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La política como razón moral. Saavedra Fajardo y la Historia.

 

José J. Sanmartín.

 

Profesor Titular de Ciencia Política y de la Administración. Departamento de Estudios Jurídicos del Estado. Facultad de Derecho. Universidad de Alicante (España)

 

 

RESUMEN: El pensamiento político de Diego de Saavedra y Fajardo constituyó una relevante tentativa de modernización entre las doctrinas sustentadoras de la Monarquía Hispánica en el siglo XVII. En este sentido, la Historia era considerada por Saavedra como la base indispensable del conocimiento político y de la sabiduría que llamamos arte del buen gobierno. De ahí la necesidad de una sólida moralidad que debe ser acatada y cumplida por todas las partes, en especial los príncipes y sus ministros. Su influencia alcanzó a pensadores como Algernon Sidney, entre otros. Según Saavedra, gobernar debería ser una actividad ética. La omisión del deber moral que comporta todo ejercicio del poder significa la perdida irremisible del buen juicio.

 

ABSTRACT: The Saavedra Fajardo political thought was an important attempt to modernize the supporting doctrines in favor the XVII century’s Spanish monarchy. In this sense, History was regarded by Saavedra as an indispensable basis for political knowledge and source of wisdom (the good government ideal). For this reason, he argued the need for a strong morality that must be obeyed and observed by all parts, especially kings, princes, and their ministres. His influence came to thinkers as Algernon Sidney, between others. According to Saavedra, to rule should be an ethical activity. To fail the moral duty’s fulfilment pertaining to every power means the irretrievable loss of good judgement.

 

PALABRAS CLAVE: Saavedra Fajardo. Historia. Razón. Moral. Política.

KEYWORDS: Saavedra Fajardo. History. Reason. Morality. Politics.

 

 

            “A veces el nombre se cambia, aunque el poder en todos los aspectos seguirá siendo el mismo”[1].

 

            1. INTRODUCCIÓN

Las palabras del influyente pensador que fue Algernon Sidney [2] reverberan las ideas saavedrianas del vínculo entre Historia y política. La búsqueda del equilibrio como factor vertebrador es también una constante saavedriana que, por vía de Sidney, llega al corpus doctrinal de la revolución norteamericana del siglo XVIII. Como reconoció expresamente Thomas Jefferson, tanto Locke como Sidney constituyeron señeras aportaciones a la arquitectura intelectual de la libertad y los “principles of government” en la causa política norteamericana [3]. De hecho, en un artículo escrito por Catón[4] en el New York Journal del 22 de noviembre de 1787, se prospectaba el diseño del nuevo edificio institucional desde un razonamiento crítico basado en argumentos de Algernon Sidney, pero de perenne eco saavedriano.

 

Se trata de una objeción muy importante para este gobierno el hecho de que la representación se componga de tan pocos; muy pocos como para resistir la influencia de la corrupción, y la tentación de la traición, contra la que todos los gobiernos deben tomar precauciones […] en su propia constitución del Estado”[5].

 

            El mismo Sidney hizo referencia a Corona ghotica, castellana y austríaca en su Discourses on Government, reconociendo explícitamente la influencia de Tácito en la obra saavedriana. El racionalismo -ciertamente exigente- aplicado por Sidney tuvo presente elementos morales con eco en Saavedra; los “good men” a que hizo referencia el tratadista inglés en cuanto a que “no tenían otro objeto que la verdad”[6], sin embargo, no fueron para su arquitectura política el bastión moral que sí constituyeron para Saavedra. En Sidney el doctrinarismo normativo de lo que debía ser un tipo puro de jefatura del Estado se impuso frente a consideraciones morales. La Historia como fuente de sabiduría y prudencia tuvo en Saavedra Fajardo a un paladín intelectual, del que Algernon Sidney aprendió también la esencia del equilibrio aplicado a las relaciones de gobierno y dominio. “La ley que da y mide el poder, establece reglas de cómo debe ser transmitido”[7]. La ruptura de las normas, el desbordamiento de la ambición, tambalean la embarcación que es la paz en una sociedad. Las diferencias entre Saavedra y Sidney resultan manifiestas de la incompatibilidad en asuntos empíricos tales como la atesorada lealtad hacia la Corona por parte del español, frente al republicanismo del segundo; la fe en la monarquía constituyó para Saavedra un asunto cenital para su teoría del equilibrio: la ponderación de unos elementos con otros; la conjunción entre lo que fue, lo que debe permanecer y lo que estaba emergiendo. Sin embargo, existen ámbitos de concomitancia que a Sidney, lector de Saavedra, no le pasaron desapercibidos. La idea de tolerancia en Saavedra es poderosa, como también lo fue su “doctrina democrática”, señalada por Azorín[8]. Éste planteó el libre albedrío como un mecanismo recurrente y quasi subsidiario en las Empresas Políticas. La naturaleza “pragmatista” de Empresas Políticas ya fue advertida por Azorín, que también subrayó el realismo del que Saavedra Fajardo se sirvió para vertebrar una “enciclopedia de ciencia política y de observación psicológica”[9]. En este contexto, la influencia maquiavélica fue un hecho tan sustancial como disimulado en la obra saavedriana. Pero el tronco del que brotaba la rama maquiavélica (la vulpeja, como la denominó Azorín recuperando la metáfora de Gracián) era aquél realismo jalonado por figuras como Tácito, Montaigne y el mismo Saavedra Fajardo. Los tratadistas españoles de la primera mitad del siglo XVII como Saavedra, “bajo una capa de corrección y de piedad, lo que han hecho es inspirarse y sorberles la médula a los grandes observadores del Renacimiento italiano, en parte, y en otra parte, mucho mayor, a los pensadores y psicólogos de la antigüedad griega y romana” [10]. Las apelaciones a Tácito, entre otros autores romanos, no fue un mero ardid en Saavedra Fajardo, sino un acto de coherencia intelectual. El realismo de Gracián o Saavedra también produjo un conflicto magistralmente planteado por Azorín: “¿Cómo conciliar la verdad fundamental, su concepción realista de la política, concepción eterna, tan verdadera en la Grecia antigua, como en la España del siglo XVII, como en la Europa del siglo XX, con una concepción política ficticia, superficial y sentimental?”. La resolución del conflicto la dilucidan los tratadistas “siendo “sentimentales” en la superficie, pero profundamente realistas en el fondo. El ejemplo de lo que les acontece con Maquiavelo fue significativo: todos abominan del político florentino, le cubren de denuestos e injurias, pero todos le copian secretamente y se apropian de sus ideas. Saavedra Fajardo está lleno de Maquiavelo; Baltasar Gracián le copia hasta las imágenes” [11].

 

            El maquiavelismo en Saavedra fue solo uno de los aportes al realismo que el autor español había seguido y admirado desde sólidos cimientos intelectuales. Tácito, pero también Aristóteles, Livio o Polibio son nombres que jalonan la formación conceptual de Saavedra en la materia. El realismo saavedriano era anterior y más caudaloso que el injerto maquiavélico en una parte de su filosofía. Junto a otros elementos vertebradores, igualmente significativo fue el hecho de que tanto Saavedra como Sidney estaban unidos por los contenidos, en detrimento de los continentes, de las denominaciones, o de las posiciones. Lo que a Sidney interesa de Saavedra es su estudio de la decadencia en las formas de autoridad; el descrédito y/o el agotamiento de un poder ya constituido, son motivo de reflexión entre los Padre Fundadores de Estados Unidos. Thomas Jefferson fue claramente influido por Algernon Sidney, además del poso que su legado intelectual había dejado en la intelectualidad de la nueva república[12]. La corrupción moral como causa justificadora en la deslegitimación de un ordenamiento legal estuvo entre los temas más relevantes abordados por los forjadores de la independencia de las trece colonias norteamericanas frente a la Corona británica. La decadencia de una forma política, incluso de un sistema de gobierno, fue una base que Sidney aprendió de Saavedra Fajardo, trasfundiendo después tal perspectiva a generaciones posteriores de políticos de los hechos y revolucionarios de las ideas.

