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Marc Sangnier. Cristianismo y democracia.

 

Francisco Martínez Hoyos.

 

Escritor e historiador (España).

 

En Francia, durante muchos años, la izquierda consideró que ser católico y ser un republicano era algo poco menos que imposible. La Iglesia, a sus ojos, formaba parte del pasado. Por eso resultó tan novedosa la aparición a finales del siglo xix de un movimiento como Le Sillon (El Surco), decidido firmemente a reconciliar el catolicismo con las necesidades del mundo contemporáneo, desde una clara simpatía a las aspiraciones más generosas del presente. Cuando los creyentes, en lugar de oponerse o resignarse ante las ideas de su tiempo, fueran sus defensores más apasionados, nadie pondría en duda su lealtad a la República y a la democracia. Había que romper, pues, con el conservadurismo estrecho de miras que caracterizaba aún a la mayoría de los fieles. Éstos debían colocarse audazmente en la vanguardia de la vida nacional, no en una retaguardia tímida y cobarde.

Un joven carismático

Al frente del Sillon encontramos la figura carismática de Marc Sangnier (1873-1950). Hijo de la burguesía acomodada, estudió en el Colegio Stanislas de París, un centro regentado por religiosos marianistas de tendencia liberal. Su director, el Padre Leber, era un “rallié, es decir, un partidario de aceptar el régimen republicano, siguiendo las directrices de León XIII, sin por ello dejar de oponerse a la legislación anticatólica. 

Hacia 1893 se reúne con algunos condiscípulos en un sótano de la escuela, “La Cripta”. Mientras tanto, un antiguo alumno funda un periódico, Le Sillon. Ambos grupos se fusionaran seis años más tarde para crear el movimiento sillonista con Sangnier al frente. Todos coinciden en su talento como orador, pero destacan asimismo la indefinición de sus ideas. Pronto multiplicará las conferencias en diversos ambientes, sobre todo en las escuelas, los seminarios o los cuarteles, donde espera hacer nuevos adeptos empujado por su celo apostólico. Como el magistral seductor que es, despierta adhesiones fervientes, hasta el punto que no parece exagerado hablar de un cierto culto a la personalidad. Se le compara, incluso, con un nuevo mesías, llegado para anunciar la Buena Nueva de la democracia. Se convierte así en un líder de masas indiscutido.

            Los obispos presencian maravillados el auge de este catolicismo ardiente. El Papa, León XIII, se siente satisfecho.

Apóstol de la democracia

Pero esta luna de miel se rompe con el deslizamiento de los sillonistas hacia el progresismo. En 1906, Sangnier dio su famosa definición de democracia como el sistema que tiende a aumentar al máximo la conciencia y la responsabilidad cívica de todos los ciudadanos. No bastaba, pues, con una buena legislación social. Cada persona debía convertirse en el “guardián de la cosa pública” y debía colaborar en el la obra común por más humilde que fuera su posición socieconómica. Pero su contribución, por si misma, no bastaba sin la autoconciencia por la que el individuo aprecia con exactitud en que consiste su granito de arena. “El alma de la República quiere vivir en cada ciudadano”, sentenció Sangnier.  

El cristianismo se convierte así en una fuerza imprescindible para la democracia, la única capaz de impedir que el interés general y el particular continúen disociados. Sus valores de justicia, verdad y fraternidad no son abstracciones teóricas sino el fundamento del reino de Dios sobre la Tierra, sinónimo de las aspiraciones de la humanidad en su conjunto. Para el fundador del Sillon, Dios, hecho hombre en Jesús, es la más alta expresión de estos ideales. El cristianismo no puede ir desligado de la solidaridad con los desfavorecidos, ni de la lucha contra las injusticias sociales. Dicho de otro modo: la fe implica combatir un orden social fundamentado en valores paganos. Es absurdo, por tanto, que se utilice la religión para justificar los abusos que la propia religión condena, tal como hace la derecha oponiéndose a cualquier ley que favorezca a los trabajadores aunque se trate de garantizarles el descanso semanal. 

La creencia en Jesús, por tanto, hace posible la democracia. Es más, constituye un condición sine qua non para su éxito.  

Este lenguaje religioso suscitó numerosas críticas contra el sillonismo, al que sus oponentes tildaron de socialismo místico, más utópico aún que el de raíz marxista. Sangnier, defendiéndose con su elocuencia acostumbrada, recordó que no era cierto que estuviera contra los empresarios, ni que predicara la revuelta contra toda autoridad. Tampoco pretendía que el poder  perteneciera por igual a los más y a los menos capaces. Reconocía, por el contrario, la importancia de la función patronal. El auténtico patrón, lejos de ser un rentista ocioso, es el cerebro de la fábrica y puede llegar a ser el corazón si los obreros le quieren. No se trata de eliminarlo como les gustaría a los socialistas, sino de conseguir que un número cada vez mayor de personas pueda acceder a su estatus y ejercer sus funciones. La responsabilidad económica no debe limitarse, pues, a una elite muy reducida. Han de ser los obreros, libres y conscientes, los que posean los medios de producción.

Aunque su lenguaje parece por momentos socialista, el líder del Sillon insiste en que negar la supuesta coincidencia. Los socialistas quieren que no haya patrones, él prefiere que se multipliquen. Su propuesta está lejos de ser estatista. No cree en un Estado-Providencia que decida por los ciudadanos, privándolos de toda iniciativa y de todo esfuerzo personal. En su opinión, eso es lo que pretende la izquierda cuando imaginan que la justicia llegará, mecánicamente, sólo con sustituir al Estado burgués por el Estado obrero.

