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El Problema de España en clave spengleriana.

 

 

Carlos Javier Blanco Martín

 

 

 

Resumen:

En este trabajo empleamos el rico arsenal intelectual que nos dejó Oswald Spengler para analizar la decadencia de España, siempre en el contexto general de una decadencia de Europa. Creemos que sus concepciones sobre el prusianismo, el socialismo y la oclocracia son muy útiles para caracterizar los problemas de identidad, ruina moral, y debilidad económica del Reino.

 

Palabras Clave:oclocracia, propiedad, socialismo, decadencia.

 

Abstract:

In this paper we use the rich intellectual arsenal that Oswald Spengler left us to analyze the decline of Spain, always in the context of an overall decline of Europe. We believe that their conceptions of Prussianism, socialism andmob power” are very useful in characterizing the problems of identity, moral decay, and economic weakness of the Kingdom.

 

Key words: ochlocracy, property, socialism, decay

 

 

 

1. Una España en decadencia en una Europa que también declina.

 

 

Hemos de sentarlo una y otra vez: esta sociedad, en la que precisamente ahora se cumple el tránsito desde la cultura a la civilización, está enferma, enferma de sus instintos, y por ello mismo también en su espíritu. No se defiende. Encuentra gusto en su escarnio y en su descomposición. Se descompone cada vez más desde mediados del siglo XVIII en círculos liberales, y luego, contradictoriamente, en una desesperada defensa contra ellos, en círculos conservadores.”[1]

 

Con estas rotundas palabras el filósofo alemán Oswald Spengler emite su diagnóstico. Nuestra civilización, aquella que revolucionó al mundo y le dominó, la civilización de Occidente, la conformada por un cierto número de pueblos blancos de Europa, ahora declina y da señales evidentes de sufrir achaques que anuncian la muerte. Tras la estela de su compatriota Friedrich Nietzsche, Spengler ve vejez, enfermedad y, en suma, degeneración en nosotros allí donde otros sólo querían divisar un futuro de progreso, de socialismo, de bienestar. A diferencia de Nietzsche, sin embargo, enemigo escarnecido de todo nacionalismo –incluido el nacionalismo “de cervecería” germano- Spengler es un nacionalista alemán, un patriota que ve en Prusia un modelo de Gran Política y una tabla de salvación para todo Occidente. Vamos a tratar de leer su obra con el ánimo de esclarecer el llamado “problema de España”, a pesar de que lo español sólo es tratado tangencialmente, como de paso, en su obra. Sus categorías, sus vías de comprensión histórica, son intuitivas y psicológicas, antes que causales y racionalistas. Acudimos a Spengler con el mero afán de aprovecharnos de su mente poderosa, de sus intuiciones geniales –aunque a veces desafortunadas- y probar sus conceptos en esta realidad, dura al análisis, difícil en cuanto a su comprensión, que es la realidad de España.

 

Spengler es un filósofo poco apreciado en nuestras latitudes ibéricas. De la inmensa obra La Decadencia de Occidente[2] se pueden extraer innumerables ideas y ocurrencias. Por desgracia, creemos que con espíritu compartimentado se consulta su gran obra con asiduidad en ámbitos académicos concretos: historia del arte, historia de la religión, etc. Sin embargo hay un rechazo de fondo a la contribución que Spengler hizo a nuestra comprensión como europeos, bien que no como europeos alemanes sino como europeos del suroccidente. Que Spengler, más allá de los groseros sambenitos (“conservador”,” pronazi”, “militarista”…) puede ayudar a la comprensión del problema de España más allá del círculo de escritores castellanos que frecuentamos (Ortega, Unamuno, Ganivet, Maeztu) y más allá de los tópicos sobre las peculiaridades raciales, geográficas o de otra índole, ante la esencia de lo hispano, nos parece incontestable.

 

Para empezar digamos que la decadencia de Europa (y por extensión, la de Occidente, incluyendo aquí América, Australia y otras prolongaciones directas de nuestro continente) no ha concluido con la II Guerra Mundial. La Gran Guerra que Spengler no llegó a ver pero sí vaticinar con una claridad rayana en lo profético. Tampoco se ha desintegrado el papel de Alemania como potencia central en el continente, si bien no como potencia militar (“prusiana”) sino más bien potencia de índole económico-política. La integración del Reino de España en el concierto económico europeo es hoy total, y los destinos del mismo están ligados completamente a los destinos de Europa como continente, y como Unión política (una unión –no obstante- ineficaz, incompleta, dominada por egoísmos y dominada por los especuladores).

 

En España, sin embargo, se acumulan –y en cada siglo nuevo se acentúan- unos lastres y dolencias específicos desde su unión política en la Modernidad, lastres y males que precisamente coinciden en señalar su “no europeidad”. Que España posea –nunca del todo cerradas- unas puertas con África, y que un amplio arco de su geografía sea un arco de costa mediterránea y, por tanto, abierto históricamente a influencias afrosemíticas muy otras que las que padecen otros pueblos del centro y del norte de Europa, son hechos a tener en cuenta. Desde la invasión mora del siglo VIII, dos realidades culturales ya presentes y enfrentadas anteriormente, se pusieron frente a frente. La etnicidad indoeuropea de la Iberia verde, anti-urbana y guerrera del norte, frente a la etnicidad mediterránea urbana, seca, con fuerte influjo afrosemítico, al sur. Spengler nos puede ayudar a comprender la duplicidad de España, tergiversada hoy por los diversos nacionalismos (centrípetos y centrífugos) en términos otros que los étnicos, por más que la etnia sea la base de la historia, pero no su esencia. Como dice Ortega en España Invertebrada[3], la nación política es resultado de la unión de etnias, siempre es híbrida y compuesta de varios pueblos o naciones culturales. España es, como todos los estados europeos, una unión de etnias. Etnias que se fueron consolidando como naciones culturales a lo largo de la Edad Media. Naciones culturales diversas y reinos varios que en la Modernidad dieron lugar a un marco imperial fallido. En la fase medieval y en la imperial (hasta el siglo XVIII), lo español fue parte de la cultura faústica, pese a sus contradicciones internas. Al comenzar el declive de Occidente (Rousseau, Revolución Francesa) la civilización europea envejecida y anárquica no dejó espacio a España. Su proceso de corrupción parece imparable.

 

Spengler ofrece dos categorías contrapuestas sumamente importantes para comprender la duplicidad hispana: cultura y civilización.

 

Cultura: supone el “estado de plenitud” vital, el “estar en forma” de un pueblo –o una fusión de pueblos- cuando los hombres diversos se ven dotados de una sola alma colectiva y aparecen en la Historia ofreciendo el máximo desarrollo plástico, fenoménico, de sus realizaciones. Europa así, sería una cultura distinta de la vieja inercia grecorromana. Lo que de grecorromano quedaba en la cristiandad medieval occidental sería pseudomorfosis, esto es, un conjunto de esqueletos fosilizados y formas sin vida, sobre las cuales se alza un alma nueva. Spengler dice que en los bosques nórdicos del Imperio romano tardío se escondía el alma de los germanos que, ya cristianizados, alcanzaría su forma “gótica” en torno al siglo X. En el caso hispano la aparición de la cristiandad gótica, faústica, se adelanta un tanto con respecto a lo propio en las latitudes nórdicas o centroeuropeas. La irrupción de los musulmanes en nuestra península detiene el proceso lento de integración del enorme conglomerado de pseudomorfosis romana y tardoantigua dominado por los godos. El reino toledano, aún muy “romano”, era gobernado por una minoría germánica en alianza con una Iglesia que contenía en su seno no pocas tendencias “cueviformes”, esto es, líneas de espiritualidad levantinas, mediterráneas. Tal decadencia no podía hacer frente a la savia efervescente de un nuevo credo guerrero y con capacidad de absorber a todos los decadentes tardoantiguos, ya fueran romanos o bizantinos. El verdadero elemento germánico se reorganizó en Asturias, liberado de la hez “cosmopolita” de las grandes ciudades sureñas.[4] Las ciudades hispanas, netamente romanas, no obstante, aún conservaban un pueblo con espíritu de libertad y muy orgulloso, que presentaron resistencia al mahometano durante mucho tiempo, pues aún conservaban sentido de la dignidad y eran conscientes de sufrir una invasión extranjera, árabe y beréber. No obstante, sucumbieron pues formaban parte ya de una civilización en declive: la tardoantigua cristianizada.