 

2. UNA OBRA POLÍTICA E HISTÓRICA AL SERVICIO DE UNA CAUSA

En el pensamiento político de Saavedra Fajardo el estudio de la Historia era trasunto de algo que trascendía; más allá de una calculada administración de ejemplos, datos y referencias [13]. He aquí el espíritu que Algernon Sidney asumió para sí y para las generaciones de librepensadores críticos que le sucedieron, hasta culminar en su poderosa influencia sobre las ideas políticas de Thomas Jefferson y otros Founding Fathers. Por supuesto, la porción de saavedrismo que adoptó Sidney fue debidamente tamizada a sus propias ideas políticas que, aún con modulaciones, se mantuvo dentro de un republicanismo liberal y gradualista. Aún cuando Saavedra fue un pensador ciertamente elástico en algunos aspectos, jamás pretendió la emancipación respecto de los principios que consideraba universalmente válidos. En realidad, lo que Saavedra procuró fue el logro de una conciliación entre esa moral altamente exigente y las necesidades de la época. El realismo saavedriano nunca fue más allá, y más acá, de lo que esa visión de progresividad sobre la Historia y la sociedad, hizo de su formulador un pensador sinuosamente gradualista. La sutilidad de Saavedra se trasfundió en su pensamiento. Un cambio mesurado y ponderado [14], en base a los principios naturales o heredados, pero modernizados con lo éticamente procedente de la obra de las escuelas coetáneas.

 

“La necesidad ob [15].

 

            Un proceso concomitante de apropiación intelectual fue realizado por Thomas Jefferson -con posterioridad- sobre el mismo Sidney. El rechazo a la monarquía por parte de los jeffersonianos era una pulsión ideológica que, por ejemplo, también les impedía el reconocimiento explícito –y proporcionado- a la relevancia que las ideas de pensadores como el vizconde Lord Bolingbroke tuvieron en la configuración de la figura presidencial. También el Vizconde mitigó el republicanismo de Sidney, aludiendo a la búsqueda de éste último a favor de un gobierno moderado [16]. La admiración de Bolingbroke hacia Algernon Sidney fue un hecho intelectual constatable [17]. Sin embargo, la idea de decadencia moral (esto es, corrupción del gobernante) fue adoptada por Sidney –y posteriormente también por Bolingbroke- siguiendo el decurso saavedriano, no tanto el maquiavélico. La idea de justicia, que emana de la búsqueda inquebrantable del equilibrio, arraigado en la dignidad natural de la persona, son principios concomitantes, aún manifestando diversa factura y vocación.

 

            “Que los magistrados se establecieron para el bien de las naciones, y no las naciones para el honor y la gloria de los magistrados. Que el derecho y el poder de los jueces en todos los países fue el que la legislación de ese país disponga que sea[18].

 

            Sidney afirmó la obligación de cumplir la ley por parte de los mandatarios, no sólo del pueblo o de los oficiales de la autoridad. La contravención de semejante norma produciría desorden tras la usurpación de funciones (o conculcación de controles) desde instancias impelidas a la ejemplaridad. Por su parte, Bolingbroke en su memorable Idea of a Patriot King, avanzó –siguiendo el curso de Sidney- en dirección saavedriana; era menester dotar de contenido real a la virtud. En preclara definición de Herbert Butterfield, Bolingbroke consideraba de un Príncipe que hubiese ganado el poder “conforme a los métodos recomendados por Machiavelli”, tenía más probabilidades de llegar a ser “el mismo corrompido antes de haber alcanzado la conclusión del proceso”. De esta forma, sostenía el vizconde de Bolingbroke, la salvación era “un asunto más difícil de lo que Machiavelli había imaginado”; por lo tanto, de ello dependerá que el Príncipe tenga “genuina virtud”, siendo un patriota “en más que el nombre”[19].

 

Ese búsqueda y cultivo de la virtud fue transmutada a la naciente Confederación norteamericana a finales del siglo XVIII, sumándose al crisol de influencias que fructificaron en la puritana cultura política que fraguaba entonces. Pero el monárquico Bolingbroke no pudo ser públicamente asumido como autor de referencia en aspectos cruciales del ideario ideológico. Situación distinta fue la de Sidney, pues reconocidos asertos de los Founding Fathers (el mismo Jefferson, entre otros) acerca de la procedibilidad y legitimidad de la rebelión contra un poder gobernante que hubiere incurrido en corrupción moral, fue una idea inspiradora que les cautivó de la prosa de Sidney. Éste elevó a categoría política activa lo que en Saavedra siempre se circunscribió a lección (y, por tanto, amonestación) moral a través de una sabia disposición histórica.

 

“En el ocio y en la prolijidad de los años o se cansa la fortuna o se entorpecen las virtudes y se pierde la fama adquirida; y así, en el sosiego de la paz se corrompieron sus virtudes; y como es más fácil vencer los enemigos que las pasiones y afectos propios, estos domésticos que a todas horas nos hacen la guerra, y aquellos a ciertos tiempos, se dejó rendir dellos y se entregó a las delicias y vicios, sin advertir que se mantienen las coronas con las mismas artes con que se adquirieron, y que caen luego si se pierde el respeto y la reputación que las sustentan. Pero es uno de los efectos de los vicios cegar los ojos de la razón y desestimar el honor y la fama, despreciada la cual, se desprecian las virtudes”[20].

 

Lo que Sidney admiraba de Saavedra era, además de su búsqueda del equilibrio, también su capacidad para llegar al otro, para interrelacionar ideas en apariencia contradictorias entre sí, desde una actitud abierta al intercambio y a la conciliación. Sin embargo, Saavedra rebasó en elasticidad empírica a Sidney, quien, aún siendo en puridad un pensador moderno, anhelaba cambiar prácticamente todo, mientras Saavedra se limitaba a proponer modificaciones acordadas en lo que fuera posible. El tacitismo, sin embargo, constituyó una fuente insoslayable para Sidney –también para Saavedra- donde la influencia de Francis Bacon se erigió en proveedor de racionalismo[21].

 

Aún desde un criterio marcadamente sincrético, Saavedra pretendía aunar la tradición de la Monarquía hispánica con los principios rectores de la emergente política continental[22]; a la suprema tarea se entregó, de manera señalada, en su carrera al servicio de la Corona, así como en sus principales obras de vocación práctica. El tratamiento que de la Historia hizo se inscribe, pues, en una intersección de frontera cultural, donde los argumentos antes consagrados como doctrinalmente imbatibles por los tradicionalistas imperiales, ahora deben contrastarse –y enfrentarse- con un racionalismo tamizadamente laico, ajeno a todo soporte moral, como son las doctrinas que emergen desde diferentes confesiones protestantes del Norte de Europa [23]. En este contexto, podremos apreciar el esfuerzo -verdaderamente titánico- que hace Saavedra para salvar a la Monarquía Hispánica de la tragedia que se cierne sobre ella.

 

            Se trata, pues, del choque frontal de dos racionalismos amfructuosos, con sus dogmatismos e irregularidades, que se enfrentan en el campo de batalla -militar e intelectual. De un lado, los principios rectores de la lógica del catolicismo romano, basados en las buenas obras o, en su defecto, el remordimiento; por otra parte, la amoralidad latente, amparada en el ansia de poder ejemplificada en Richelieu y tantos emuladores de la época, para los cuales el fin justifica los medios, o bien Machiavelli representante del icono de la razón de Estado por encima de cualquier miramiento humanista o consideración moral[24]. Del italiano, Saavedra Fajardo denostaba su inmoralidad materialista, aún cuando comprendiese cabalmente el aportación del empirismo maquiavélico. Justamente debido a su decantación ética, Saavedra superó a Machiavelli en la construcción filosófica de un espacio para el pueblo como protagonista de la Historia. “La sagacidad de un príncipe se demuestra en mantener a su favor la buena voluntad de la gente a costa de sacrificar al ejecutor de su política[25].

