunca se jactara de ello» (Sáenz, 2010).

 

2. El «trabajo» en Federico Rodríguez.

 

2.1. Definición

En nuestros días, la acotación hecha por Rodríguez sobre que sea «trabajo», puede resultar sorprendente, si no se tiene en cuenta la cultura político-social en la que se formó su pensamiento, en la que se hacía una separación clara entre el obrero manual y el trabajador intelectual. Para él,(Rodríguez, 1984, 243-4) el médico o el artista, no trabajan en sentido estricto. El trabajo, en sentido estricto, «es la actividad humana dirigida a la realización o incremento del valor de lo útil». Y todos los que colaboran en la realización de lo útil –el gerente, el contable– son trabajadores en sentido estricto, sólo que su actividad tiene un carácter instrumental para obtener un beneficio con el que, a su vez, conseguir el bien útil. Las actividades que realizan otros valores como lo saludable o lo bello no son valores útiles, instrumentales, no son trabajo en sentido estricto, aunque sí en el sentido de trabajo como resultado, como modificación de la realidad exterior (Rodríguez, 1984, 239-40).

En otra acepción de «trabajo» ampliamente difundida, éste es tomado como potencia de trabajo o, en expresión marxista, fuerza de trabajo. Es decir, «el conjunto de las condiciones físicas y espirituales que se dan en la corporeidad, en la personalidad viviente de un hombre y que este pone en acción al producir valores de uso de cualquier clase». Se trata de una potencia que siempre está, se ponga en práctica o no. Que se completa con la, para Rodríguez, acertada definición de Marx del proceso de trabajo: «actividad racional encaminada a la producción de valores de uso; asimilación de las materias naturales al servicio de las necesidades humanas; condición general del intercambio de materias entre la naturaleza y el hombre; condición natural eterna de la vida humana y, por tanto, independiente de las formas y modalidades de esta vida y común a todas las formas sociales por igual» (Rodríguez, 1984, 245-6).

No hay hombre que pudiendo realizar su labor de forma más eficiente, no lo haga. Por tanto, la técnica es una exigencia económica ineludible que, produce enormes beneficios, como la mejora de la producción y el ahorro de esfuerzo; pero que necesita de compensaciones a sus posibles defectos. A pesar de que toda actividad laboriosa comporta una actividad psíquica, las circunstancias actuales del trabajo, caracterizado por el peso de la técnica, la automatización, la subdivisión funcional y la falta de libertad, dificultan identificar las características propias de dicha actividad. La subdivisión del trabajo en tareas cada vez más simples y automáticas, hasta un punto difícil de compatibilizar con la moral humana (Röpke, 1947, 166), ha hecho que el proceso de trabajo pase al subconsciente, abandonando ya su faceta de medio para la expresión de la personalidad (Rodríguez, 1984, 248-9).

Dos perjuicios señala Rodríguez (1984, 249-54) Por un lado, parece haberse tornado el orden de servidumbre, pasando el hombre al segundo escalón y las cosas al primero. Así, el hombre sólo recupera su humanidad al salir del trabajo, del que trata de evadirse en otras actividades laterales. Fenómeno que parece haber sido aceptado por los trabajadores. Por el otro, economiza de tal modo el factor trabajo que puede desencadenar problemas no previstos. No se trata de un rechazo del maquinismo al estilo ludita. Se trata de que, además de ser el modo más asequible para la realización de valores, el trabajo es un elemento básico para la redistribución de la riqueza, pues, a través de él, el hombre crea la riqueza y el derecho a adquirirla. Esto es, «a la necesidad natural del trabajo para producir bienes, se superpone  la necesidad social de su existencia para, al retribuir el trabajo, distribuir los bienes creados por él».

 

2.2. Fines

Hay que distinguir entre el fin objetivo del trabajo en sí o finis operis, que es la realización del valor de lo útil, independiente de la intención o conocimiento del trabajador; y el fin del agente que trabaja o finis operantis, que engloba una gran diversidad de finalidades subjetivas (Rodríguez, 1984, 255-6): el salario, el prestigio social, el círculo de personas en el que trabajará, etc. Normalmente, buscará cumplir varias de ellas. Ambos fines no tienen por qué coincidir, pero el segundo sí debe estar subordinado al primero. Es decir, trabajar por el fin objetivo es condición para la consecución de las finalidades subjetivas.

 

2.3. Características

El trabajo es deficiente, en tanto no puede existir por sí mismo. Es el establecimiento de diversos niveles de apropiación derivados del título último de disposición de la propiedad lo que permite que los trabajadores, sin ser propietarios ni arrendatarios, ejerzan su señorío sobre los bienes de producción, incluso ejerciendo el derecho de exclusión de los demás; aunque el título jurídico que lo envuelve no esté convenientemente aclarado (Rodríguez, 1984, 257-60).

La  lógica rebeldía despertada en el proletariado por el éxodo de la industrialización hará que la masa dispersa se agrupe en torno a una conciencia revolucionaria, al menos en sus grupos dirigentes. Aunque, señala Rodríguez, en el mundo occidental este aspecto va suavizándose por la pérdida de significación de la propiedad, en el sentido absoluto romano; por la mejora de las condiciones de vida; y por la consideración positiva del desarraigo que ahora se interpreta como movilidad social y garantía de libertad (Rodríguez, 1984, 261-3).