No se conforma, sin embargo, con solucionar la problemática social con la transformación económica. Apunta más hondo, a la educación de las masas. Así el obrero dejara de ser una criatura ciega e inconsciente a la que explotan en función de intereses que no alcanza a comprender. “Ya no será ese rey menor de edad al que se corona antes de tiempo para manipularlo más fácilmente”.  Una vez que el proletariado sea consciente advertirá que sus intereses no pasan por su triunfo como clase, egoísta e infecundo, sino por la aspiración a la fraternidad[1].

 

Cristianos con criterio propio

Así las cosas, el Sillon era visto como un peligro entre los círculos católicos más conservadores. Sangnier atacó con virulencia su inmobilismo, su obstinación en no avanzar por miedo a dar un paso en falso. Le parecía que ciertas personas no estaban tan preocupadas por divulgar la verdad de su fe como por condenar los errores de los demás, lanzando anatemas y excomuniones contra los que pensaban de otro modo. Antes denunciarían una intemperancia del lenguaje que el silencio ante las injusticias. Para ellos, ser republicano equivalía a estar en pecado mortal.    

Sin embargo, y pese a estas críticas, el líder sillonista seguía proclamando su fidelidad, consciente y libre, al cura, al obispo y al Papa. Católico obediente, no podía pretender destruir la disciplina religiosa, en absoluto, pero sí enmarcarla en sus auténticos límites. La autoridad de la Iglesia, para él, no se compara a la que ejerce un tirano sino a la de un padre. Los hijos, por tanto, faltarían a su obligación si no expresaran sus puntos de vista, si ocultaran sus sentimientos. De una forma aún incipiente encontramos la defensa de una democratización interna de la Iglesia, donde también sería la legitima la existencia de una “opinión pública” con diferentes corrientes.

De esta libertad se deduce que la política es un ámbito con su propia autonomía. En consecuencia, los laicos pueden y deben actuar sin necesidad de aguardar las consignas de Roma. La jerarquía eclesiástica, lejos de sentirse amenazada por esta emancipación de los creyentes, debe comprender que redunda en su propio beneficio. En adelante, la Iglesia podrá permanecer al margen de los enfrentamientos entre partidos, sin identificarse con ninguno de ellos. Pasó ya el tiempo en que decir católico equivalía a decir enemigo de la libertad de pensamiento y acción.

Que todos los católicos se unan para defender su fe es una cosa. Otra muy distinta que esta unión se traduzca en la misma opción política. Sangnier lo expresó con su acostumbrada rotundidad: Hay una religión católica, no un partido católico. A la Iglesia no le incumbe decidir la forma política de los Estados mientras éstos respeten la moral universal. Es estúpido acudir a la fe cuando se trata de resolver los mil problemas que presenta el gobierno de un país, apuntaba con humor el dirigente sillonista: “¿Qué pensaríamos de alguien que al ser preguntado sobre si prefiere el librecambio o el proteccionismo respondiera que es católico?”

Sin embargo, a ojos de los conservadores, esta manera de pensar y de actuar resultaba demasiado independiente. Por eso, en menos de quince días, dos personas le retaron a duelo. Precisamente porque aquel joven subversivo no era lo bastante católico y no se comportaba con la sumisión debida hacia sus pastores.

Mientras tanto, los anticlericales de izquierda no demostraban una mayor comprensión. Sangnier lamentaba que sus oponentes de izquierda, cuando él defendía las virtudes democráticas del cristianismo, se fueran por la tangente con alusiones al pasado intolerante de la Iglesia, con hechos del estilo de la matanza de San Bartolomé, la gran carnicería  que sufrieron los protestantes del siglo XVI.  ¡Qué nos juzguen por nosotros mismos!, reclamaba. Se quejaba también de que se presentara a los católicos como súbditos de un príncipe extranjero, el Papa, sin advertir que éste ejercía un magisterio espiritual, en modo alguno temporal. Con estos tópicos se trataba de justificar la “muerte cívica” de los cristianos, algo que los sillonistas no estaban dispuestos a consentir.    

Pero estos cristianos apasionados, aunque por un lado son obedientes, por otro se atreven a transitar nuevos caminos. A partir de 1906, Sangnier amplía su movimiento a los no católicos, sean protestantes o librepensadores. Surge entonces “le plus grand Sillon”, destinados a todos aquellos que desean aportar al sistema democrático “un sentido real de justicia y de fraternidad”. Por si esto fuera poco, para inquietud del ala más reaccionaria del catolicismo, aparece en sus intervenciones públicas junto a socialistas, ateos y masones.

Esta evolución en sentido ecuménico hará disparar en Roma todas las alarmas. Pío X condenará en una encíclica a los sillonistas, esos nuevos heréticos que fingiendo sumisión a la Iglesia pretenden reformarla desde dentro.  La actitud del Papa reflejaba, una vez más, la profunda hostilidad de la Iglesia hacia el mundo moderno. Le Sillon, como movimiento central, queda disuelto. Los movimientos locales pueden continuar a condición de convertirse en entidades diocesanas bajo la autoridad del obispo correspondiente.

Hijo fiel de la Iglesia, Sangnier acepta el veredicto del Vaticano. Dejará el apostolado para dedicarse a la política en las filas de la democracia cristiana. 

 

 

 

 



[1] SANGNIER, MARC. La Lutte pour la Démocratie. París, 1908.

 

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