 

Ese elemento germánico de los astures, los cántabros y los godos refugiados al norte, acaso no venía representado por la alta aristocracia, más bien acomodaticia y proclive a islamizarse, sino de la pequeña nobleza y de la base del pueblo godo que encontró, por fin, como a unos hermanos de sangre, a los astures y los cántabros después de haberles visto durante siglos como enemigos o bárbaros. En este sentido, el nacimiento del Reino de Asturias nunca puede considerarse como una continuación del Reino de Toledo. Fue el nacimiento de un nuevo pueblo. Antes de la invasión de los muslimes, los godos imperaron sobre los hispanorromanos con la ayuda de la Iglesia: los pueblos germánico e hispano se mantenían separados. Después de Covadonga, en cambio, la alianza celtogermánica de Asturias fue la base de un nuevo pueblo o federación de pueblos, que iba involucrando a todos los del norte (galaicos, vascones, pirenaicos). Nace en Covadonga un pueblo y nace una cultura en el sentido spengleriano. El cristianismo “cueviforme” basado en la ascesis, la huída del mundo y la sumisión al Poder divino (propio de la etapa goda e hispanorromana tardía) es sustituido por el cristianismo “faústico”: el Beato de Liébana y la interpretación guerrera del libro del Apocalipsis, la profecía imperativamente impuesta al acero que se empuña: Hay que expulsar al infiel, al extranjero, al moro. Creemos que en la Reconquista se inicia –aún balbuciente- el mundo “gótico” de Europa. Gótico en el sentido spengleriano: una voluntad de poder encaminada a la apropiación de tierras desiertas o en manos del enemigo y la erección de un Imperium. El profesor Villacañas subraya en su obra que en la Reconquista aún no hay idea de Cruzada, que su espíritu es distinto. En efecto, en el suelo ibérico se desarrolla por primera el espíritu faústico muy vinculado a una escatología: la expulsión de los islamistas no va unida todavía a un concepto de nación. A lo largo de toda la Reconquista hay “un pueblo”, que es el cristiano, y una comunidad de nacionalidades, en complejo proceso de etnoformación: astures, cántabros, galaicos, vascones…algunas preexistían desde los tiempos de la conquista romana, otras son posteriores a la invasión mora y precisaron de un poder político que las consolidara: poder regio para los leoneses y aragoneses, poder condal para los castellanos y catalanes.

 

Cuando los pueblos de España llegan a la modernidad, la idea del Imperium, ya esbozada por algunos de los monarcas asturleoneses, pasa a manos de Castilla. Pero cuando Castilla, la Castilla de los Habsburgo, quiere “el mundo” entero, se encuentra (a) con nacionalidades ya hechas en Europa, con un feudalismo en declive, con una burguesía triunfante y una rebeldía protestante. Madrid, Roma y Viena fueron el triángulo de la Contrarreforma, del Imperium teocrático y ultramontano, en palabras de Spengler.[5] Al referirse a Austria, nuestro filósofo se refiere incluso a la “Alemania Española”. Un Imperio hispánico subordinado a la Fe católica encubría, por su propio universalismo, el mosaico nacional que una misma corona católica aglutinaba. Por ello, el testigo fue recogido por Inglaterra y Prusia de muy diversa manera. En Inglaterra con su máxima del éxito y del enriquecimiento: otra manera de entender la voluntad faústica, el Imperio como empresa básicamente comercial. En el caso de Prusia, por medio del socialismo. Los grandes reyes prusianos, y Bismarck, repudian el enriquecimiento personal e inculcan al pueblo el sentido del deber, de la obediencia, de la jerarquía y la abnegación. Para Spengler esto es lo que significa la palabra socialismo. El socialismo degradado en su concepto es anarquismo, y su localización la centramos en Francia e Italia. Así pues, los grandes pueblos de Europa pueden ser clasificados en dos grandes grupos, según hayan aportado constructivamente a la idea de ese Imperium faústico, occidental.

 

a)      Tendencia edificante:

España: ultramontanismo, Imperio Católico al servicio de la Iglesia.

Inglaterra: capitalismo, Imperio Comercial al servicio de los particulares.

Prusia: socialismo, Imperio del trabajo como servicio a la comunidad, como deber y obediencia.

 

b)      Tendencia anarquizante:

Francia: revolucionarismo igualitario y sangriento, oclocracia.

Italia: particularismo de la ciudad-estado o pequeña república.

 

Absolutamente, España aparece en la tríada germánica y faústica, a pesar de que en Años Decisivos Spengler dice que los españoles del sur son “de color”. Pero ha de notarse que el espíritu español, que para nuestro prusiano es el del caballero, el del soldado, el del conquistador ya ha visto pasar su hora. En la Europa de entreguerras se hablaba mucho de la “decadencia de las razas latinas”, al igual que hoy en día se estila el tópico de la “informalidad” de la Europa del Sur. Sin someter a un desarrollo específico el concepto d lo hispano, parece que España no es un pueblo con homogeneidad en las categorías mentales spenglerianas. Fue un pueblo inequívocamente faústico, y hay una línea directa de sangre y alma entre el vikingo o el caballero teutónico, por una parte, y el reconquistador hispánico-cristiano curtido en batallar al moro, así como entre los “aventureros” Cortés y Pizarro, que entregaban a Occidente mundos enteros sobre los que imperar.

 

 

2. El Imperio Español en la Modernidad. Nacimiento del equilibrio de potencias y la simultánea desintegración hispana.

 

El siglo XVIII fue todavía el gran siglo Europeo, el siglo de la Gran Política, de la Gran Diplomacia, de un alto estilo de hacer las cosas. Pero ese mismo siglo de finura, de elegancia, de naciones entendidas como potencias en forma, trajo ideas ilustradas y racionalistas que habría de traernos, a su vez, la revolución, la oclocracia, la guillotina niveladora. El siglo XVIII europeo se hizo merced al siglo XVII español: la poderosa burocracia y diplomacia de los Austrias de España, su corte y su imperialista consideración del orbe como tablero de ajedrez fueron lecciones aprendidas por las potencias ascendentes. Derrotada España, rota como Impero con vocación universal, se instaura en Europa el equilibrio de potencias: ese fino juego de guerras, diplomacias y comercio, esa política de matrimonios regios y esa construcción de una “comunidad de pueblos”. La nación “Europa”, según Ortega, había consistido –de facto- no en una unidad política formal sino en una comunidad de potencias rivales en equilibrio que, bajo la epidermis de fronteras, ejércitos enfrentados, e intereses comerciales y territoriales contrapuestos, habían logrado consolidado –no obstante- una comunidad real.

 

Pero tras ese esplendor dieciochesco vino el horror de la industria. La savia del campo fue arrancada de su terruño y lanzada hacia los suburbios obreros, puestos al servicio de la máquina y del capital. Una masa ingente fue arrancada de sus raíces y de su ambiente y se generó una nueva clase de hombres. Los hombres de la ciudad, proletarios o burgueses, desprovistos por completo de todo sentido de la historia, del linaje, de la familia y de la heredad. Un individualismo feroz –incompatible con la vida agraria y el sentido familiar de la propiedad- se adueña de nuestra cultura y acelera el proceso degenerativo. Lo que Nietzsche supo ver con tanta lucidez, Spengler lo sistematiza y lo arroja a la cara del hombre de los siglos XX y XXI. El pronóstico sombrío que nace del conocimiento de los ciclos vitales se impone aquí: una edad terrible de decadencia y putrefacción de los valores antaño sagrados se acerca, se aproxima con el estruendo de las nuevas máquinas y del poder de las masas vociferantes, con la disolución de la familia y de la dignidad humana, la aberración en la sexualidad y en la crianza, en la violencia sin límites y en la cosificación y mercantilización de la vida humana. Mas este declive de la moral y la pérdida de “forma” que caracteriza nuestra época no es ocasión para sermones edificantes ni para reconvenciones moralistas. Esto no casaría con el espíritu de Nietzsche y Spengler. Antes bien, se trata de conocer las líneas y tendencias de un mañana cesarista que, análogamente a como ocurrió en Roma cuando empezó a dejar de ser Roma, impone una autoridad firme y una recomposición de un poder entre el marasmo.