Podemos considerar que cualquier profesión se traduce en una tarea realizada, de forma habitual y seria, al servicio de la colectividad (Rodríguez, 1955c, 543-4). Pues la complejidad de los procesos productivos impone el trabajo en equipo, haciendo de este un fenómeno indefectiblemente social: ya no se produce para sí; y todos necesitan de la colaboración de los demás para satisfacer sus necesidades. En esta división, Weber distingue entre «especificación» o trabajo orientado a la producción de una sola cosa –un artesano, por ejemplo–; y «especialización» o realización de una sola faceta o etapa del producto. Para conseguir el resto de bienes que nos son necesarios, intercambiamos nuestro trabajo o los frutos del mismo con el resto, que están en situación similar. Proceso censurado por Marx, al considerarlo el origen de la alienación del hombre, que ha lucrado a algunos individuos, pero ha empobrecido a las personas, ya que estas, en el rompecabezas productivo, han perdido de vista su contribución (Rodríguez, 1984, 266-7).

Es característico de la política social y de sus elementos es ser, al mismo tiempo, social e individual. Para Rodríguez (1984, 269-71), esto supone, para empezar, que el trabajo es el medio por el que la persona se perfecciona. Está rodeado de dignidad y excelencia, pues en él vuelca el ser humano su inteligencia y su conciencia para materializar los valores. Por eso, la Doctrina social de la Iglesia le concede expresamente primacía sobre el capital –en la Gaudium et Spes–(Rodríguez, 1984, 270, n. 32), pues el trabajo es una comunión entre el hombre y la naturaleza, que no se opone en absoluto a la intercalación de máquinas, puesto que son igualmente producto del trabajo humano y reflejo de su señorío sobre la materia (Rodríguez, 1984, 269). También implica que es una actividad libre, aunque esto requiere algo más de explicación (Rodríguez, 1984, 271-4). Todo trabajo puede ser de carácter directivo o ejecutivo. Pudiendo darse una combinación de ambos en proporción variable. El primero trata sobre la decisión de qué valor realizar, lo útil u otros. Es la cuestión de la vocación, que no depende sólo de nuestra valoración, sino que en ella influirán también las posibilidades de la sociedad para ofrecer determinados puestos, que serán limitados en el caso de lo útil e ilimitados en el caso del valor de lo estético o de lo santo. El segundo se refiere a la elección del marco institucional en el que se ha de realizar la actividad, que en teoría debiera la persona poder elegir, pero que en la realidad tiene por predominante el régimen de salariado. En cuanto a la sumisión a la técnica del trabajo concreto, a la tecnología o a realizar el trabajo según órdenes, no considera Rodríguez que merme la libertad, pues no suponen arbitrariedad, sino que se imponen por la naturaleza misma de los procesos y de los instrumentos

El trabajo también tiene siempre un carácter económico, mercantil o no, pues se desarrolla con medios escasos (Rodríguez, 1984, 238). Los bienes sobre los que cabalga el valor de lo útil son partibles o compartibles, pero nunca participables, pues el trigo, una vez transformado en pan, no puede reconvertirse en bollos. Además, los bienes escasos con los que opera aumentan de valor con el trabajo humano y, como enuncia Weber, es una actividad fuente de subsistencia o probabilidad de ganancia (Rodríguez, 1955c, 545).

 

2.4. Jerarquía

Una vez descrito el trabajo, sus características y fines, quizá debamos preguntarnos si hay profesiones más valiosas que otras; si hay alguna suerte de jerarquía que las ordene. Para el profesor complutense, podemos resumir en tres los elementos a tener en cuenta (Rodríguez, 1955c, 551-5):

1. Todas las profesiones, en tanto actividad humana puesta al servicio de la colectividad, son iguales en esencia y merecen, por tanto, un tratamiento igual por parte de la colectividad.

2. Puesto que el trabajo realiza valores, el criterio objetivo del que la sociedad puede hacer uso es la jerarquía de los valores a que cada profesión sirve. De seguir esta norma, las profesiones dedicadas al cultivo de lo sobrenatural, de lo justo o de lo verdadero deberían tener prioridad sobre las dedicadas al valor de lo útil. Sin embargo, hay dos circunstancias que hacen que esto no sea así: los demás valores necesitan el soporte de lo útil, dándole a este valor una supremacía práctica; la actual sociedad burguesa capitalista ha puesto el valor de lo económico por encima de todo y sus servidores habrán de estar a la cabeza de dicha sociedad (Rodríguez, 1955c, 553).

3. Nótese que en estas profesiones económicas, empresario y trabajador, a pesar de dedicarse ambos a la realización del valor de lo útil, reciben un tratamiento muy distinto. Esto se debe a que han de tomarse en consideración otros criterios como la responsabilidad, la dificultad, la repercusión social, etc. También, la excelencia subjetiva con que cada uno cumple su función. Y, por último, las necesidades sociales del momento. Es necesario dejar a la vida colectiva una cierta libertad de acomodación, pues no es posible un planeamiento total de la jerarquía de las profesiones.

 

3. El deber de trabajar

La cuestión de partida es si los hombres tienen el deber moral de trabajar en tanto realización de una actividad útil, lo que no debe confundirse con la conveniencia de que esto se convierta en precepto jurídico o no. Para Rodríguez (1984, 275), sí existe una obligación moral de restituir a la sociedad los beneficios obtenidos, gracias a los medios a nuestro servicio antes de que pudiéramos colaborar en ella: lenguaje, historia, tierras de cultivo, árboles, caminos, etc. Conseguidos gracias al heroísmo callado del trabajo cotidiano que cumple honradamente con los deberes profesionales. Quizá la puntualidad, el gusto por el trabajo bien hecho, la corrección técnica y otros valores burgueses no requieran de gallardía heroica, pero la vida colectiva sale muy beneficiada con estas virtudes sociales. Al tiempo que se cumple con la necesidad humana de aumentar el caudal de valores disponibles y de autoperfeccionarse (Rodríguez, 1954a, 13).