 

Los príncipes se derrumban consumidos por el vicio y la perdición, mas los pueblos son los que vivifican a las naciones gracias a la “fortaleza del ánimo” pues, como sostiene José Luis Villacañas, “el tiempo del poder obedece a la naturaleza de las cosas […]. El Estado y su razón, así como los seres humanos que lo sostienen, forman parte de ella y por eso siempre regresan una y otra vez al mismo caos” [26]. Para Saavedra, la teleología de los objetivos debía estar presidida también por la moral; a diferencia de Machiavelli, para quien la “concepción técnica” -espléndidamente definida por Schmitt- regía sobre los objetivos últimos en la sociedad: “de la tecnicidad absoluta se deriva la indiferencia frente al ulterior fin político” [27]. La saavedriana es una transcripción flexible de la moral cristiana que supera la dimensión ética, pues se arraiga en la trascendencia [28], aún con su componente utilitario: los Estados decaen y caen; todos sin excepción. El poder es un proceso de altibajos, donde la circulación de las ideas y de las elites marca a fuego las posibilidades efectivas de adaptación a la realidad. La decadencia de un Estado otrora poderoso no debiera ser aprovechado para destruirlo, pues la Historia demuestra casos de resurgimiento del poder entre quienes habían sido ya desahuciados. Ese pragmatismo saavedriano se basaba en el principio axiomático de que la realidad abarca tanto lo material como lo material: las realidades intangibles no lo son menos que la tangibilidad de hechos materiales definidos. Si los gobernantes no cumplen los mandatos de Dios, incurrirán en el ominoso pecado… lo cual repercutirá negativamente –antes que después- sobre los Estados y pueblos que rigen. Para Machiavelli, la “ética del Estado” se impone sobre la moral de cada persona [29]; desde ese encrucijada se rigen las decisiones del Príncipe, mas en Saavedra Fajardo la responsabilidad incurre sobre la persona: sus pecados, sus debilidades, sus ofensas a Dios, repercutirán directamente sobre el destino de la patria. Si para el florentino era lícito vulnerar los preceptos de la religión católica al objeto de lograr el sostenimiento del poder, Saavedra siempre se abstuvo de dar ese paso. “Quien deja a un lado lo que se hace por lo que se debería hacer aprende antes su ruina que su preservación” [30]. Este aserto de Machiavelli resultaba inasumible para Saavedra; no en vano, Butterfield definió la “doctrina del “vive como el mundo vive” –sustentada por Machiavelli, sobre todo en el capítulo XV de El Príncipe-, como la “habitual doctrina vulgar de que la moral no importa”[31]; sin embargo, el mismo Butterfield reconoció que el propósito último –“the very intention”- de Machiavelli fue crear un nuevo molde de estadista[32].

 

El sentido de Estado también era inherente a Saavedra, pero con una perspectiva incluyente de la moral (también política). Los acuerdos requieren de credibilidad para ser contraídos entre partes incluso antagonistas. Se impone, por propio interés, el valor de lo práctico incluso para aquellas naciones en situación de preeminencia. Todo sube y todo baja; los Estados, también. La Historia, develada como misterio y castigada en cuanto verdad. El fin de un arcano santificado; y el comienzo del poder en la Tierra. En semejante coyuntura, Saavedra aparecía como el interpretador que, desde el recogimiento intelectual, era responsable de trascribir el mensaje último. Ya Díez del Corral ponderó la “excepcional” claridad intelectual de Saavedra Fajardo, por “su actitud, su inteligencia, su libertad de espíritu y su visión de futuro”. El diplomático transcendió el “ideario de una Monarquía universal y de la unidad espiritual de Europa, y reconoce el neto pluralismo político y religioso madurado a lo largo del siglo XVII” [33]. Y aquí, sostiene Díez del Corral, Saavedra superó incluso a Campanella en cuanto a mentalidad avanzada.

 

3. UN RACIONALISMO TRANSVERSAL

            Respecto al maquiavelismo de Saavedra[34], conviene tener en cuenta que su obra recoge una percepción empírica de la política, un análisis conscientemente pragmático del poder, donde –por ello mismo- las prioridades morales le eran claras[35]. Entre otros efectos, aparece lo que Azorín denominó “situaciones equívocas”: la ciencia y el libre albedrío; este último, “no está enteramente claro”, y “parece que Saavedra llega a la conclusión, ortodoxa, de Maquiavelo en su “Príncipe” [36]. Saavedra Fajardo participaba de una difusa pero firme idea sobre el bien común, de la cual fue abanderado confeso. Lejos quedaba del Maquiavelo atado a las a las servidumbres con visos prebendetarios, aún cuando ambos pensadores compartiesen una percepción del poder como materia fungible –tan pacatamente material y terrenal-. Cuando un líder guerrero ataca un territorio (en su ejemplo, un capitán que asalta una plaza costera), “con toda diligencia” debe conseguir elevarse como defensor de todos en esa coyuntura: “prometiendo perdón si temen el castigo, y si tuviesen miedo de la libertad, demostrar de no ir contra el bien común, sino en contra de los pocos ambiciosos de la ciudad”[37].

 

            La idea de que el tacitismo era una mera estratagema para disfrazar un arraigado y disimulado maquiavelismo puede contener una parte de la verdad, mas parcamente insuficiente para explicar la profunda realidad intelectual que en Saavedra Fajardo tenía la enseñanza, y el ejemplo, de Tácito. Éste era un autor verdaderamente importante en la obra saavedriana, no una simple herramienta para diseminar maquiavelismo inducido. El tacitismo se reivindica en la utilidad material y se afirma en la diligencia factual. Saavedra parte de la ejemplaridad moral, pero sin el rigorismo de otros coetáneos: lo correcto, lo que debe ser y lo que puede hacerse en cada momento histórico; sin menoscabo de los ideales, en tanto no se renuncia a su pleno cumplimiento, pero atendiendo a un procedimiento gradualista en su consecución, que facilite avanzar posiciones conforme lo permitan las circunstancias. Paso a paso. Esta progresión manifestaba para Saavedra un principio constructivo que identificaba –y distinguía- a la Historia como fuente de aprendizaje, al tiempo que confería al sentido moral de la vida un valor realmente trascendental. Ir más allá; el sentimiento de universalidad está inherente en el pensamiento de Saavedra como necesidad humana; acercarse al otro: comprensión y entendimiento, base del acuerdo. En este contexto, la Retórica quedaba conferida de una relevancia notabilísima, en tanto las palabras constituían para Tácito, luego para Saavedra, la materia sobre la que levantar su arquitectura analítica. De hecho, las técnicas descritas por Pierre Wuilleumier sobre los Anales de Tácito reverberan como eco sondable en Saavedra Fajardo[38].

 

            Sin embargo, el realismo saavedriano trasciende la pura trasposición del pensamiento tacitista[39]. El sesgo material e incluso amoral que, en ocasiones, el mismo Tácito adoptó, resulta inaplicable en Saavedra, cuya circunspección católica le marcaba unos límites que nunca franqueó. Donde Saavedra contempla el castigo divino, Tácito mantiene el propio interés (cuando no el egoísmo incluso descarnado) como verdadero motor del humano devenir; su cálculo de los beneficios a obtener por terceros ante un acto desdichado de un individuo resultaba inasumible para Saavedra Fajardo.

 

            “Por su parte, Vitelio se resistió a la presión popular para que se ajusticiase al cónsul. Se sentía aliviado y en cierto modo le devolvía el favor, después de que Ático se hubiera declarado culpable ante quienes investigaban el incendio del Capitolio: con su confesión, aunque fuera un embuste oportuno, parecía haber cargado con la antipatía por el crimen y diluido la responsabilidad de los partidarios de Vitelio”[40].