 

El papel del prusianismo, o mejor, de un socialismo nacional centrado en Germania, que fue la propuesta spengleriana ¿quién lo ocupará en el futuro? Desde luego aquella potencia que ocupe el lugar central en el espacio de lucha de los poderes. Para Spengler, Alemania en los años 30 se situaba ante la gigantesca Rusia y la más gigantesca aún Asia. Europa –al este- siempre corría el peligro de sucumbir ante la orientalización. Al sur, nuestro filósofo se encuentra con los decadentes pueblos latinos, gastados en innumerables erosiones de la historia y prisioneros de no pocas pseudomorfosis, y en los que no cifra esperanza alguna de regeneración. Tenemos la impresión de que Italia ya contó con sus días de gloria imperial en la antigüedad o sus espléndidas ciudades-estado renacentistas, y que la España Imperial ya cumplió su papel conformador de Europa, en el Barroco. Cumplida su misión y experimentado ya un fuerte desgaste además de la masiva emigración hacia las Américas, estos pueblos no se van a revitalizar. Pero los alemanes se encuentran en el “Centro”, dice Spengler, son un Occidente no muy desgastado –a pesar de la trágica derrota de 1918 y de las humillaciones de posguerra- un pueblo llamado a cumplir un papel que, sin duda, en Spengler no es nada pacifista.

 

¿Qué papel, entonces, le corresponde cumplir al pueblo germano? El de un nacionalismo alemán expansionista y fuertemente armado, un imperialismo que “civilice” y enderece a las demás nacionalidades del continente son ideas que pueden desprenderse de la obra spengleriana, ideas delenznables para muchos, sin duda, pero en ningún momento ideas que guarden relación con un culto al ridículo líder de masas que fue Adolph Hitler, ni tampoco una entrega al antisemitismo y a la raciobiología de los nazis. Nacionalista y belicista fue Spengler, pero en Años Decisivos no hay judeofobia ni fe en el poder de las masas. El nacionalsocialismo fue un partido de masas, rendido además a los poderes capitalistas, buscando con ellos un entendimiento y un reparto de plusvalías, tal y como estudiara admirablemente Franz Neumann[6].

 

 

 

Sin embargo, Spengler propone una suerte de aristocracia “prusiana” en la que los mejores valores de la monarquía, la nobleza, la milicia y la disciplina obrera se unan al servicio de un Reich llamado a asegurar y defender la civilización europea ante el africanismo –ya presente en la parte mediterránea del continente- y en la zona oriental, con el bolchevismo ruso. No se trata de la supremacía de una raza, a pesar de la torpe e infantil terminología spengleriana al hablar de “pueblos blancos” y “pueblos de color”, sino de lanzar a una nación, la alemana, a una misión histórica: frenar la decadencia y liderar a las otras naciones hermanas desde el punto de vista espiritual. Y debe tenerse en cuenta que en la medida en que las invasiones germánicas arribaron a territorios celtas o latinos más o menos cristianizados, ese parentesco espiritual es el que permite hablar de una comunidad llamada Europa, hija de Germania tanto como de la civilización grecorromana.

 

 

3. La anomalía hispana. Oriente llega a Occidente.

 

Estas mismas consideraciones generales sobre lo germano y lo europeo han de hacerse valer para el caso español. En nuestra península se reproducen muchas de las condiciones que a nivel continental señaló Spengler. No posee la historia de España el condicionante de lo ruso, el “peligro de asiatización”, la cercanía imponente de una gran masa de pueblos que, al modo de los hunos, amenacen con atravesar las llanuras centroeuropeas y tragarse la civilización faústica en un abrir y cerrar los ojos. Spengler, por otra parte, simplifica en extremo la naturaleza del alma rusa, la toma por asiática y ve en ella “el peligro bolchevique”. Los terribles años 30 condicionaron su visión y no entendieron el papel clave que siempre va a tener Rusia en la formación de una gran Europa sin exclusiones. Para nuestras latitudes, lejos de las llanuras eurocentrales, la fuente de orientalización es sureña. El principio orientalizante lo padece Iberia desde el sur y desde el Levante: un Oriente que arriba veloz a nuestras costas por vía marítima.

 

En su inmortal obra, don Claudio Sánchez Albornoz [7] presentó el cuadro de la invasión mora del suelo ibérico como una brusca interrupción de la evolución normal del reino godo hacia estructuras feudales homologables en todo con las de otras realidades de la cristiandad de occidente. Lejos de la tesis orteguiana según la cual los godos habían sido, de entre los pueblos germánicos que fecundaron Europa, los más débiles, degenerados y desgastados y por ello habrían de contar entre las causas materiales del “problema de España”, Sánchez Albornoz cifra en la invasión mora el significado de ocho siglos de duro batallar contra el invasor extranjero, contra el factor orientalizante y afrosemítico que penetró en el Reino godo para quedarse con él. El elemento celtogermánico se reactivó en el norte, simbólicamente en la batalla de Covadonga, constituyéndose ex novo un reino, el Astur, que si bien pretendía ser una continuación institucional y simbólica del de Toledo, los datos disponibles revelan –sin contradicción- (a) la peculiaridad indígena de sus contingentes sociales, y (b) el componente todavía más germánico (godo) del Reino Astur en comparación con el Toledano, puesto que los visigodos anteriores a la conquista malamente se habían fundido con el pueblo hispano, mientras que tras la invasión mora, en el Reino Asturiano, en unión de armas, sí que hubo una fusión –primero en las élites- con los astures, los cántabros, los galaicos, etc.

 

Donde sí vemos coincidencias entre Ortega, Sánchez Albornoz, es en la tesis según la cual la guerra une a compañeros, forja alianzas y hermandades. La construcción política de España, como Imperio, como unión, no pudo ser otra que la de forjar una máquina de guerra. Cuando el espíritu guerrero fue sustituido por el espíritu industrial, por retomar la distinción de Herbert Spencer, esta unión de pueblos o nacionalidades –todavía en trámite de hacerse completa- se aflojó hasta llegara las calamidades actuales. Mientras que la eclosión de diversas nacionalidades europeas se experimentó precisamente bajo el espíritu industrial, las nacionalidades hispánicas se fueron volviendo centrífugas o autistas. El “proyecto estimulante de vida en común”, al modo de Ortega, se diluye. Y la “unión de armas” que crea lazos de hermandad se perdió ante el abandono de la guerra exterior. Las guerras civiles del XIX y la del XX hicieron jirones el “proyecto de vida en común”. Ciertamente la etnogénesis española es de una naturaleza muy compleja y esconde sus claves explicativas más profundas en la Edad Media.