Cosa distinta es si este deber moral debe pasar a ser obligación jurídica. [7] En principio, Rodríguez no encuentra motivos en contrario, siempre que se deje al interesado la elección de la tarea a realizar, pues la obligación de trabajar aplicada en los países socialistas, puede ser considerada como esclavitud (Rodríguez, 1949, 36). Un modo de fomentar el cumplimiento de esta obligación podría ser a través de una fiscalidad desfavorable a los que no demostrasen tener una actividad valiosa (Rodríguez, 1984, 276-7, n. 5). Por el contrario, sí parece condenable la imposición al ciudadano de la actividad «trabajo» en sentido estricto (Rodríguez, 1984, 278). No es una contradicción. No se opone al deber moral de trabajar, sino al deber jurídico de realizar un trabajo de modo concreto, derivado de la ley y de un contrato de trabajo, que anularía herramientas de los trabajadores como la huelga. Aunque él considere que ya no se puede hablar de esta como instrumento de la lucha de clases. Es más, por su importancia en la economía de la comunidad, pues afecta a terceros ajenos al asunto, se han de buscar soluciones que hagan compatible el derecho a la huelga con los intereses del consumidor (Rodríguez, 1984, 281-6).

 

4. El derecho al trabajo

 

4.1. Derecho al trabajo y paro

Se refiere Rodríguez a si los ciudadanos sin empleo tienen derecho a reclamar una ocupación remunerada a los poderes públicos y a desarrollar en libertad un trabajo los que ya lo han encontrado (Rodríguez, 1984, 287). Respecto a los segundos, la única duda es acerca del cierre patronal que, en línea con la Doctrina social católica considera inmoral, por la mayor facilidad y posición de superioridad de los empresarios para que tenga su acción efectos importantes. Especialmente, si se la compara con la huelga (Rodríguez, 1984, 287, n. 25). En cuanto al derecho a reclamar una ocupación, la experiencia de los países socialistas, sólo conseguía encubrir el paro real; si bien tenía la ventaja de mantener la sensación de actividad en los hombres (Rodríguez, 1984, 294, n. 38), a pesar de las nefastas consecuencias económicas que tuvo (Rodríguez, 1984, 286, n. 24). El paro, la carencia de ocupación o de ocupación adecuada, por no ser plena o por no corresponder a la vocación y aptitudes de la persona, es para nuestro autor un mal personal y social, económico y moral. Siendo este último el más perjudicial para el individuo, que tendrá dificultada su capacidad de desarrollo como ser humano a través del trabajo (Rodríguez, 1984, 289, n. 30). Estacional, friccional, coyuntural o tecnológico, (Rodríguez, 1984, 291-2) el paro tiene su solución en el pleno empleo. Lo que no significa que toda persona capaz de trabajar lo haga por todas las horas de que disponga, sino la satisfacción efectiva generalizada del derecho al trabajo, sin necesidad de acudir al empleo en empresas del Estado (Rodríguez, 1984, 293-4) Para ello, se han de movilizar todos los bienes de capital que puedan estar inmovilizados, siempre que los productos tengan una demanda en el mercado (Rodríguez, 1984, 288-9).

Como ocurre con frecuencia, la responsabilidad parece corresponder inicialmente al Estado, pero no es el único; y en los países anglosajones encontró Federico Rodíguez otras alternativas al problema del paro. Ford y General Motors encabezaron en Estados Unidos la firma de un contrato colectivo con los sindicatos, que se quería para toda la industria del automóvil. Estando a debate la responsabilidad sobre el paro, los empresarios lanzaron la idea de un «salario anual garantizado», por el que las empresas se comprometían a completar el subsidio de paro hasta llegar a un 60% aproximadamente del salario de los trabajadores con dos años o más de antigüedad y que sean despedidos por motivos económicos. Es decir, que no se deba a su falta de diligencia en el trabajo. Aunque supuso «el primer reconocimiento de responsabilidad por el paro más allá de lo que está previsto por el Gobierno federal y por el Gobierno de cada Estado» (Rodríguez, 1955a, 23-7), la realidad es que no era ni un salario, ni estaba garantizado, ni era anual. Por lo que no cumplía su objetivo de protección contra los vaivenes cíclicos de la economía norteamericana. Escenario que, por otro lado, apunta a que los trabajadores norteamericanos habían llegado ya a un nivel de remuneración en los salarios que les hacía preferir la seguridad del empleo, a nuevas mejoras en el mismo; y a que el mercado necesita del Estado para conseguir cierto equilibrio, pues el subsidio estatal de desempleo beneficia al capitalismo, al permitir que los empresarios sigan pudiendo flexibilizar sus plantillas (Rodríguez, 1955a, 36-7).

 

4.2. Igualdad de oportunidades

Se ha de partir del problema de encajar vocaciones y aptitudes con los empleos disponibles. Todos no pueden acceder a todos los puestos, pero sí se puede remover los obstáculos discriminadores por herencia, como la religión, la educación, etc. para que cada uno pueda intentar llegar al puesto de su preferencia, como indicó la Organización Internacional del Trabajo en su declaración de Filadelfia, de 10 de mayo de 1944 (Rodríguez, 1984, 294-5).