 

            Con todo, de Tácito, Saavedra asimiló lo que Giuseppe Biasuz denominaba “profonda sagacità” del romano: “aquel observar suyo siempre hacia el fondo de los hechos y de los hombres” para desentrañar las “íntimas razones”, a la vez que proveer de “luz de instrucción y de consejo” [41]. Saavedra Fajardo nunca fue un pensador nominalmente tacitista; no al menos en la acepción dispuesta por José María Maravall, o descrita por José Luis Bermejo como “pragmatismo, relativismo, consideración de la realidad histórica tal como se presenta ante los ojos del observador, o lo que es lo mismo, búsqueda de un tipo de análisis de la realidad política autónomo y de carácter “científico” [42]. Precisamente, la formulación que del tacitismo realizó Juan Alfonso de Lancina demostró una evolución de las ideas políticas en la segunda mitad del siglo XVII que, difícilmente, hubiese podido convalidar Saavedra Fajardo. La arquitectura ético-política de Saavedra colisionaba frontalmente frente a asertos de Lancina con el siguiente tenor:

 

            “También sucede que no se puede practicar en algunas ocasiones como se desea, la justicia. Tal vez es necesario disimular y premiar a quien delinque, y por tenues excesos ejecutar graves penas. En los Estados donde se halla inveterada la obediencia se puede extender con seguridad el brazo, pero hasta afirmar el imperio conviene destrear en los nuevos dominios. Para asentar la justicia no basta castigar los delitos sucedidos, mas pensar a evitar que sucedan nuevos daños”[43].

 

            Esa naturaleza amfructuosamente híbrida de su obra, hace aparecer a Saavedra como un pensador extremadamente sui generis, más allá de las convenciones al uso y los fundamentos compartidos. Saavedra intentó realizar una tarea suprema de conciliación de diversos idearios; todo ello reunido bajo la egida de un cristianismo sincero y abierto. De ahí la división entre los expertos respecto a su efectiva adscripción respecto del maquiavelismo, por ejemplo. Su aparente maquiavelismo en realidad era una adaptación realista y cristianizada de preceptos del florentino, tentando un encuentro entre lo posible y lo deseable. La religión en Saavedra no fue revestimiento artificioso, sino auténtico eje vertebrador de un pensamiento político ejercido como creencia trascendente; el servicio al Rey también lo es a Dios. La correspondencia entre ambas misiones (dado que Saavedra interpreta y aplica un carácter misional a su tarea), le impulsó a buscar en el Cristianismo el tabernáculo superador de animosidades y conciliador de criterios. El mismo Saavedra definió la prudencia en un príncipe como “hacerse amar con la misericordia y temer con el castigo”[44]. Saavedra no fue maquiávelico en la acepción pura del término, pues siempre quiso atemperar ese pensamiento con los límites morales del cristianismo y la legitimidad que otorga la fe en Dios. Las medidas coactivas sólo procedían frente a los elementos abiertamente tóxicos de una sociedad o a los enemigos externos de la misma. La comprensión, el respeto, el Buen Gobierno en definitiva, eran los atributos –de clara inspiración cristiana- que un Príncipe debía ejercer ante la mayoría social.

 

            En su estudio sobre el antimaquiavelismo católico, Robert Bireley establece la una tasada influencia maquiavélica -no reconocida- sobre escritores católicos de la Contrarreforma, refiriéndose expresamente, entre otros, a Saavedra Fajardo. El carácter selectivo de su gestión sobre las ideas maquiavélicas quedó plasmada en la relevancia atribuida a la reputación, así como el principio de necesidad (para simular, para engañar incluso), pero deliberadamente nunca dieron el paso de vincularse estrechamente a la obra maquiavélica[45]. En el caso de Saavedra, el realismo nunca llegó a trocarse en materialismo; el interés por la fortuna propia se compensaba, en Saavedra, como imperativo para mejorar las técnicas y las habilidades para el mando. El buen Gobierno como paráfrasis de la humana existencia.

           

La prevalencia de Tácito (junto a otros autores, como Aristóteles, Platón y Jenofonte) se arraiga en la idea de analizar la realidad del Estado, de la política, pero manteniendo el principio rector de que la razón es obra de Dios. Un sentido jerárquico que nunca abandonaría la obra de Saavedra Fajardo. De ahí que un historiador de la singularidad que Tácito representaba

 

“sencillamente, la razón natural, inquiriendo con aguda inteligencia en la realidad política. No está en él la revelación, pero sí la razón con tal precisión en sí, que puede recogerse de él, como Santo Tomás la recogió de Aristóteles, para ser anudada con la fe[46].

 

            La Historia sirve para aleccionar y enseñar al príncipe que debe ser formado según las normas del Cristianismo. Eludir las tentaciones personales, identificar las enfermedades morales, gobernar, en definitiva, al servicio del bien común[47]. Saavedra practica lo que, en preclara definición de Maravall, era el “valor ejemplar de los casos concretos[48]. Primariamente, para Saavedra, el bien común era bondad, cualidad moral innata a todo ser humano. El realismo saavedriano nunca debe confundirse ni homologarse a pesimismo antropológico; el autor español cree en la persona, al tiempo que es consciente de nuestra debilidad moral. La Historia, por tanto, desempeña una función vertebradora de la enseñanza escolástica y ética; un recorrido que, en realidad, se erige en trasunto de vida, experiencia y ejemplaridad. El estudio del pasado como fuente manadora de conocimiento útil para el presente. Semejante valoración práctica de la Historia, así como la utilidad socializadora de la misma, constituyó una diferencia cualitativa respecto del pensamiento maquiavélico. Como expresara magistralmente Prezzolini, “naturalmente, el historicismo se mantuvo como una filosofía para unos pocos, y no como una convicción para la mayoría”[49].

 

 El Cristianismo despierta en la persona –activándolos permanentemente- los sentimientos positivos que anidan en nuestro interior. El bien común no es una transacción, sino una suma sincrética de lo mejor que puede aportar cada persona, cada idea, cada sentimiento[50]. De nuevo, la recurrente presencia aristotélica; partes de un todo, en un mundo amfructuoso que busca no tanto la armonía como el sentido último que aporte orden sobre el caos, y fe ante la inmoralidad. No obstante, Saavedra va más allá de un simple maniqueísmo; el eticismo fue una página densa pero no único del libro que fue su vida. Su pretensión finalista consistió en arbitrar una fórmula de convivencia entre Estados y personas que permitiese en base a la transacción y al diálogo. El racionalismo se erigía en herramienta indispensable para ese camino; la teoría del término medio: cuando dos o más partes se hallan en disputa, el ámbito de intersección podrá hallarse de aplicarse un planteamiento racional por todas las partes concernidas. Un racionalismo –el realismo saavedriano- que, obviamente, no renunciaba formalmente a los dogmas de la fe católica, pero que estaba dispuesto a negociar en materia política la coexistencia entre poderes terrenales.

 

En el contexto de la polémica reavivada por Croce y Toffanin respecto a que el tacitismo fue, de hecho, un recurso indirecto para disfrazar –y proteger- las tendencias maquiavélicas en la Europa católica de la Contrarreforma, Toffanin incluso sostuvo desde un recio argumentario que el tacitismo fue más que una simple adaptación del maquiavelismo. A mayor abundamiento, la sutilidad intelectual de Toffanin le hizo diseccionar la generación de una “letteratura machiavellica antimachiavellista” (corriente a la que adscribe, entre otros, al jesuita Ribadeneyra) que, a su entender, constituyó un impulso decisivo en la diseminación del maquiavelismo[51]. De hecho, Maquiavelo estuvo poderosamente influido por la obra de Tácito, entre otros autores antiguos. Desde esa perspectiva se produce la incardinación asertiva de la Historia a la que Toffanin confiere una función vertebradora. “El historiador que realmente sea tal, agota en su obra también el pensamiento del filósofo”[52]. Por su parte, Maravall dio cumplida prueba -ratificada a posteriori por Murillo-, negando que los autores influidos de tacitismo fueran inevitablemente maquiavélicos enmascarados, al menos para la realidad española del momento [53]. De acuerdo a Dowling, he aquí el caso de Saavedra Fajardo[54], en cuanto que su obra recoge cierta influencia tacitista[55]. Conviene recordar que, al formular su famosa teoría, Croce estudió exclusivamente una porción de la tradición política italiana[56]. No obstante lo anterior, y sin sucesión de continuidad, cabe indicar que Saavedra tampoco fue un tacitista convencional. Aun reconociendo cierta influencia, también se manifiesta crítico hacia el historiador romano, y ello a causa de su parcialidad [57].