 

Así lo entiende también el profesor José Luis Villacañas quien en su obra La formación de los Reinos Hispánicos[8] no duda en encontrar razones de por qué España es una entidad bastante anómala en Europa en un medievo caracterizado por la llamada Reconquista y en las distintas fases de etnogénesis y de recuperación de territorio dominado por los islámicos. El grado de complejidad organizativa de los distintos reinos, la forma en que se operaba la etnogénesis de los pueblos norteños, en alianza y en divorcio, y la fase en que se conquistaba un territorio más o menos poblado, más o menos islamizado, son factores fundamentales para entender la diversidad regional de España, tanto como el diverso clima y orografía de los solares donde nuestros antepasados desplegaron su acción. En este sentido, Villacañas subraya cómo el mayor grado de feudalismo catalán (y en menor medida, asturleonés) contrastaba con la situación castellana, sociedad militarizada e institucionalmente más ruda y gelatinosa. La Reconquista tuvo tantas fases y en ella intervinieron unos agentes colectivos (“pueblos”) tan heterogéneos en su capacidad política, todo ello a lo largo de ocho siglos, que el producto resultante que aparece ente los ojos de la modernidad, la Monarquía Hispana, distaba mucho de ser una nación étnicamente uniforme y consolidada. Precisamente el militarismo medieval de corte castellano no casó bien con el mediterráneo “industrial”, por lo demás en declive. La unión de hermanos se debilitó en el momento en que las derrotas en Europa marcaron un agotamiento del proyecto imperial, sobre bases tan inadecuadas. El espíritu industrial vencía al espíritu guerrero. Más aún, el soldado, el militar, producto de la industria y ligado a la máquina, era el vencedor sobre el guerrero. Desde entonces, desde el Barroco de los Austrias decadentes, hubo guerreros en España mas no existió un ejército apropiado a la era de la industria y del maquinismo. La sociedad guerrera hispana subsistió con las guerrillas antinapoleónicas y con las banderías entre liberales y carlistas, en los bandoleros del campo y en las barricadas de la barriada, pero España como potencia dejó de contar.

 

La anomalía hispana, según el relato de José Luis Villacañas, no se cifra en unos godos decadentes, como diría Ortega, o una presencia árabe, a decir de Ganivet. La anomalía hispana fue el resultado del diferente grado de cohesión y de alianza de pueblos que se consiguió en los distintos reinos medievales cristianos. La anomalía reside en el hecho de que los territorios norteños apenas contaron con presencia musulmana y el fondo celtogermánico común a las diversas etnias, que vivían a la sazón en un campo sin apenas ciudades y en unos agrestes riscos y bosques, pudo –por la vía de las armas y por el “instinto del linaje”, unir a las élites para que el pueblo siguiera tal ejemplo. Al arribar a territorios urbanizados, con una mozarabía aculturizada, descontenta con el poder mahometano pero muy desconcertada ante los “bárbaros” conquistadores venidos del norte, las cosas cambian de manera drástica. Estos cristianos, en principio hermanos en la misma fe y teóricamente sus rescatadores, debieron ser vistos por la mozarabía – y qué decir por los mudéjares- como los germanos a la entrada de las provincias romanas en el siglo V. Y sin embargo, la línea declinante, la decadencia cultural y la agonía de toda una civilización caían del lado mozárabe, ya más cercano en su alma a la gente mahometana con la que llevaban siglos conviviendo. Los atavismos mediterráneos se recuperaron en aquellas ciudades tan extrañas al poder del linaje y de los hombres libres armados que eran los reconquistadores. Un Islam que sólo podía condenar a la aculturación o a la integración definitiva de los cristianos (las otras vías fueron el martirio o la emigración al norte). Un Al-Andalus que, pese a ser tan festejado hoy en ciertos ambientes, consistía en una sociedad altamente decadente, que contenía en su seno instituciones tan repelentes como la pederastia organizada y la producción en masa de eunucos (muchos de ellos capturados a los cristianos). Una sociedad esclavista al más puro estilo antiguo, falta de vitalidad y heterogénea en grado sumo en cuanto al número de razas de difícil convivencia mutua. La crisis demográfica del Al-Andalus y la falta de gentes libres dispuestas a la lucha queda demostrada por la constante apelación a mercenarios, la importación de esclavos blancos o negros para la lucha y la búsqueda de apoyos en masas extranjeras venidas de África. Frente a una sociedad sin cuajar, un despotismo de estilo oriental sobre gentes diversas y ninguna libre, los reinos cristianos al norte iban forjando un país de campesinos libres que lo mismo araban los campos recién repoblados, que los defendían con sus propios medios. Sangre, y no sólo agua, fue la fecundó la tierra que se devolvía a la cultura de Occidente.[9]

 

Está de más señalar que el tal espíritu de Reconquista quedó distorsionado progresivamente con la hegemonía castellana al borde de la Edad Media. Los asuntos de Europa y de las Américas reclamaron grande atención, dejando un tanto aparcada la ocupación y recuperación para Occidente de todo el norte de África, plataforma para los ataques turcos y amenaza constante para la Cristiandad. El norte de África hubiera debido ser una nueva Andalucía, una zona de proyección militar y cultural de España, pero la energía se dispersó en otras empresas. Se entiende que el expansionismo catalano-aragonés se lanzara hacia Italia y el Mediterráneo. Se entiende igualmente que el Noroeste (gallegos, portugueses, asturianos) vieran en el Atlántico y en las Américas un desagüe natural, pues estos mismos pueblos son atlánticos. Pero el sino guerrero de Castilla le debía de haber llevado exclusivamente a África.

 

La modernidad, a la altura ya del desastre de 1898, hizo de España un estado fallido, sin acorazados ni ejércitos coloniales dignos de hacerse respetar, una sociedad sin fundamentos. Los restos de un Imperio que llevaba siglos agonizando no podían homologarse con una nación europea verdaderamente unida hacia dentro, y respetable hacia el exterior. Hasta 1914, esto era, en palabras de Spengler, lo que se entendía por “una gran potencia de estilo europeo”:

 

“…era un Estado que mantenía en armas, en suelo europeo, a unos cuantos centenares de miles de hombres; poseía dinero y material suficientes para decuplicarlos, llegado el caso, en un período de tiempo determinado, y regía en otras partes del mundo amplios territorios fronterizos que, con sus puntos de apoyo para las flotas, sus tropas coloniales y una población de productores de primeras materias y consumidores de productos, constituían el fundamento de la riqueza, y con ello la fuerza de choque militar de la metrópoli.” [10].

 

Es evidente que nada de esto que describe Spengler se correspondía con España, potencia que no estaba a la altura de Inglaterra o de Francia. Y queda claro, leyendo sobre la historia de España, que no puede ser explicado por una pseudopsicología de los pueblos, a la manera de Ángel Ganivet. En su Idearium Español, Ganivet apela al “espíritu del territorio” como factor diferenciados, ligado a su vez a la presencia del alma árabe en el solar hispano, aunque esta presencia “impregnara” al español por la vía del combate cuerpo a cuerpo[11]. Toda esta literatura ensayística del 98, de la que Ganivet es exponente, peca de una falta de profundidad y de un desconocimiento del factor geopolítico y material que raya en lo ridículo. Lo decisivo no está en que España (y Portugal) conformen una península. Lo decisivo está en qué clase de enemigos pueden venir allende los Pirineos o allende el Estrecho. Existe una geopolítica: una nación debe planificar su acción en un contexto geográfico no absoluto (islas, penínsulas, continentes) sino relativo al grado de fuerza que poseen los pueblos colindantes. La insignificancia de los árabes y beréberes antes de Mahoma marcó un antes y un después. La oscuridad y modestia de los astures y los cántabros antes de la llegada de Roma y, todavía más, antes de Pelayo también nos habla del carácter relativo de la Geografía como elemento condicionante de la Historia. Pero dejando a un lado a Ganivet y sus apresuradas y falsas intuiciones, volvamos a Spengler. En Años Decisivos sí encontramos toda una concepción geopolítica: Alemania como Centro. Alemania como nación que puede detener la decadencia o, casi podríamos decir, la fagocitación de Europa.

 

Hoy en día, tras los horrores de la Gran Guerra y la reconversión de Alemania en potencia económica “pacífica”, el lugar de España –en términos geopolítico y aun diría que en términos trascendentales sigue sin encontrarse. Por su flanco sur es la puerta de África. Zona de frontera, la presión demográfica e inmigracionista de África es inmensa. Como miembro de Europa, es el pariente pobre, hundido en el cieno de la corrupción, de la inoperancia, de la incapacidad secular para adaptarse a los tiempos. Tiempos de máquina e industria, primero, de tecnología de la información y de “competividad” después. Por otra parte, ni siquiera es España una región agraria que posea una “autoestima” por el campesino y la granja, como aún sucede en Francia. El Noroeste peninsular sufre una muerte demográfica: no nacen niños y el campo, precisamente allí donde es más verde y más “europeo”, se vacía. Los pasajes spenglerianos que relatan el odio del proletario hacia el campesino se alejan por completo de lo “políticamente” correcto.