En esta época colonizada por el pensamiento ideológico, los socialistas proponen como solución una planificación del empleo que contemple la cantidad de puestos de trabajo necesarios de cada tipo de profesional y hacer coincidir con estas previsiones los planes de estudio, de forma que todos los que terminen su preparación encuentren colocación inmediatamente. Para los liberales, vocaciones y empleos coinciden. Sólo hay que aclarar los canales que permiten a cada uno dirigirse hacia el empleo que más le conviene, pues en un sistema económico libre, que es la única garantía de progreso, es imposible acertar con estos cálculos debido a lo dinámico de la economía. En cualquier caso, como en otros problemas de la Política social, no hay soluciones únicas, sino que hay que manejar diversas simultáneamente. Una puede ser el incentivo en las retribuciones para aquellas profesiones deficitarias (Rodríguez, 1984, 295-6). También, una política educativa capaz de facilitar al individuo una cultura y formación profesional básicas, que permitan adaptarse a las exigencias del momento y que promueva la mezcla de clases (Rodríguez, 1976, 18). Igualmente, una política de promoción social que facilite las posibilidades de progreso y autonomía, ligándolas a un mayor grado de responsabilidad (Rodríguez, 1984, 297).

 

4.3. Su regulación

Dos aclaraciones previas debemos hacer respecto al derecho y la relación de trabajo. En la vida social, en este aspecto, puede haber conductas transitivas, en las que la conducta recae sobre una cosa antes de afectar a un tercero; o también pueden ser intransitivas, cuando no recaen sobre una cosa, sino que es un mero hacer o no hacer (Rodríguez, 1984, 300). Veremos que esto tiene importancia respecto a la regulación del trabajo. En segundo lugar, hay que tener en cuenta que al derecho sólo le interesan aquellas conductas de especial importancia para los individuos y la colectividad y en tanto sean eficaces. Es decir, exigibles ante un tribunal (Rodríguez, 1984, 301) Respecto a este punto, esa eficacia se puede materializar en el cumplimiento de la legislación estatal sobre el trabajo o del acuerdo establecido libremente entre las partes. Para Rodríguez (1961a, 202), era mejor optar por los convenios colectivos, reservándose el Estado la potestad de poner unos límites mínimos estables en defensa del bien común.

 

a) El contrato de trabajo

Cualquier contrato obliga a las partes del mismo a un determinado comportamiento, que puede consistir, en dar, hacer o no hacer algo. En los contratos del primer tipo, el comportamiento es el objeto inmediato del contrato y la cosa es el objeto mediato. En general, carece de importancia quién o qué haya hecho la cosa. Excepto en las ocasiones en que la otra parte desee que sea una persona específica quién realice el trabajo, como en el caso de un pintor o un médico de gran reputación. Al contratarse el resultado, la otra parte no interfiere en el cómo realizar la actividad. Incluso, en puridad, el trabajador se liberaría de su obligación entregando la obra, aunque no la hubiera ejecutado él (Rodríguez, 1984, 303-7)

En los contratos que obligan a hacer o no hacer algo, lo exigido es una conducta y, por tanto, objeto mediato e inmediato coinciden. En todo caso, nadie puede moralmente obligarse a prestarla para siempre ni puede comprometerse a prestar toda su actividad aunque fuese por tiempo limitado (Rodríguez, 1984, 305) En definitiva, como sintetiza Manuel Alonso Olea: «La cuestión [del arrendamiento de servicios] tiende a la separación entre los servicios y la persona que los presta, entre el trabajo y el trabajador,[8] en el supuesto específico de que los servicios se prestan a un tercero y de que, por tanto, los bienes fruto del trabajo pasan a la inmediata titularidad de este tercero, en virtud de un pacto de ajenidad previo a la ejecución del trabajo» (Rodríguez, 1984, 309)

Rodríguez (1961c, 74-5), remiso siempre a aceptar el contrato de salariado como única opción, entiende que este ha conseguido disimular hábilmente la cuestión social, que sigue siendo gravísima, aunque sus propias «víctimas» no se den cuenta. Para Rodríguez, el contrato de salariado es la base del sistema capitalista y, a pesar de que reconoce que para Pío XI era justo, él lo considera totalmente inmoral, «porque el hombre entrega su actividad cuando no puede hacerlo de ninguna manera» (Marinas, 1991, 332). La entrega se evidencia en el momento en que un empleado entra en la fábrica y su actividad deja de pertenecerle. En sus propias palabras: «Ahora bien, la cuestión social siempre es la misma, lo que varía son las formas y la presentación. Se ha conseguido suavizar el sistema de esclavitud y servidumbre, que ha dejado paso no a un sistema libre, sino al contrato de salariado» (Marinas, 1991, 333). El contrato de salariado conlleva dar al trabajo el tratamiento de coste, enfrentando a las partes irremediablemente. No obstante, hay alternativa. Pues, si por el contrario, la fórmula empleada para lograr la cooperación de los factores productivos es la de sociedad, el trabajador, lo mismo que el capitalista, tendrá por este solo acuerdo derecho inmediato a una parte en las ganancias (Rodríguez, 1950c, 102).

 

b) Peculiaridades del contrato de salariado

Ni que decir tiene que este contrato es el típico y más extendido de la época de la política social, cuyas características diferenciales son (Rodríguez, 1984, 309-13):

1. El empresario tiene un derecho de disposición sobre la actividad del trabajador. Una de las manifestaciones más típicas es el ius variandi, esto es, la posibilidad de cambiar el objeto del contrato dentro de ciertos límites, normalmente definidos por la cualificación profesional del trabajador. De este derecho de dirección sobre el trabajo se deriva la subordinación del trabajador.