 

4. EL AVE FENIX

            Idea latente en el pensamiento saavedriano fue la consideración del hombre como ángel caído en las tinieblas –cuando no en la oscuridad- que esparce el Mal sobre los hijos de la tentación no resistida por Adán y Eva; el pecado, en definitiva, es también una categoría aplicable al ejercicio del poder. Y Saavedra era sañudamente preciso en su descripción de las flaquezas humanas que tan irreparable daño nos causan: la envidia, el odio, la avidez, el orgullo, la adulación, entre otras. La Historia no es otra cosa que la reiteración cansina de equivocaciones (lo más), y algunos aciertos (lo menos). Un cúmulo de despropósitos del cual el hombre nunca aprende adecuadamente. ¿Qué nos hace incurrir en fallas morales? Primeramente, nuestra persistencia en vivir de espaldas a nosotros mismos, renunciando a lo que nos es básico como el aire: la propia dignidad. La falta de autenticidad en nuestra existencia nos conduce, irremisiblemente, hacia la mentira bufonesca que son vidas hueras; personas, sí, pero también los Estados pueden incurrir en semejante desafuero[58].

 

            El discurso moral de Saavedra reivindica la ética como atributo religioso; de hecho, su insistencia en la justicia pretendía apuntalar un aspecto clave del desarrollo de toda persona: sin Dios, el progreso material puede ser posible, pero nunca feliz. Al renunciar a esa dimensión tan íntima, estamos matando la plenitud vital –y espiritual- que, como personas, nos pertenece por derecho natural[59]. Lo que subyace a la proposición saavedriana es la gradual toma de conciencia sobre la naturaleza inasible de una moral eficiente que, al mismo tiempo, se permita prescindir de Dios como Sumo Hacedor. El pensador español afirmaba que el orden político, es decir, la paz y la prosperidad de los pueblos, se deriva de la aceptación de unas normas morales comunes a todos; y esto último sólo puede ser proveído desde una ética elevada a categoría teológica. La política francesa basada en la “raison d’état” era para Saavedra una insoslayable fuente de maldades. El primer paso hacia un mundo deshumanizado donde, de manera ya irreversible, los resultados importarían más que los medios [60]. El autor español se percataba de las nuevas armas que sus antagonistas ya empleaban en la Europa de las guerras de religión. Y de las dificultades crecientes que debería arrostrar España, y sus aliados, para enfrentarse a la nueva amenaza, desguarnecida ya de cualquier artificio diplomático.

 

El magisterio ejercido por el Padre Mariana también resultaba detectable en Saavedra Fajardo, aun cuando éste procure dotar de mayor racionalidad a sus argumentos, frente al providencialismo –a veces un tanto seco- de la Historia de España [61]. Saavedra evitó las recreaciones pseudo-históricas del erudito jesuita quien, en aras a su finalidad demostrativa y dogmática de la Historia, inventaba diálogos sobre lo expresado por los protagonistas de acontecimientos señalados. Saavedra Fajardo procuró ajustarse a los hechos conocidos, orillando conscientemente lo verazmente improbable. Sin embargo, aquí sí, el poder fue diseccionado con pulso de cirujano. Luchas, conflictos, ambición o traición, y la irremisible caída de valores morales. Perdido el temor de Dios, Saavedra exponía los casos históricos de reyes y dignatarios que, en su codicia por el poder, cometieron las mayores tropelías en nombre del mismo ideal cristiano que les debiera impedir actuar contra el prójimo. Y, siempre, indefectiblemente, el castigo; una pena que repercute directamente sobre los infractores de la moral –siendo ésta parte de Dios mismo-, y una sanción que, de trocarse en condena, irá más allá del simple dolor físico. Una eternidad de expiación y sufrimiento, salvo para quienes obtuvieran el perdón como gracia divina en reconocimiento de la contrición sincera del pecador. El prólogo inevitable en el descenso hacia los infiernos para los contumaces transgresores de la ley de Dios, consistía en el advenimiento –aparentemente casual y todavía en vida terrenal- de una sucesión de correctivos ejemplarizantes, bajo el asumible tacto de la tragedia sobrevenida, del dolor inesperado. Dios castiga, y no con palos. La incomprensión hacia los mensajes que la Providencia nos destina, constituía para Saavedra un mal crecientemente endémico en un mundo cada vez más ufano de su poder material, y correspondientemente más huérfano de sí mismo, de su espiritualidad cristiana.

 

“Compungido el Rey, volvió á la iglesia, y postrado delante del altar, regó con lágrimas su peana, procurando aplacar á Dios con sus oraciones, como sucedió […]. Frecuentes demostraciones de las iras de Dios dejamos escritas contra los desacatos á los templos, y aunque son mucho mayores los deste tiempo, apenas las vemos: señal evidente de que, ó no espera la enmienda, ó que no le merecemos el castigo temporal. En aquel quiso mostrar la divina Providencia á aquel rey la reverencia que debian tener los príncipes á las iglesias y á las cosas consagradas á Dios”[62].

 

5. CONCLUSION: LA HISTORIA, MADRE DE SABIDURÍA Y PRUDENCIA

            La naturaleza temeraria, a fuer de timorata, que anida en lo recóndito de la psicología humana –tan frágil, tan maleable-, nos arroja a la mazmorra de nuestros pensamientos más impuros y tortuosos. Sólo la ayuda al prójimo nos puede librar de nuestra propia maldad. Hacer el bien es el único remedio a esa afección moral llamada egoísmo. De ahí la permanente reclamación de prudencia formulada por Saavedra. Ponderación, comedimiento y madurez que también se plasman como realidad jurídica en salvaguarda de la convivencia. “Advirtiendo, como prudente, que fon aun mas neceffarias las Leyes para confervar la Paz entre los Ciudadanos, que los Muros para defender las Ciudades de los Enemigos” [63]. Una sensatez que resulta obligada para impedir la deriva suicida que impulsa la Humanidad, presa del trastorno del poder, hasta el punto de que, convenientemente manipulada, tenga a la notoriedad como uno de sus efectos más frívolos y dramáticos. He aquí cómo la Historia, desposeída de todo criterio moral, pueda emerger nuevamente como enemiga natural de la verdad. El resultado no lo justifica todo; más, si cabe, cuando la consecución de un fin comporta el sacrificio de personas y esperanzas. Para Saavedra la inmoralidad intrínseca que anida en el maquiavelismo lo hace inviable como pensamiento político: su desarrollo comportaría más desconfianza, más conflicto, menos respeto a los acuerdos, a los Estados y a las personas [64]. La expansión del maquiavelismo era un escenario inasumible para el sentido del compromiso -arraigado en la rectitud moral- de Saavedra Fajardo.

 

“No es menos dañosa a la República la historia, porque como los hombres apetecen la inmortalidad y ésta se alcanza con la fama, o sea buena o mala, y una y otra se conserva y vive en la Historia, de aquí nace que siendo más fácil a la naturaleza humana el ejercicio del vicio que de la virtud, hay muchos que, como Eróstrato, emprenden alguna insigne maldad, porque dellos hagan memoria los historiadores, y también como en los anales hallamos escritos los vicios de reyes y potentados, aunque también se escribían sus virtudes, más cierto es que tomemos sus vicios para escusa de los nuestros, que sus virtudes para imitarlos[65].