 

El proletario encuadrado en “centrales sindicales” y “partidos de clase” no quiere saber nada –en el fondo y por esencia- acerca de las cuotas lácteas o el cierre de escuelas rurales. Para el proletario de izquierdas el campesino, de quien procede, es un “empresario” cuando no una acémila del pasado. Sus caseríos, sus explotaciones, cuentan entre los iconos de la “propiedad”. La ideología proletaria odia la propiedad, y más aún cuando esta es de índole productiva por esencia. La figura del campesino que hereda sus bienes, que los explota con un sentido familiar del linaje, que trabaja para sí y para los suyos pero con tradiciones socializantes y comunitarias (por ejemplo la andecha y la sestaferia de las caserías asturianas) constituye toda una afrenta al modo de ser del proletario. Para éste proletario, si se haya ideologizado por partidos y sindicatos “de clase”, el campesino debería transformarse en “obrero del campo” o desaparecer. La proletarización general de la sociedad es lo que buscan los radicalismos. Ya no hay profesores: son “trabajadores de la enseñanza”. Ya no hay prostitutas: son “trabajadoras del sexo”. Y así sucesivamente.

 

Spengler dice que el proletario marxista quisiera hacer de sí mismo un “pensionado de la sociedad”. Y así ha sucedido en aquellas comarcas en las que los empresarios y las transnacionales, ávidos de deslocalizarse y ávidos por encontrar empleo barato, prejubilan a individuos perfectamente aptos a los cuarenta años de edad, o bien “liberan” a millares de asalariados para que ejerzan –supuestamente- labores sindicales con paga íntegra, es decir, para que puedan cobrar sin trabajar. Las centrales sindicales han logrado, precisamente en las regiones industriales en declive, la creación de una enorme casta parasitaria y un proletariado pensionado de la sociedad, cuyos altos salarios y su hostilidad al trabajo no se compadece con el coste que al resto de los productores nos representa. En este sentido la agresión al campo, tan visible en España, es el resultado combinado del odio de este proletariado pensionado y de los intereses del gran capital especulativo. Es necesario de todo punto crear una sociedad fundada en el panem et circenses. El lujo fácil ha sido destructivo para el campo, la emulación del nivel de vida que aparentan tener las ciudades provocó la desintegración del agro:

 

“[…] este lujo vulgar de las grandes ciudades-poco trabajo, mucho dinero y más diversiones- ha ejercido una acción funesta sobre los hombres del campo, rudos trabajadores sin necesidades. Han conocido necesidades ni siquiera soñadas por sus antepasados. La renuncia es difícil cuando se tiene a la vista lo contrario. Y así comenzó la huída del campo, primero los gañanes y las mozas, luego los hijos de los labradores y, por último, familias enteras, que no sabían si debían ni cómo podrían conservar la herencia paterna frente a este desgarramiento de la vida económica. En todas las culturas ha sucedido lo mismo en este estadio”.[12]

 

 

En plena putrefacción de lo que, desde hace siglos, ha venido en llamarse “España” conviene ver lejos, muy lejos. El siglo XX ha sido el siglo de las guerras mundiales. Una vez globalizadas la economía y la información, no pueden dejar de globalizarse los conflictos, habiendo constancia –además- de dos grandes contiendas. La guerra mundial y la conformación de grandes bloques son hechos que volverán, pues todos los antecedentes y todas las condiciones presentes están sobre la mesa. El siglo XXI, desprovisto de la dualidad de la guerra fría, lejos del espejismo que dividía “el mundo libre” y el “socialismo real”, será un siglo de guerras entre bloques. Veremos quemarse los peones en el tablero. Las piezas grandes del ajedrez van tomando posiciones y afilando cuchillos mientras tanto.

 

4. La Oclocracia.

 

Europa ya no es una pieza grande tras la II Guerra Mundial. La subordinación de la Política, de toda “Gran Política”, a los dictados económicos de los mercados, de los grupos plutócratas, forma parte de su suicidio. Un suicidio en el que se ha embarcado España. Los gobiernos que se sucedieron en este Reino tras la muerte del general Franco fueron gobiernos fervorosamente “europeístas”. Este europeísmo propio de colonizados, de cipayos colaboracionistas, consistió –en sus líneas básicas- en una renuncia a toda soberanía productiva. El desmantelamiento de los sectores productivos de España (pesca, ganadería, agricultura, minería, siderurgia…), las llamadas “reconversiones” supusieron la desertización agroindustrial del país y su orientación cada vez más acusada hacia un sector servicios de escasa calidad y poco exigente cualificación (turismo de sol y playa, segunda residencia para extranjeros) o hacia el sector de la construcción de vivienda. Como se sabe, este cambio supuso la reconversión sociolaboral de España. Se sustituyó la aspiración por la Democracia por una consolidación de la Oclocracia. La Oclocracia consiste, en palabras de Oswald Spengler, en el poder de la hez. El poder de masas hostiles al trabajo y refractarias a todo sentido del deber y del esfuerzo. La Oclocracia es el complemento perfecto y dialéctico del capitalismo neoliberal que recorre el mundo y que sojuzga a Europa entera, frenando y desviando a sus naciones en el decurso hacia la Gran Política.

 

Esta Oclocracia, el poder de una chusma cada vez más embrutecida e ignorante, se garantiza por medio de los partidos políticos y los sindicatos, esto es, agencias estatales de colocación de los sectores más hostiles al trabajo y al esfuerzo. Con el dinero de los contribuyentes, con las arcas públicas, la verdadera clase trabajadora y emprendedora está sosteniendo a una masa creciente de parásitos que emplean las siglas de la organización para medrar, conseguir cargos, retribuciones y sinecuras.

 

La Oclocracia posee una conocida base social:

 

De toda sociedad caen al fondo constantemente elementos degenerados, familias gastadas, miembros decaídos de altos linajes, fracasados e inferiores en alma y en cuerpo; véanse si no las figuras de los asistentes a los mítines, tabernas, manifestaciones y motines; en algún modo son todos abortos de la naturaleza, gentes que en vez de raza vigorosa en su cuerpo sólo llevan e su cabeza reivindicaciones de pretensos derechos y ansia de venganza por su vida fracasada, y en los cuales es la boca la parte más importante del cuerpo. Es la hez de las grandes ciudades, el verdadero populacho, el mundo abisal en todos los sentidos, que en toas partes se forma en contraposición al gran mundo y al mundo distinguido: […] Les une un impreciso sentimiento de venganza por una mala suerte cualquiera que estropeó su vida, la carencia de todo instinto del honor y del deber y un ansia desenfrenada de dinero sin trabajo y derechos sin deberes. De esta nube de miasmas surgen los héroes de un día de todos los movimientos del populacho y de los partidos radicales.”.[13]

 

Deben distinguirse en todo momento los dos conceptos: el pueblo y el populacho. En estos momentos, el pueblo en el Reino de España vive tiranizado por una clase política y por una mafia sindical, patronal y académica claramente oclocrática. De ahí se deriva esta degeneración social de España en todos los órdenes, la inercia espesa, la índole vegetativa de su historia reciente, su nulidad como pueblo o alianza de pueblos con posibilidad de futuro. En España, bajo esta oclocracia no hay futuro.