2. Independientemente de su duración, es un contrato de tracto sucesivo. Esto implica cierta colisión entre el interés del trabajador en la estabilidad del empleo y los derechos de la persona que siempre recela de un contrato de cesión de actividad por tiempo indefinido. De aquí la necesidad de instituciones que permitan poner fin a la relación laboral, especialmente por parte del trabajador, debido a su posición de menor fuerza en la relación.

3. Este contrato comprende no sólo la cesión de la actividad, sino también la de los frutos de tal actividad al empresario. Es decir, que a pesar del uso que hace tanto de las materias primas como de los medios de producción, estos nunca son suyos y los frutos pasan directamente al empresario.

No obstante, realiza una precisión sutil Rodríguez. Hay que entender que lo que se compromete no es el contenido de una actividad. El empresario no paga por los frutos o por la fuerza de trabajo, sino por el condicionamiento de la conducta (Rodríguez, 1984, 313-6). Una de las preocupaciones fundamentales de nuestro autor era la de aminorar, al menos, la sensación de enajenidad del trabajador. Por ello veía como un buen ejemplo la experiencia empresarial japonesa, en las que se realiza un trabajo cooperativo, como si se trabajara para sí mismo, o dentro de un grupo reducido, derivándose de ello buenos resultados sociales y económicos para la empresa (Rodríguez, 1985, 25)

 

c) Retribución del trabajo y de la apropiación

Rodríguez considera que primero hay que diferenciar retribución y distribución. Aunque suelen confundirse, no coinciden. La primera está referida a los factores productivos, concretamente a capital y trabajo.[9] Y la segunda al resto de la población –niños, ancianos; policías, jueces, etc.–, que no podemos llamar directamente factores de producción; aunque todos convenimos que tienen derecho a alguna parte de la renta nacional (Rodríguez, 1984, 319). El mecanismo retributivo se agota en sí mismo respecto al capital y al trabajo,[10] que se ve complementado con la distribución socializada de la renta (Rodríguez, 1984, 321). En la retribución, el quantum debe ser determinado por la justicia conmutativa y en la distribución, por la justicia distributiva, que amplía el ámbito de los sujetos afectados a todos los miembros de la comunidad (Rodríguez, 1984, 325-8).

Centrándonos en la retribución, determinar la cantidad que corresponde a un factor es tarea compleja, pues significa saber la cuantía que corresponde al otro. Para Rodríguez, este planteamiento es erróneo, pues «cuando en la obtención de un fenómeno concurren dos causas necesarias, de modo que removida una de ellas, no es que se obtenga menos producto, es que no se obtiene producto, es imposible determinar cuantitativamente la aportación de cada una de las dos causas. No se puede producir sin trabajo o sin capital» (Rodríguez, 1984, 318-24). Puede que haya industrias donde un factor tenga notablemente un protagonismo mayor; pero siempre que sea necesario, aunque sólo se trate de un dedo para pulsar un botón, los dos factores serán necesarios y, por tanto, no se podrá calcular la retribución debida a cada cual por vía causal. Serán necesarios otros criterios. Y, especialmente respecto al trabajo, se debe atender al objetivo último ético de satisfacción de las necesidades del hombre y su familia (Rodríguez, 1984, 325).

En cualquier caso, si se quiere juzgar la corrección político-social de las relaciones capital-trabajo se hace necesario atender al resultado del proceso y compararlo con un criterio ideal de distribución de modo que concluyamos si las instituciones históricas lo cumplen o no, y de qué manera habrá que modificarlas para alcanzar ese resultado; (Rodríguez, 1984, 330) pero, desafortunadamente, Rodríguez no aclara cuál sea ese criterio ideal.

 

d) Criterios de distribución

Desechado ya el criterio igualitario, también hay consenso en la dotación de un mínimo común a todos por el hecho de ser personas; aunque su dotación no sea clara y esté ligada al montante de bienes disponibles en una época. Es decir, en la Edad de Piedra no había capacidad productiva para dar un mínimo a todos, a pesar de que el hombre de aquella época tuviera la misma dignidad que el de hoy. Cuestión aparte es la de si debe darse ese mínimo sin condicionamiento alguno (Rodríguez, 1984, 332-4).

Cuando capital y trabajo se funden en un mismo titular no hay duda de que a él corresponden todos los frutos que se obtengan. El problema aparece cuando concurren personas que son necesarias para el proceso productivo, pero no son titulares más que de su fuerza de trabajo. Generalmente, se da por aceptado que los frutos de los bienes productivos pertenecen al propietario de tales bienes. En todo caso, saber cómo se ha de repartir, con arreglo a criterios éticos el producto de bienes productivos que han requerido del trabajo de terceros, se ha ido determinando históricamente a través de los pactos e instituciones que han puesto en contacto trabajo y capital; pero no hay un criterio definitivo desde el que juzgar si estos producen o no resultados correctos desde el punto de vista político-social, esto es, desde el punto de vista de la perfección de la persona (Rodríguez, 1984, 338-9).

La cuestión de fondo es por qué el titular de un bien productivo ha de obtener alguna parte de las ganancias finales, cuando los que han trabajado sobre tal bien son terceros no propietarios. Se podría argumentar que es legítimo cobrar por el uso de una cosa, pues es lícito cobrar por la cesión de aquellas cosas que no se consuman y la devolución, en la forma que fuere, de las cosas que se gasten (Rodríguez, 1984, 342). La respuesta está en la apropiación. El propietario sólo se sentirá motivado a levantar su derecho a excluir a terceros, si obtiene alguna parte de los frutos o un pago en dinero. Pero, no habiendo método cierto para saber lo que la naturaleza de las cosas impone, el único modo de establecer un reparto efectivo es por vía institucional, con una fórmula consentida por las partes: toda aquella solución que se produzca con conocimiento y libertad, no tendrá objeción por parte de la Política social (Rodríguez, 1984, 345-8).