 

            La Historia, advierte Saavedra, puede ser una construcción artificial como pocas, volcada al aplauso laudatorio del ganador de cada lance histórico, rindiéndole tributo por el mero hecho de un triunfo temporal y, por tanto, reversible, a veces incluso prescindible. Los oropeles dedicados al guerrero victorioso, o al príncipe taimado, son inmerecidos cuando se logran a costa del sufrimiento humano. Saavedra fue incluso puntilloso a este respecto. Las equivocaciones, las confusiones, son parcialmente excusables en cuanto resultado de acciones impremeditadas, pero los planes deliberados –y las estrategias diseñadas al efecto- prueban la responsabilidad de quienes antepusieron codicia frente a bien común; los que primaron su interés personal en detrimento de nuestros semejantes.

 

            “La Historia es una representación de las edades del mundo. Por ella la memoria vive los días de los pasados. Los errores de los que ya fueron advierten a los que son. Por lo cual, es menester que busque el príncipe amigos fieles y verdaderos que le digan la verdad en lo pasado y en lo presente”[66].

 

            El pensamiento político de Saavedra era profunda y sinceramente cristiano. La moral es una exigencia en política. Lo que se dirime es más de lo que podemos siquiera imaginar. Nuestra Salvación, en primer lugar. ¿Qué otro sentido tiene la vida? Dios, en su infinita sabiduría, nos concede el don de la libertad para actuar. De nuestros actos responsables se podrá colegir quienes se salven y quienes se condenen. Saavedra advierte, con mano firme, contra los insensatos que arriesgan lo más importante… y todo, absolutamente todo, para conseguir lo más ínfimo [67]. El poder político es únicamente una manifestación de la Gloria de Dios en la Tierra; y es al Todopoderoso a quien servimos en última instancia. Los Estados, los gobernantes, los reyes y los emperadores, todos caen en decadencia por comportamientos moralmente erráticos, que ofenden a Dios y a la inteligencia humana. En la medida que se logre una justa correspondencia entre ambas esferas, disfrutaremos de un sistema de gobierno que, por méritos intrínsecos, merezca el título de humano. La misión salvífica que Saavedra emprendió buscaba el cumplimiento del ideal de lo material; la progresión hacia la astucia, sin menoscabo de la prudencia. La habilitación de un camino intermedio, transaccional de lo efímero pero conciliador en los fundamentos, desde un discurso incluyente, no excluyente. La convergencia de la razón de Estado como manifestación cristiana de la vida; la política de la monarquía no como verdad última, sino reflejo de la misma: la armonía de Dios. La idea de paz, más allá de la pacificación. El sentido transcendente de la política entre Estados y pueblos de Europa, hermanados en una misma Cristiandad, al objeto de superar las disensiones internas. Partes de un todo; Saavedra propaló el valor de la pertenencia de unos a otros. España como baluarte protector de la frontera sur europea. La creencia saavedriana que la evolución haría más que las guerras aniquiladoras de su tiempo. El realismo político de Saavedra mostró la existencia de tareas que excedían las posibilidades de una generación. El tacitismo fue más que un subterfugio disimulador de maquiavelismo, en tanto éste último nunca fue plenamente asumido ni compartido por Saavedra. Dios castiga, y no con palos.     

 

“Quienes verdaderamente saben lo que hacen son los que dan a la luz obras ajenas como propias y copiando hacen suya la gloria ganada por los demás con gran trabajo. Aunque saben que se les acusará de plagio algún día, mientras no llega se aprovechan. Vale ver los aires que se dan cuando se sienten ensalzados por el vulgo[68].

 

 

            6. BIBLIOGRAFIA

 

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[1] SIDNEY (1996): 509.

[2] De indispensable lectura POCOCK (1994): 915–935; también, SCOTT (2002).

[3] JEFFERSON (1984): 479. “La presencia de Algernon Sidney y John Locke, junto a Aristóteles y Cicerón, era un recordatorio del hecho de que lo que hizo verdaderamente revolucionario la Revolución Americana fue el compromiso de los estadounidenses para la comprensión inalienable del hombre”; lo cual les distinguía tanto del esclavista, de los constructores de imperios, sino que también marcaba su “oposición” al “antiguo ejemplo”, RAHE (2011): 257.

[4] El famoso Cato era, probablemente, el antifederalista George Clinton, más tarde Vicepresidente con los Presidentes Jefferson y Madison.

[5] CATO (1993): 399.

[6] SIDNEY (1996): 422.

[7] SIDNEY (1996): 115.

[8] AZORIN (1993): 153.

[9] AZORIN (1993): 97.

[10] AZORÍN (2007): 229.

[11] AZORÍN (2007): 230.

[12] En un sermón predicado en 1780 ante el Gobernador John Hancock y otras autoridades de Massachusetts, Samuel Cooper hizo referencia explícita a ideas de Algernon Sidney para definirlo como un autor que “escribió de manera concluyente, luchó valientemente y murió gloriosamente por la causa de la libertad”, COOPER (1998): 636.

[13] LEPORI DE PITHOD (1985).

[14] La trasposición de ideas maquiavelianas en la obra de Saavedra, correctamente expuesta por BOADAS CABARROCAS (2012), debe matizarse en el sentido de que conceptos tales como la del dinamismo histórico de Machiavelli tuvieron en Saavedra una amfructuosa repercusión, adaptándola siempre a sus criterios morales y limitándola en su ámbito de acción. De entrada, Saavedra es flexibiliza las nociones rígidas de origen pergeñadas por Machiavelli. De hecho, Saavedra no “maquiaveliza” al Cristianismo, sino que intenta cristianizar al maquiavelismo. De ahí el expurgo de lo moralmente inasumible, y la destilación de lo que considera restaurable como técnicas o argumentarios del maquiavelismo, pero sometido –todo ello- a una sólida dirección casi eticista.

[15] DE SAAVEDRA FAJARDO, Diego (2008): 467.

[16] Incluso en una obra como A Dissertation upon Parties, Bolingbroke citó palabras de Algernon Sidney sin mencionar su nombre; se refiere a Sidney como víctima de las intrigas, al tiempo que le califica como “some of the worthiest and warmest men”, BOLINGBROKE (1997): 46.

[17] La influencia de Sidney sobre Bolingbroke ha sido reconocida, entre otros, por Rex A. Barrell. Así, por ejemplo, la diseminación de las ideas morales de ambos autores británicos en Francia se basó en el presupuesto de que la libertad podía conseguirse, únicamente, “regresando a los primeros principios”, que deben ser “virtuosos, honorables, vigorosos y eficientes”, BARRELL (1988): 77.

[18] SIDNEY (2014).

[19] BUTTERFIELD (1988): 235.

[20] DE SAAVEDRA FAJARDO (2008): 405. En pleno debate sobre la Constitución de Estados Unidos, John Stevens, Jr., aún firmando como “Americanus”, publicó el 2 de noviembre de 1787 en el Daily Advertiser de Nueva York un artículo donde, entre otros extremos, reivindicaba la osamenta republicana que Montesquieu proyectó en su obra, al tiempo que definía su concepto de virtud. “Por virtud, aquí, no debe entenderse moralidad, sino un impulso entusiasta al sistema político del país en el que vivimos”. STEVENS (1993): 228. La conformación de una incipiente religión política en Estados Unidos ya fue un hecho troncal a su arquitectura pre-constitucional; algo que marcó los límites de la influencia de Diego de Saavedra Fajardo y Algernon Sidney, cuya filosofía política dudosamente podía servir de plataforma a una religión política. El realismo de Saavedra a través del racionalismo de Sidney influyeron mediante la inserción de valores nuevos. 

[21] Veáse la precisa comparativa entre Saavedra y Bacon realizada por NEUMEISTER (1996). Saavedra Fajardo abandonó “con gran éxito el mundo inmóvil de la observación emblemática por analogías. Reemplaza el comentario por la manipulación, el arte natural por la experiencia de los casos, sean históricos o científicos”, NEUMEISTER (1996): 219; todo ello, además, al objeto manifiesto de preservar a la monarquía habsbúrgica. Saavedra modernizó la emblemática, como bien dice Neumeister, para lograr un objetivo clásico. Bacon, por su parte, usó el “viejo género alegórico de las parábolas para presentar contenidos del todo revolucionarios”, NEUMEISTER (1996): 218.