 

La “deriva soberanista” forma parte de esta dinámica hispana que consiste en no ser dinámicos. En hacer todos los ajustes necesarios para que el poder de la hez no se apee de los resortes de la vida política y económica. Los independentismos de última hora reflejan ya mucho más que el carácter plurinacional del vetusto Reino de España: reflejan el alto grado de hermandad y parentesco existente entre las nacionalidades ibéricas, hermandad y semejanza incluso en las actitudes frívolas y poco serias con las que se quiere romper esa hermandad. Que en un futuro próximo y previsible se separen los catalanes y los vascos del “resto”, justamente cuando todos los pueblos hispánicos, metidos en un mismo barco, naufragamos víctimas de agresiones financieras, de plutocracias extranjeras y de políticos ineptos y corruptos, es un fenómeno que revela el grado absoluto de miseria moral que alimenta a estos “soberanistas”. Ante la debilidad del Estado, y con deudas para con él multimillonarias, los soberanistas hasta hoy moderados buscan el apoyo del detritus radical para dar un portazo e irse. España vive hoy una de las crisis más graves, uno de los zarpazos más terribles de su historia. Tras desmantelarse disciplinadamente ante la Unión de tenderos y plutócratas de Europa (Unión Europea), tras renunciar a su autosuficiencia productiva e implantar una democracia de baja calidad ahora se ve hundida en su propia ineptitud social e inercia amoral, sin argumentos morales, sin ni siquiera tanques adecuados para sofocar tentativas independentistas, en caso de que se quisiera ir por las bravas desde Madrid, cosa dudosa. España aparece como nación fallida no por causa de su endeblez histórica o su carácter inequívocamente plurinacional, sino por falta de una verdadera cumbre moral desde la cual poder liderar otros sentimientos y otras maneras de entender lo hispánico.

 

El fracaso moral de España, lo que ha hecho de ella una nación fallida ha consistido, a mi entender, en volver la espalda a sus más viejas tradiciones y el no haber querido encontrar los cauces hacia un moderno regionalismo que enlazara con el viejo. Como ha triunfado la España borbónica sobre la austriaca, como ha vencido el jacobinismo extranjerizante sobre los fueros y las juntas, sobre la diversidad y la tradición, el estado entero se ha enredado en una larga historia de absurdos y sinsentidos. Ahora resulta que para los españoles “soberanistas” de las Vascongadas y Cataluña, los asturianos, los aragoneses, los castellanos, no formaron naciones “históricas”. Ahora resulta que formamos parte de ese “resto” que, precisamente, los más desleales y los más desprovistos de arma moral, denuncian como corrupta, atrasada, africana, dependiente. Los más desleales que saben que sin las bombas y los tiros en la nuca jamás habrían conseguido tanto. Los más desleales que conocen que a base de charnegos y maquetos la carcoma de pequeños propietarios rurales o burgueses de provincia no se habría olvidado. Pero el “soberanismo” que reclama privilegios se fundamenta en el radicalismo de quienes no poseen empresas, ni oficios ni beneficios y cual títeres pueden poner fuego en las ascuas callejeras. Como dice Spengler respecto a buena parte de los que alimentan los disturbios:

 

“Aquí recibe la palabra libertad el sentido sangriento de las épocas declinantes. Lo que se quiere es la liberación de todos los vínculos de la cultura, de toda especie de moral y de forma, de todos los hombres cuya actitud en la vida se siente, con sorda furia, superior. La pobreza soportada orgullosamente y en silencio, el cumplimiento callado del deber, la abnegación al servicio de una misión o una convicción, la grandeza en la aceptación de un destino, la fidelidad, el honor, la responsabilidad y el rendimiento, todo esto es un reproche constante para los `humildes y ofendidos” [14].

 

Hay –no obstante- en el análisis y en las intuiciones spenglerianas una buena dosis de simplismo. El marxismo es, para el filósofo germano, una mera ideología basada en la envidia. En ningún momento se toman en consideración las condiciones diabólicas de explotación a que se viera sometida la clase obrera, clase lo bastante numerosa como para que ella generara sus propias cosmovisiones, filosofías y estrategias de lucha. En ningún momento se deja de percibir en el materialismo histórico otra cosa que una suerte de “naturalismo”, de cientifismo análogo al positivismo y al evolucionismo, empeñados en encontrar leyes cuasimecánicas de la historia. Es dudoso que Spengler haya entrado con cierta profundidad en el estudio de El Capital y otros textos difíciles de Karl Marx. La fobia al marxismo es más bien una fobia al “obrerismo”. Para él, el proletariado revolucionario no pasa de ser una chusma envidiosa, haragana, producto de “las grandes urbes”, el verdadero detritus de los “pueblos blancos”. Es notorio que el genial filósofo de La Decadencia de Occidente haya decaído, años más tarde, en el autor del panfleto Años Decisivos. Junto a aciertos e intuiciones proféticas, Spengler emplea categorías nada rigurosas, como la de “pueblos blancos” y “pueblos de color”, enzarzados en una guerra mundial junto a la lucha de clases. Por “pueblos de color” entiende Spengler los españoles del sur, los rusos, los chinos. Con este tipo de categorías es difícil tomar en serio algunos pasajes spenglerianos. El mismo autor que se distancia del nazismo por su rechazo a la pseudobiología racista de Hitler, el mismo nacionalista alemán que no se dejó atrapar por el antisemitismo, y que entiende por “raza” una forma de ser espiritual, no biológica, es quien nos presenta una simplista lucha entre “pueblos blancos” y “pueblos de color”. Su simplismo era evidente: Europa es una creación medieval, en torno al año 1000. Europa es el auge del germanismo ya “civilizado” al contacto con la Iglesia, con Roma. La sangre bárbara del germano sería como un torrente poderoso que “tomaba forma” culta al contacto con la civilización clásica y el judeocristianismo, de cuño mediterráneo. De esa sangre germana sería un Reich alemán el exponente perfecto de los tiempos industriales. La tradición prusiana basada en el disciplina, la abnegación, el espíritu de sacrificio y la jerarquización tradicional –rural y militar- de la sociedad “blanca” podría unirse a lo mejor del mundo fabril (capitanes de industria y obreros) y constituir una suerte de socialismo corporativo. En el propio proletariado hay una élite conocedora del valor de la disciplina y del trabajo esforzado, una élite que comparte con sus antepasados rurales la idea de sacrificio por metas más altas, el valor de la obediencia y de lo común. El “socialismo” spengleriano consistirá en un apartamiento completo del socialismo marxista, y en un ataque frontal al “nihilismo” que ciertos embaucadores de la clase obrera (ellos mismos pequeño-burgueses, como el propio Marx) introducen en los trabajadores alemanes y de los demás “pueblos blancos”.

 

“Nace así el nihilismo, el odio abisal del proletario contra toda clase de formas superiores, contra la cultura como conjunto de las mismas y contra la sociedad con su sustrato y su resultado histórico. Que alguien tenga forma, que la domine, que se sienta bien en ella, mientras que el hombre ordinario la siente como una atadura: que el tacto, el gusto y el sentido de la tradición sena cosas que forman parte del patrimonio hereditario de las culturas superiores y presupongan una educación; que haya círculos en los que el sentimiento del deber y de la abnegación no sean ridículos, sino motivos de distinción, les llena de un sordo furor, que en épocas anteriores se agazapaba en un rincón y espumarajeaba a la manea de Thersites pero que hoy se extiende amplia y generalmente, como concepción del universo, sobre todos los pueblos blancos”[15] .

 

 

La idea no es nueva. Ya se encuentra presente en Nietzsche y en toda la tradición contrarrevolucionaria: el proletario es un envidioso y ha sido embaucado en la fantasía de la Igualdad. Como la Igualdad formalmente proclamada como Derecho no se ve plasmada en una Igualdad material, el proletario se lanza a la rapiña movido por un intenso odio hacia quien es mejor, hacia quien le supera no ya sólo en dinero y posesiones, sino en cultura, fineza, gusto, moral, gracia. El mundo capitalista industrial es así, el imperio de la ordinariez, de la bajeza: “la plebe ha llegado a ser la que da el tono” . Esa plebe que ha marcado el tono en la sociedad industrial de masas es la que no permitirá jamás una severa reorientación del sistema educativo, con la necesaria formación de élites, de sabios y capaces. Las sucesivas leyes educativas españolas, desde la LOGSE hasta la actualidad, no son más que emanaciones plebeyas de esa masa que odia lo selecto, lo noble, lo superior, lo esforzado, lo profundo. Spengler, de nuevo:

 

Y esa es la tendencia del nihilismo: no se piensa en educar a la masa llevándola a la altura de la cultura auténtica; ello es labor ardua y penosa, para la cual faltan quizá ciertas premisas. Por el contrario: el edificio de la sociedad debe ser arrasado hasta el nivel de la plebe. Debe regir la igualdad general: todo debe ser igualmente ordinario. La misma manera de agenciarse dinero y de gastarlo en el mismo género de diversiones: panem et circenses –no se necesita más ni se comprende más-. La superioridad, el gusto, las buenas maneras y toda clase de categoría interior, son un delito. Las ideas éticas, religiosas y nacionales, el matrimonio para tener hijos, la familia y la soberanía del Estado, son cosas pasadas de moda y reaccionarias[16].