Frente a las soluciones ideologizadas al uso, Rodríguez (1984, 355-63) no considera acertado comparar socialismo y capitalismo, pues el primero es, por encima de todo, una cosmovisión, que el segundo nunca ha pretendido ser. En cualquier caso, sí que deberían ser ambos juzgados por lo que es o ha de ser su meta común: impedir la explotación del hombre por el hombre y conseguir su liberación. Teniendo ambas doctrinas ideales similares, como la libertad, la dignidad de la persona y la contribución a su perfección, se hace difícil condenar los ideales del socialismo, aunque sus postulados y realizaciones prácticas sean erróneos. Y lo mismo podríamos decir del liberalismo. Pero tampoco sería correcto renunciar a que algunas de las ideas y actuaciones de ambos sean acertadas. De hecho, ninguno de los dos modelos se ha implantado jamás al completo. Más bien, con el tiempo, cada uno se ha ido instalando en aquellas zonas de la vida económica que le son más propicias. Es así como han surgido autores que defienden la paulatina convergencia de los dos sistemas. Entre nosotros Larraz (1946) y, sin duda el más importante, Schumpeter (1972); pues sea cual sea la opción a favor de uno u otro sistema, no se excluye la posibilidad de adoptar fórmulas del otro sistema. No lejos de esta forma de ver las cosas estarían los partidarios de la Economía social de mercado, cuyo espíritu se separa del capitalista, en el sentido que éste tiene para Sombart, por ejemplo. Al  contrario, acentúan la moralización de la economía, sirviéndose de los principios de libertad y del mercado, no para el beneficio, sino para las mejoras sociales, a través de cierto grado de intervención en la economía y del mantenimiento de algunos servicios sociales. En línea similar encuentra la Dritte Weg (tercera vía) de Wilhelm Röpke.[11] No en vano, ambas opciones, que encierran ciertas diferencias, partieron del grupo ordoliberal.

Dentro del orden económico-social, la estructura de relaciones de producción está protagonizada por diversas empresas que, curiosamente, muestran una notable homogeneidad en la forma de reparto de las alícuotas de renta que corresponden a cada factor de producción, pues, independientemente del sistema elegido, el régimen de salariado es aceptado casi por unanimidad.(Rodríguez, 1984, 364) Para determinar la cuantía del salario de forma justa, se han utilizado diversos criterios (Rodríguez, 1984, 367-9):

-        La aportación del trabajador.

-        La utilidad aportada.

-        Lo más beneficioso para el trabajador: el mínimo vital o la utilidad producida.

-        Para el Código social de Malinas es el salario familiar.

-        Tomar en cuenta diversos criterios simultáneamente: las necesidades del trabajador, su rendimiento y la situación de la empresa.

-        El precio pagado por la mayoría de los patronos. Es decir, el precio de mercado.

-        El libremente fijado por contrato.

-        El salario natural: es algún punto entre el mínimo, que es el coste de la producción, más la amortización; y el máximo, que es el del mercado.

-        El fondo de salarios o relación entre el capital circulante y el número de obreros.

-        El salario proporcional a la productividad puede ser una solución al desfase ante fuertes subidas de precios y salarios reducidos, manteniendo aumentos proporcionales a las ganancias de la empresa. Además, ayuda a que el trabajador vincule su actividad con el buen desempeño de la empresa (Rodríguez, 1950a)

 

Rodríguez no considera que haya que condenar el sistema de salariado per se; sino ver qué ventajas ofrece cada sistema y que el trabajador decida. Si el salariado ha sido considerado injusto es porque excepto para unos pocos profesionales, no es elegible. Además, al ser considerado como un coste a reducir, crea una oposición de intereses entre trabajadores y capitalistas. Por último, separa el hombre que trabaja y el beneficio obtenido gracias a su propio trabajo (Rodríguez, 1984, 374-6). Con todo, el salario es «una retribución fija independiente del resultado de la gestión de la empresa y sin participación en la misma», lo que tiene un aspecto muy positivo: el trabajador asegura su salario frente a los riesgos de malas ventas o la mala gestión de la empresa, pagando como prima la diferencia entre lo que percibe y lo que hubiera percibido de hacerse un reparto igualitario de todo el producto (Rodríguez, 1984, 367).

Es importante que se indique que en el grupo de los trabajadores, con todas las diferencias que se quiera, también está el que contrata o combina los dos factores, trabajo y capital, aplicándolo a un proceso determinado, o sea, el empresario. Se remunere vía salario o participación en beneficios, es indiferente, aunque sea cada vez más común el primer caso o una combinación de ambas (Rodríguez, 1984, 376).

 

5. Sindicalismo

Federico Rodríguez (1958, 11-2) es un firme defensor del principio de subsidiariedad. Es loable y legítimo que los ciudadanos creen grupos intermedios profesionales para su autoprotección, la formación técnica, la seguridad social, etc. Sirven a la suavización de la lucha de clases y a la división del poder, de modo que ni el Estado ni las organizaciones profesionales, aunque participen en la vida económica, tengan la dirección absoluta, evitando cualquier tipo de totalitarismo o monopolio (Rodríguez, 1958, 15-7). Papel que, por extensión, puede desarrollar cualquier tipo de libre asociación humana (familias, municipios, universidades).