[22] La Historia como fuente de conocimiento, además de advertencia para el presente y ejemplo del futuro. En palabras de José María González, Saavedra recuperó “la antigua idea de la historia como maestra de la vida y recomienda al príncipe su estudio, pues la experiencia del pasado ha de servir para dirigir el presente. Es necesario volver los ojos al pasado y aprender de los libros de historia que son una representación de las edades del mundo y una manera de revivir los días nuestros antepasados, aprendiendo de sus errores”,  GONZALEZ GARCIA (2008): 29.

[23] Desde la posición saavedriana, el sentido de lo moral trascendía a lo puramente ético, ya que éste afectaba al ámbito de la filosofía política; sin embargo, la Moral, además de abarcar en su seno a la Ética, también aportaba un compromiso sincero a favor de la bondad como actuación civilizada.

[24] PEREZ GUILHOU (1962): 51-64. “El gran Leviatán que ha terminado, al fin, por constituirse sobre la base de una enorme racionalización de la vida, resulta que tiene muy endeble cabeza. Su motor y su guía es un corazón cruel. Apenas si obedece a razones, aunque éste hecho de carne racional. Los latidos de la pasión le llevan. Y la va dejando tras sí. Pasión impulsiva y pasión de sufrimiento. El remate de tanta envanecida razón, como ya anticipara Saavedra, aquel gran europeo, cuando fracasara la misión de su patria, está siendo “la locura de Europa”, DIEZ DEL CORRAL (1998b): 1165.

[25] JANNI (1967): 241.

[26] VILLACAÑAS (2008): 23.

[27] SCHMITT (1985): 39.

[28] “La ética, de ser algo, es sobrenatural y nuestras palabras sólo expresan hechos”, WITTGENSTEIN (2009): 518.

[29] He aquí una diferencia esencial entre el pensamiento maquiavélico y el saavedriano, cuyo humanismo colisionó poderosamente con las corrientes materialistas. Ese sentido moralizador que la política debía atender –y cumplir-, fue en Saavedra un atributo de obligado cumplimiento para quienes liderasen la empresa del Buen Gobierno. Tanto Algernon Sidney como Henry Saint John, vizconde de Bolingbroke, entre otros, asumieron ese precepto de autenticidad, perseverando –cada cual desde su distinta tradición ideológica- en conferir plenitud operativa a la virtud en política. No desear ni hacer a otro lo que no se desee ni haga para uno mismo; la política como diálogo y acuerdo, en tanto prosecución constante de compromisos en un mundo complejo e inestable.

[30] MAQUIAVELO (2009): 115.

[31] BUTTERFIELD (1967): 85.

[32] BUTTERFIELD (1967): 85.

[33] DIEZ DEL CORRAL (1998c): 2332-2333.

[34] VILLANUEVA LOPEZ (1998): 169-196.

[35] HERMOSA ANDUJAR (2008): 201-208.

[36] AZORÍN (1949): 3. El circunstancialismo era, para Azorín, la doctrina que compartían Montaigne y, luego, Saavedra. Las “premisas de incertidumbre” abonadas por Saavedra tienen su origen en los Ensayos de Montaigne. Éste lo expresó con sañuda locuacidad, entre otros lugares, en el capítulo XXIII, cuando dispone al respecto: “mas como las medidas que pueden adoptarse están llenas de inquietud o incertidumbre, mejor es prepararse con sereno continente a cuanto pueda sobrevenir, y guardar algún consuelo, considerando que está en lo posible que la desdicha no sobrevenga”, MONTAIGNE (1912): p. 93. Como ha estudiado Antonio Rodríguez Jaramillo, la “imposibilidad de las representaciones para configurar la imagen coherente de un hombre brota de la inconstancia y la irresolución, cualidades predominantes y rectoras, que subyacen en cada individuo”, RODRÍGUEZ JARAMILLO (2010): p. 93. A resultas de lo cual, “en medio de la incertidumbre y perplejidad que nos acarrea la impotencia de ver y elegir lo que nos es más ventajoso, a causa de las dificultades de los diversos accidentes y circunstancias que acompañan a cada causa que nos solicita, aun cuando otras razones no nos invitaran a ello, es a mi ver encaminarse a la solución que presuponga mayor justicia y honradez”, MONTAIGNE (1912): p. 89.

[37] MACHIAVELLI (2006): 1041-1042.

[38] Esa evolución, sostuvo Wuilleumier, ha motivado en Tácito “des jugements moraux, empreints de pessimisme et d’ironie, des professions de foi passionnées sur la liberté de penser et d’écrire, des ataques virulentes contre les délateurs, des analyses psychologiques et sociales, des progressions dramatiques, des notices et des formules frappées au coin de la rethorique, des hardiesses de langue et des trouvailles de style”, WUILLEUMIER (1975): IX. La mescolanza de estilos y tradiciones fue desigualmente aplicada por Saavedra o Tácito, para quienes primaba la finalidad teleológica de sus escritos. Sin embargo, ambos mantuvieron una firme convicción respecto a la calidad expresiva y la belleza de las formas; la prosa como medio de atracción hacia sus ideales. “Los géneros se yuxtaponen; y los críticos han visto un panegírico, una biografía, una monografía, un panfleto, o todo ello a la vez. Esos elementos diversos se fundamentan gracias a un equilibrio armónico del estilo, majestuosamente oratorio y musculado con fórmulas vibrantes”, SAINT-DENIS (1972): XXII.

[39] El propio traductor de la primera edición inglesa de las Empresas ponderó la originalidad de Saavedra, incluso superando las ideas políticas de Tácito, ASTRY (1700).

[40] TÁCITO (2006): 223.

[41] BIASUZ (1989): 13.

[42] BERMEJO CABRERO (2004): LXII.

[43] DE LANCINA (2004): 105.

[44] DE SAAVEDRA FAJARDO (2008): 487.

[45] BIRELEY (1990). Veáse también SULLIVAN (2004).

[46] MARAVALL (1997): 380-381.

[47] “El bien común en sentido político es defectuoso, no solamente porque es inferior, qua bien común, al bien común en su forma más simple, que es la verdad. Las buenas cosas de que consta el bien común político, o que éste protege o procura, son incompatibles con otras buenas cosas que son menos comunes que el bien común político, pero que dan satisfacciones no menos gratas, brillantes e intensas, y al mismo tiempo más al alcance de algunos hombres que la gloria”, STRAUSS (1964): 345.

[48] “Estos hechos históricos concretos que se toman como ejemplos vienen a ser como una representación con figuras reales, de la que se desprende una sentencia o máxima moral o política”, MARAVALL (1997): 58.

[49] PREZZOLINI (1967): 272. En esta obra señera, el mismo Prezzolini adscribió a Saavedra Fajardo al campo del “antimaquiavelismo positivo”, que intentó formular –en el marco de monarquía hispánica, donde se generó una oposición al maquiavelismo de cualificada solvencia intelectual- una razón de Estado atenta a los preceptos de la religión. Como matizó Prezzolini, el “weakest point” de la obra maquiavélica era la religión y la moralidad. PREZZOLINI (1967): 243. Sin embargo, la consideración por parte de Prezzolini acerca de que la “doctrina de la soberanía católica” equivalía a la “supremacía de la religión” sobre el poder regio, requiere de una matización para el caso de Saavedra Fajardo. Éste profesó siempre como sincero católico, reconociendo la contribución espiritual y benéfica de la religión para el conjunto de la sociedad, además de sedimentar una política regida por principios morales y ejercitada desde la caballerosidad. La moral de un rey, o de sus ministros, consejeros o plenipotenciarios, estará más reciamente asentada mediante la sujeción a la religión. El camino de la autenticidad como redención salvífica.