 

El igualitarismo desbordado y fanático conlleva una destrucción de la cultura, acelera la muerte de ésta en su fase de civilización: es el nihilismo, esto es, la negación decadente de los propios valores cimentadores del ser. Familia, educación, patria, conocimiento, religión. Todo llega a disolverse por la envida y el odio al valor. España estaría viviendo hoy, en el siglo XXI, los mismos procesos nihilistas y disgregadores que Spengler observó en la Europa de principios de los años 30 del siglo pasado, preanuncio de la Gran Guerra:

 

“La ordinariez de todos los Parlamentos, la inclinación gneeral a participar en negocios poco limpios, cuando prometen dinero sin trabajo; el jazz y los bailes negroides como expresión psíquica de todos los círculos; el maquillaje de las prostitutas, adoptado por todas las mujeres; la manía de los literatos de ridiculizar en novelas y obras teatrales, con el aplauso general, las severas opiniones de la sociedad distinguida, y el mal gusto, extendido hasta la alta nobleza y hasta las viejas familias soberanas, de libertarse de toda coerción social y de toda vieja costumbre, demuestran que la plebe ha llegado a ser la que da el tono”.[17]

 

 

La clase política corrompida y desvergonzada, el empresariado canallesco, la Academia nepotista e ignorante… todo reproduce el bajón general de la cultura deseado por la hez igualitarista a ultranza. La juventud adopta comportamientos salvajes, como los tatuajes, los piercings, los bailes frenéticos de la tribu africana. El matrimonio honrado, garante de la estabilidad social y emocional es escarnecido, sometido a la burla general. El intelectual bien cebado por la prensa de masas, tanto como los rebaños alcoholizados del “botellón” coinciden en su nihilismo, en su ataque y rechazo a todo cuando significó, por espacio de siglos, una Tradición, una Civilización. Ahora, no tanto el marxismo –tan temido como poco comprendido por parte de Spengler- como el nihilismo, rueda por Europa y por España como una apisonadora que nunca se va a detener. A partir de la LOGSE, y de manera muy brusca y artificialmente buscada desde el progresismo, los rebaños de cuerpos jóvenes adocenados, sin cerebro ni formación, sin ética y sin norte se disponen a una automarginación completa, cuando no a la esclavitud y a la prostitución generalizadas.

 

 

5. Recuperación de la España nórdica y del sentido nórdico y familiar de propiedad.

 

Debe tenerse en cuenta que el capitalismo en su fase actual no toma como base la propiedad privada personal sino que se trata más bien de un sistema de dominación ejercido por grandes corporaciones trasnacionales, donde la ficción jurídica de una muchedumbre de accionistas-propietarios es destrozada en su esencia por el control riguroso de las mismas acciones a cargo de un reducido grupo de individuos anónimos. La propiedad familiar, comunitaria, la vida corporativa de las profesiones, la granja del campesino, la pequeña y mediana empresa basada en la familia, la vecindad, la societas creada entre quienes confían mutuamente y se tratan cara a cara…todo eso sufre y se mutila. Y no es precisamente un colectivismo bolchevique el que está acabando con ello. Es un colectivismo capitalista masificador, enemigo de la persona, creado por el capitalismo voraz en su fase más voraz: la fase tardía de las grandes multinacionales y de los grandes comandos especulativos capaces de poner a los estados –antaño soberanos e incluso imperiales- de rodillas. Estos comandos de piratas y corsarios financieros han barrido con aquello que el comunismo no pudo barrer: con la propiedad. Europa entera se desangra como civilización al perder el sentido más íntimo y profundo de su ser, la propiedad. Y donde este sentido se conservaba sano y fresco era en el campo y en el pequeño taller. Dice Spengler: “la propiedad auténtica es alma[18]) . Pero el capitalismo especulativo y transnacional hace que todos perdamos el alma. La izquierda –no ya la bolchevique sino toda la izquierda- desconfía de la propiedad en sus proclamas, pues la base esencial de estas ideologías es la aniquilación (el nihilismo) de la propiedad, aunque esconda tal proyecto, y su casta de ideólogos y políticos sea una casta ávida en la acumulación de bienes. Pero de éstos, los bienes inmuebles, el sentido de la tierra, es el que más ajeno y antipático les resulta. Y es que “la propiedad verdadera es siempre inmueble en el más profundo sentido. Está adherida al propietario[19]. En la izquierda, incluso la más moderada, hay una raíz revolucionaria, de absolutismo al estilo “clásico” (antiguo, grecorromano). El estado viene a ser el verdadero propietario, incluso la libertad de que goza el hombre no es real ni efectiva en cuanto hombre sino en cuanto ciudadano. Fue nuestro Ortega quien nos ayudó a diferenciar de manera estricta liberalismo y democratismo. El liberalismo no tiene por qué ser demócrata y hunde sus raíces en el derecho medieval, en el “castillo”, en el personalismo feudal de los germanos. Por el contrario el democratismo viene de Grecia, procede del despotismo de la polis: el pueblo es quien detenta la función pública, mientras que el liberalismo procede de Germania y su punto focal es muy diferente: es accidental quién detenta el poder legítimo, pero es esencial que cada persona haga valer sus derechos personales, que no son “universales” sino privilegios. El poder de la tierra, el valor obtenido por el trabajo propio o la conquista, la indivisibilidad del terruño (o mayorazgo), fueron fundamentos materiales junto con el elemento espiritual de un cristianismo (fáústico, que no mágico) sobre los que se elevó la cultura europea a lo largo de la Edad Media. Todavía en el siglo XX, casi por instinto, Spengler podía advertir un sentido ascendente o declinante en las familias que acuden o huyen del sentimiento de propiedad territorial: “Por eso las familias que se elevan aspiran siempre a la propiedad territorial como forma primordial de los bienes inmuebles, y las que descienden procuran transformarla en dinero contante y sonante. En ello reposa también la diferencia entre cultura y civilización[20]. Fue Adam Müller, el famoso economista y pensador romántico quien subrayó en el siglo XIX la importancia civilizadora del mayorazgo del sentido de la tierra y del concepto de la propiedad agraria[21]. El orgullo que de su caserío y terruño posee el más humilde campesino libre es comparable y no menor al orgullo que posee de su legado el más rico aristócrata agrario. La relación que el propietario agrario posee con sus bienes es esencialmente la de un monarca o un señor feudal que, con sentido dinástico, se lanza a lo largo del tiempo desde el pasado hacia el futuro, sintiéndose él no un déspota con derecho puntual –derecho de uso y abuso- sobre hombres y bienes (acaso esta es la noción romana de propiedad privada) sino como heredero y responsable de unos bienes inmuebles e indivisibles y de unos lazos personales sobre los que actúa en el presente, pero que perdurarán tras su muerte. Todavía en el norte de España, en la casería asturiana, p.e., se detecta –en sus formas más puras- esta noción de casería no como simple “empresa familiar” agraria sino como pequeño reino. En efecto la casería tradicional posee nombre propio distinto del de su dueño presente, y que se mantiene incluso cuando es adquirida por personas ajenas al núcleo familiar original. El “heredero” es buscado generalmente en el primogénito, pero si éste falla, el heredero es buscado en el resto de la descendencia, en la parentela o incluso fuera, igual que los territorios políticos del Antiguo Reino cuando sentían que su trono legítimo se encontraba vacante.