El sindicalismo ha sido un instrumento fundamental de la política social, especialmente eficaz para mejorar las condiciones de trabajo. Un modelo alabado por Rodríguez (1961b, 2-3) es el del sindicalismo belga, formado por una red de cooperativas, asociaciones y agrupaciones, de modo que, tras ingresar en uno de esos elementos, rápidamente tiene acceso a otra serie de posibilidades y ventajas. En coherencia con la cosmovisión cristiana, este sindicalismo es sólo una parte de toda la organización social católica del país. Otra experiencia interesante para nuestro autor  es la realidad sindical japonesa. En una encuesta (Rodríguez, 1985, 16) sobre lo que los trabajadores piensan acerca de sus sindicatos, encuentra que a la pregunta «¿cómo ayuda el sindicato a los trabajadores?», los que contestaron «muchísimo», más los que simplemente dijeron que «bastante», hacen el 60 por 100 de los encuestados. Es más, la mayoría cree «que los trabajadores pueden pasar sin sindicato si la empresa da buenos salarios y buenas condiciones de trabajo». Afirmación del todo lógica y que confirma la necesidad y buen hacer de los sindicatos japoneses, que tienen un respaldo amplio de los trabajadores. Al contrario que los sindicatos ingleses que, formalmente, son democráticos en su funcionamiento. Esto es, hay compromiso por parte de la mayoría de los trabajadores; pero, realmente, el control de las organizaciones está en manos de una minoría comunista implicada, que asiste a las reuniones y toma las decisiones (Rodríguez, 1952a, 271-2) Tan arraigado está el sindicato en la cultura empresarial japonesa, que Rodríguez lo ve como una de las características propias del «estereotipo» de empresa de aquel país. La gran mayoría son sindicatos de empresa («kigyobedsu kumíai») (Rodríguez, 1985, 18), en los que la afiliación es obligatoria y donde los trabajadores se agrupan sin consideración de sus ocupaciones, de manera que en el mismo sindicato están reunidos los trabajadores propiamente dichos –los manuales– y los empleados –o trabajadores intelectuales. Lo que hace muy difícil que los segundos sean tratados con preferencia respecto a los primeros. La consecuencia directa de este sistema es el peso de los sindicatos dentro de la empresa. Especialmente en la contratación de nuevos trabajadores, en el despido de los mismos y en la administración de los salarios. Antes de la II Guerra mundial, los salarios eran incrementados, aunque no de un modo regular, sino en la forma que el empresario deseaba. Ahora, lo hará siguiendo el criterio objetivo de la edad, impuesto en gran parte por los sindicatos. Incluso ciertos bonos complementarios del salario se dan sólo a los trabajadores después de una negociación con el propio sindicato (Rodríguez, 1985, 21).

Los resultados de esta experiencia y de otras en Francia o Italia, le hicieron considerar que la base para un sindicalismo eficaz es la unidad sindical (Rodríguez, 1961b, 4). Así, aboga por el sindicato único y obligatorio, al menos en cada empresa, pues lo contrario sería permitir la posibilidad de conflictos entre sindicatos, lo cual sería claramente perjudicial, tanto para los trabajadores como para las empresas (Rodríguez, 1963b, 176). Tal modo de funcionamiento es perfectamente viable, siempre que los sindicatos mantengan una conducta responsable. Esta es una las facetas que Rodríguez más valora de los sindicatos japoneses que, para él, suelen tener una conducta muy distinta a los sindicatos occidentales. En Japón, si la empresa no tiene buenos resultados, el sindicato disminuirá sus pretensiones, pues el objetivo principal es mantener el empleo. El empresario dará las gracias y prometerá compensar en el futuro y lo importante es que cumplirá su palabra. Esta confianza es posible gracias a que los sindicatos tienen instrumentos suficientes de información para saber la verdadera situación de la empresa (Rodríguez, 1985, 22).

Similar actitud colaboradora encontró en los sindicatos americanos, en cuanto al buen desempeño de la empresa. El sindicalismo americano no pretenden la gestión obrera de las empresas. Al contrario, pide tener directores competentes, dinámicos y eficaces que hagan prosperar la empresa. Su preocupación está centrada en la obtención de los mejores salarios posibles y en aumentar el bienestar del trabajador. Es más, consideran que cuando un empresario se niega a estas mejoras es por pura pereza mental; pero su actitud es constructiva. El sindicato hace a sus técnicos estudiar las posibilidades de mejora de la empresa y ofrece los resultados al empresario, aceptando que es él quien decide. Si no las acepta porque requieren de una inversión que no puede hacer, el mismo sindicato le ofrecerá financiación. Sólo en caso de negarse por todos los medios, entonces podrán llegar las medidas de lucha obrera (Rodríguez, 1952b). Los métodos violentos de lucha son un último recurso. Suelen ser más eficaces métodos constructivos, que partan de la consideración de la empresa como comunidad, típica del Magisterio social de la Iglesia, que veremos más adelante. Por eso, Rodríguez también destaca la organización del sindicalismo belga cristiano, que en épocas de crisis profunda y de medidas de recorte de gasto social, supo mantenerse crítico; pero leal a las necesidades del país. No se alió con los huelguistas, pero siguió presionando igualmente al gobierno (Rodríguez, 1961b,  2-3).