[50] Al mismo tiempo, conviene subrayar el carácter cerrado del planteamiento expuesto por Saavedra, pues éste no consideraba como iguales a los no cristianos. Un mar de creyentes en la verdad y la justicia, produce, como el sermón de John Donne, islas de convivencia y tolerancia, donde todos perecen mas nadie sucumbe. Se trata de su concepto de “fe moral e histórica”, pero únicamente Dios puede infundir la “verdadera fe”; la razón sería instrumento depositario de la voluntad divina para operar mediante “facultades” morales y naturales, DONNE (1619). El sentido de trascendencia que Saavedra imprimió a su prosa, y a su pensamiento, también amparó intelectualmente a Donne, para quien el individualismo cerril planteaba una dificultad a la hora del necesario despliegue de humanidad e inteligencia que, a partes variables según las circunstancias, alivian nuestra soledad y egoísmo, verificando transitable el camino hacia la vida compartida. “Ningún hombre es una isla en sí mismo; cada hombre es un pedazo del continente”; la idea de pertenencia a la comunidad y a la humanidad: “a part of the main”, DONNE (1997): 75. El precepto saavedriano de ser partes de un todo está insuflado de revoques aristotélicos, en tanto, una vez más, la prudencia –esa “virtud por excelencia” de Aristóteles- está presente como sombra galvanizadora. Como Saavedra después, la racionalidad era para Aristóteles la fuente prístina de la que brota la prudencia: “la virtud no sólo es un modo de ser de acuerdo con la recta razón, sino que también va acompañada de la recta razón, y la recta razón, tratándose de estas cosas, es la prudencia”, ARISTÓTELES (2007): 172.

[51] TOFFANIN (1972): 100. También es cierto que Toffanin atribuyó a Machiavelli el argumento de la “resistencia moral del pueblo” como fuerza vertebradora para “alterar la república”, TOFFANIN (1972): 32.

[52] TOFFANIN (1972): 121.

[53] DOWLING (1984): 21-27.

[54] “La obra constructiva de los de la estirpe de Saavedra consistía en reconciliar los intereses políticos y la moral en el arte de gobierno. En esto puede ser que muchas veces parezcan tocados del maquiavelismo, y defender justamente lo que querían atacar. Pero no debemos olvidar jamás que estos hombres eran sinceros, que luchaban contra el rumbo de la historia. Muchas doctrinas que parecen ser de Machiavelli están tomadas en realidad de Tácito y las sacaban, Saavedra y sus contemporáneos, porque se veían precisados de enfrentarse con los "hechos duros" de la realidad política. Pero nunca, y sea dicho en su favor, nunca olvidaban los principios de la moral cristiana”, DOWLING (1957b): 168-169. Véase también de TIERNO GALVAN (1947-1948): 954-975.

[55] JOUCLA-RUAU (1977 y 2003: 89-103). La posición de Joucla-Ruau ha sido matizadamente refrendada por la crítica especializada, que converge respecto de una prudencia saavedriana no solamente política, sino también cristiana; aún cuando la posición del príncipe residía estaba equidistante tanto del maquiavelismo como del rigorismo cristiano. Sostuvo Fernando Navarro que Saavedra Fajardo fue un “claro exponente” de la armonización entre “las componentes política y cristiana de los príncipes” aplicada en la época hasta desembocar en la “razón de Estado cristianizada”, NAVARRO AZNAR (1987-1990): 111. Efectivamente, la obra saavedriana recoge ambas dimensiones, junto a otras, pero raramente lo hace de manera equilibrada en iguales mitades. Dependiendo de cada caso, Saavedra basculaba más hacia la trascendencia de impronta religiosa, o a favor de un realismo que nunca fue materialistamente descarnado. Adaptabilidad a la metamorfosis de cada hecho, de cada idea.

[56] A este respecto, Croce trajo a colación su término –definitorio- de “mascherare Machiavelli” al objeto de utilizar a Tácito “y a su príncipe” como Tiberio, para impartir las “enseñanzas deseadas”, CROCE (1993): 115.  De TOFFANIN (1972).

[57] “El subjetivismo inevitable en toda historiografía está especialmente acentuado en Tácito, lo que contribuye a hacerlo sobre manera inseguro como guía de la prudencia”, MURILLO FERROL (1989): 140.

[58] BAQUERO GOYANES (1953): 4-10.

[59] AYALA (2008): 107-122.

[60] El realismo político fue anterior –en algunos casos, incluso superior- al mismo Machiavelli, cuya descarnada reluctancia hacia el Dios del amor cristiano hizo de Maquiavelo un personaje difícilmente asequible para escritores con honda inquietud en responderse a las preguntas de la vida y la muerte. La reverberación intelectual de tales corrientes, que se cruzaban entre ellas, tuvo influencias en campos tan distintos como la escolástica o la Literatura. En La famosa historia de la vida del rey Enrique VIII, Shakespeare rezumaba un ideario que, aún cuando algunos puedan adjudicar al maquiavelismo no era patrimonio exclusivo del mismo. El ejercicio del gobierno con mano firme, el castigo ejemplarizante para los infractores al bien común, entre otras, eran medidas, en definitiva, que propendían a la consolidación del poder como emanación de justicia; en palabras del personaje Cranmer acerca de la heredera al Trono: “será amada y temida; los suyos la bendecirán; sus enemigos temblarán como un campo de trigo trillado e inclinarán sus cabezas con dolor. El bien de todos acrecerá con ella”, SHASKESPEARE (2006): 1569. El propio Shakespeare relacionó la coacción entre los elementos para el ejercicio del poder, aún cuando aquél fuese atemperado por la verdad, el amor u otras aportaciones igualmente positivas.

[61] MARIANA (1950).

[62] SAAVEDRA Y FAJARDO (1920): 322.

[63] SAAVEDRA FAJARDO (MDCLXXVIII): 146.

[64] En “La vita di Castruccio Castracani da Lucca”, Machiavelli ejecutó un vívido análisis de la ascensión al poder de este personaje histórico. Al mismo tiempo, Machiavelli ponderaba la capacidad para forjar el propio destino, así como la voluntad de gobernar la vida de uno mismo y de los otros. Así, Castracani recurrió a una calculada escalada de técnicas y subterfugios (“per darsi riputazione nella guerra”) para rodearse de un halo de prestigio que le granjease el apoyo popular (“fu da tutto il popolo incontrato”), MACHIAVELLI (1950): 118. Los medios empleados eran lícitos de lograrse mayor poder efectivo. Como certeramente señaló Francesco Flora en el estudio preliminar a esta edición clásica de Il Principe y Le operete storiche e politiche, en Machiavelli la política tenía una “moral guerrera”, FLORA (1950): 15. Ese sentido del combate, de lucha constante y de enfrentamiento inevitable, fue incorporado al pensamiento maquiavélico como elemento nuclear; la dicotomía cristiana del bien y del mal quedaba fagocitada en la nueva moral del maquiavelismo.

[65] SAAVEDRA FAJARDO (2006): 156-157.

[66] SAAVEDRA FAJARDO (1999): 414.

[67] Las palabras de Saavedra recuerdan la sutil distinción, establecida por Dowling, respecto a su concepto de prudencia, “clave de la semejanza y la diferencia” entre Saavedra y Maquiavelo. "Para Saavedra es una virtud política y además cristiana. Los dos miran los hechos de la vida; pero Saavedra, lo mismo que sus coetáneos españoles, no puede por menos de tener en cuenta la base moral. Su labor consistía en ajustar ambas cosas, y de ahí su constante preocupación por la síntesis”, DOWLING (1957b): 171. De lo antedicho también queda colegida la distinción nítida respecto de la noción maquiavélica de virtud. Republicanismo clásico hecho virtud cívica”; esto es, la “capacidad para situar el bien de la comunidad por encima de uno mismo”, APPLEBY (1992): 21.

[68] ROTTERDAM (1999): 135.

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