 

El sentido de propiedad en el liberalismo a partir de Smith se habría desplazado hasta la distorsión. Coincidiendo con el triunfo de la ciudad y de la industria sobre el campo, con la creación de masas de capital desligado del trabajo campesino e industrial, la propiedad se vuelve progresivamente abstracta, es propiedad vinculada al capital y el capital, como decía Marx, no es otra cosa que un entramado de relaciones sociales. La propiedad burguesa, abstracta, ciudadana, racionalista, está necesariamente ligada al espectáculo. Spengler supo anticiparse a estas nuevas visiones del capitalismo: este es un sistema vinculado al espectáculo y con él regresamos al espíritu antiguo, al de la riqueza de los romanos: “…lo esencial es siempre el espectador. Todo el mundo tiene que saberlo: de otro modo no tendría sentido[22]. Pocos espectadores había, por el contrario, en la Europa pre-industrial, en la España de castillos y casonas esparcidas por el campo. No era el lujo –la lujuria por lo material- lo que se hacía ostensible, sino el blasón y el privilegio en aquellas tierras de España aún no sojuzgadas por la ciudad y la burguesía. Como bien recuerda Ortega hablando de las casonas “cántabras” (es decir, de la España húmeda y septentrional, en el sentido que le da nuestro filósofo al término Cantabria), estas construcciones austeras, propiamente, no denotan riqueza, acaso un bienestar rural y plácido y una exhibición de las armas del linaje[23]. El burgués racionalista de las ciudades no posee –salvo en casos limitados en los que hay un anhelo de fundar nuevas dinastías nobles- el sentido histórico y genealógico. Las cuadrículas de la ciudad reproducen en cierto modo la carencia de todo sentimiento histórico. El racionalismo que antecede y acompaña al capitalismo, que justifica el imperio de la burguesía, es un modo de contemplar el mundo absolutamente antihistórico. Cada burgués y cada proletario (pues ambas clases sociales se generan bajo el mismo absolutismo de la Razón y de la carencia de la Historia) ve el mundo como sucesión de presentes, como puntos que se apretujan en una línea y la línea en sí misma nunca es percibida. Por ello en cualquier momento el racionalismo abstracto cree que es posible una Revolución, un “partir de cero”. De no ser por la filosofía burguesa y racionalista, jamás se habría conseguido movilizar a masas enteras de proletarios, que no de pobres. Spengler nos recuerda que la riqueza es un concepto relativo, que se puede vivir bien con poco y sumirse en el descontento cuando, comparativamente, se es un privilegiado.

 

“[…] desde el siglo XVIII, desde la emergencia del pensamiento racionalista sobre la vida, la historia y el destino humano, la envidia, ajena al trabajador esforzado y aplicado por naturaleza, ha sido metódicamente fomentada, y precisamente por e mundo abisal de los políticos profesionales democráticos y por los escritores de actualidad, como Rousseau, que ganaban dinero con ello o satisfacían sus sentimientos morbosos. La codicia de la propiedad ajena, calificada de robo, sin estimar o considerar siquiera el trabajo y el talento a ella enlazados, es elevada a la categoría de concepción del universo, y tiene, por consecuencia, una correspondiente política desde abajo”.[24]

 

Lo humano, por encima de las banderías anticuadas como la que enfrenta izquierda y derecha, estriba en una defensa de la propiedad productiva. No la propiedad como botín, como rapiña extraída del saqueo (modelo inglés) ni como oportunidad para el goce y base del rentista (modelo francés), sino la propiedad “prusiana” en el sentido spengleriano (que no es el sentido marxista). Todo empresario y todo obrero es un funcionario del Estado, un servidor de la comunidad. El caserío, la empresa, la habilidad y destreza profesional…todo ello concebido como un feudo a cuidar con amor y no como una mercancía de la que se puede usar y abusar. La verdadera “igualdad” no estriba en equiparar al funcionario, al campesino y al patrón con un obrero. El socialismo spengleriano pasa por el reconocimiento de la desigualdad de funciones que el funcionario, el campesino, el patrón y el obrero han de desempeñar buscando la excelencia en su dedicación y la promoción en el rango, no en la obtención de botines y en el saqueo recíproco. Todos hemos de ser funcionarios: he aquí un lema que hoy es muy poco correcto políticamente. No gusta ni al liberal ni al obrerista. Pero debe hacernos pensar si, con su evitación, seguimos por un buen camino.[25]

 

 

Referencias Bibliográficas



[1] Oswald Spengler: Años Decisivos. Alemania y la Evolución Histórica Universal. Colección Austral. Espasa-Calpe, Madrid, 1982. Segunda Edición. Trad. De Luis López-Ballesteros, p. 115.

 

[2] Spengler, O. (1998): La Decadencia de Occidente. Bosquejo de una Morfología de la Historia Universal. 2 Vols. Trad. de Manuel García Morente. Espasa Calpe. Madrid.

 

[3] J. Ortega y Gasset: España Invertebrada. Alianza Editorial, Madrid, 2001.

[4] El libro de Armando Besga Marroquín, Los Orígenes Hispanogodos del Reino de Asturias (Real Instituto de Estudios Asturianos, Oviedo, 2000) demuestra que el elemento germánico era superior proporcionalmente en Oviedo que en Toledo. La onomástica y otros datos avalan el cariz más germano del Asturorum Regnum–acentuado por la base social indígena de los astures y cántabros, próxima a éste- que su ancestro toledano. No obstante, la cultura cristiano-romana tardía, “isidoriana” es la misma a ambos. Sobre el carácter celtogermánico del Reino de Asturias, véase Nuestro trabajo: L'Asturies celtoxermánica a la lluz d'Oswald Spengler (1ª parte) N´Ast: cartafueyos d'ensayu, Nº. 7, 2011, págs. 23-39

 

[5] Oswald Spengler: Prusianismo y Socialismo. Ediciones Nueva República, Molins de Rei, 2011.

 

[6] Franz Neumann: Behemoth. Pensamiento y Acción en el Nacional-Socialismo. Fondo de Cultura Económica, México, 2005.

 

[7] Claudio Sánchez-Albornoz: El Reino de Asturias: Orígenes de la Nación Española. Real Instituto de Estudios Asturianos, Oviedo, 1979.

 

[8] José Luis Villacañas: La Formación de los Reinos Hispánicos. Espasa, Madrid, 2006.

 

[9] Una excelente antología de textos musulmanes y cristianos que describen la sociedad mora en la península, la encontramos en Claudio Sánchez-Albornoz: La España Musulmana, según los autores cristianos e islamitas medievales. Espasa-Calpe, Madrid, 1986.

 

[10] Años decisivos, p. 43.

 

[11] Angel Ganivet: Idearium Español con El Porvenir de España. Espasa –Calpe, Madrid, 1990. Edición de E. Inman Fox.

 

[12] Años Decisivos, p. 151.

 

[13] Años Decisivos, p. 94.

 

[14] Años Decisivos, p. 95.

 

[15] Años Decisivos, pps. 95-96.

 

[16] Años Decisivos, p. 97.

 

[17] Años Decisivos, p. 96.

 

[18] Años Decisivos, p. 99.

 

[19] Ibíd.

 

[20] Años Decisivos, p. 100.

 

[21] Véase nuestro trabajo¨: “La Economía Orgánica de Adam Müller”, Revista La Razón Histórica, nº 18, mayo-agosto de 2012:   http://www.revistalarazonhistorica.com/18-2/

 

[22] Años Decisivos, p. 100.

 

[23] José Ortega y Gasset: El Espectador. Biblioteca Básica Salvat,

 

[24] Años Decisivos, pps. 102-103.

 

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Nº51. MIEDOS PASADOS Y PRESENTES

Nº50. DINÁMICAS HISTÓRICAS

Nº49. CAMBIO Y CONTINUIDAD

Nº48. SENTIDO COMÚN

Nº47. PASADO PRESENTE

Nº 46. LA CRISIS DEL CORONAVIRUS

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