 

6. Conclusiones

1. De la concepción del profesor madrileño de la propiedad se derivan no pocas consecuencias para las otras dos instituciones. En línea con la tradición católica desde Santo Tomás, prefiere la propiedad privada; pero esta hay que entenderla en el sentido en que Hayek hablaba de «propiedad plural» (Hayek, 1991). Es decir, lo que se valora de esta opción son los beneficios de la difusión de la propiedad. Especialmente, la posibilidad de desarrollo personal a través de la mejora de su autonomía y responsabilidad. El foco de atención ha de ponerse en la función social de la propiedad y en si se le da cumplimiento o no, independientemente de que el titular de la propiedad sea individual, colectivo, público o privado. Por eso, en la tradición católica, los bienes, aunque sean de titularidad privada, han de estar al servicio de todos. Concretamente, en caso de necesidad vital, todos los bienes son de todos, pudiendo tomarse de lo ajeno lo que sea necesario para el sustento; y en el caso de los bienes superfluos, el titular está obligado a dar limosna, a gastar de forma generosa y a dar trabajo.

En cuanto a la reforma de la propiedad, para Rodríguez, esta es necesaria, no por motivos ideológicos, ni siquiera de utilidad. Simplemente, la concepción monolítica de la propiedad heredada del Código Civil francés y, a su vez, del Derecho romano ya no responde a la realidad actual de las cosas. Se debe reparar el desajuste producido entre lo que objetivamente acontece y el derecho, pues la propiedad, que nuestro autor prefiere llamar apropiación, tiene una diversidad interna obviada, que se manifiesta claramente en la propiedad de los bienes productivos en la empresa. De los diferentes tipos de bienes, los de consumo para la satisfacción directa de las necesidades y los pequeños bienes de producción, explotados por un pequeño taller, artesano o similar, en principio, no suponen un problema para la política social. El desajuste entre legislación y realidad se da respecto a los grandes bienes de producción. Sobre estos hay una titular que puede decidir libremente lo que hacer con ellos: venderlos, alquilarlos, no usarlos, destruirlos. Al mismo tiempo, quiénes actúan a todos los efectos como propietarios son los trabajadores, que se «apropian» de su uso, sacándoles un rendimiento que va al empresario; pero cuyos derechos sobre estos bienes no están tipificados. Interpretamos esta visión de las cosas como una opción intelectual por aprehender las normas ocultas en los órdenes humanos, frente a la mirada proyectista, al estilo del socialismo jurídico, por ejemplo.

 

2. El trabajo, en primer lugar, es el instrumento primordial del hombre para su propio desarrollo y perfección. Por eso, es importante que todos tengan la posibilidad de desarrollar su vocación. Para ello, se ha de trabajar por la igualdad de oportunidades. En segundo lugar, es un medio fundamental para llevar a efecto el principio de subsidiariedad, pues con el trabajo se distribuye la renta y cada cual consigue su sustento. Así, teóricamente, cabría la exigencia legal de trabajar; pero no al estilo soviético, de nefastos resultados. Siempre se ha de respetar que cada persona pueda elegir dónde trabaja. En la práctica, lo que sí puede ser conveniente es motivar a los ciudadanos a trabajar, incluso a aceptar determinados empleos, a través de medidas como los incentivos y desincentivos fiscales. Por otro lado, considera positivo que los gobiernos actúen en el sentido de la consecución del pleno empleo; pero sin que esto suponga una obligación legal del Estado de dar un puesto de trabajo a cada persona.

La inmensa mayoría de las relaciones de trabajo se articulan a través del contrato de salariado. Esta particular forma de tratar la labor del hombre como mercancía tiene algunos efectos desafortunados. Por un lado, la tendencia del empresario a reducir sus costes hace inevitable el conflicto entre este y los trabajadores. Por el otro, aleja al ser humano de su trabajo, lo desliga del mismo. Por eso, Rodríguez considera que se han de buscar fórmulas alternativas que combinen las ventajas de seguridad que ofrece el contrato de asalariado, con un acercamiento a otras formas, como el contrato de sociedad.

El sindicato le parece a Rodríguez del todo apropiado para la protección del trabajador, la formación técnica o la seguridad social. Considera que son necesarios e influido por su buena experiencia en Japón, cree que la base de su eficiencia está en la unidad del mismo. Al menos, dentro de cada empresa. Alaba lo arraigado que está en la cultura empresarial japonesa el sindicato, que tiene en común con el norteamericano y el belga su actitud colaboradora y pragmática hacia el empresario, recurriendo a la lucha violenta como última opción.

 

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[1]             Tomamos como base (Molina, 2012, 485-6), a la que hemos ido añadiendo nuevas comprobaciones y datos.

[2]             ABC, edición de 8-11-69.

[3]             ABC, edición de 8-11-69.

[4]             Boletín Oficial del Estado, nº 88, 13 de abril de 1961, p. 5608.

[5]             Boletín Oficial del Estado, nº 97, 22 de abril de 1968, p. 5914.

[6]             Miembro de la Unión de Estudios Sociales de Malinas (Marinas, 1991, 329); Gran Cruz de la Orden de Cisneros; Gran Cruz de la Orden de San Raimundo de Peñafort;  Medalla de Oro de Ex alumno de la Escuela Pía del Colegio de San Antón (López, 2010).

[7]             No está de más recordar aquí el «derecho a la pereza» de Lafargue (1883)

[8]             La separación de trabajo y trabajador es una ficción jurídica, aunque sea aceptada por las partes. Sobre esto, ver Monereo (1999).

[9]             Recordemos que para Rodríguez, trabajo es sólo aquella actividad que realiza el valor de lo útil.

[10]           Hoy habría que contemplar la figura, en crecimiento, del trabajador pobre: aquel que a pesar de tener empleo, no obtiene lo suficiente para para subsistir por su propio esfuerzo.

[11]           Sobre Röpke y la «Tercera vía», ver Molina (2001)

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