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Los orígenes de la Beneficencia. Humanismo cristiano, Derecho de pobres y Estado liberal.

 

 

Sergio Fernández Riquelme.



Historiador y Profesor de Política social. Universidad de Murcia (España).



Resumen: En este artículo abordamos, de manera general, los orígenes de la Beneficencia; para ello recuperamos historiográficamente sus tres grandes puntos de inflexión: el humanismo cristiano, el Derecho de pobres y el nacimiento del Estado liberal. 

Palabras clave: Beneficencia, Derecho de Pobres, Humanismo, Estado liberal.

 

 

 

 

            El impacto del Renacimiento, época de renovación cultural y espiritual, unida al nacimiento del Estado-nación (tras la reforma protestante y las subsiguientes Guerras de religión), marcó un profundo cambio en las estructuras sociales del Occidente europeo. Desde el siglo XV, el incipiente desarrollo de las sociedades mercantiles y burguesas, de las ciudades y los poderes centralizados, comenzaron a generar las primeras formas de asistencia social sobre el ideal de beneficencia pública. Junto a las tradicionales formas de actuación comunitaria y caritativa, los poderes públicos, especialmente de las nuevas ciudades comerciales, tomaron responsabilidad en la ayuda directa a los más necesitados. Nacía el “socorro público”, que combinaba el ideal solidario del nuevo humanismo cristiano (que situaba al hombre “como centro de todas las cosas”), y las necesidades de control social y represión de la pobreza de la incipiente sociedad burguesa y capitalista (Moix, 1975: 174).

            La combinación del ideal de la Sociedad burguesa y los imperativos del Humanismo cristiano dieron lugar, en este tiempo, a una beneficencia o “acción graciable”, donde la administración pública (de ámbito municipal) tomaba la responsabilidad correctora de la pobreza; por ello, fue el Ayuntamiento de Brujas (Flandes) el primer organismo público que convirtió la asistencia caritativa a los pobres en un plan municipal de Beneficencia pública (1526). Tras esta primera gran etapa, la Beneficencia alcanzará desarrollo normativo en la Inglaterra isabelina, a través del llamado Derecho de pobres. Finalmente, la instauración del Estado liberal, trasunto último de la pretendida revolución moral e ideológica de la Ilustración francesa mediante la Revolución política (1789, 1830), conllevó la instauración del “Estado policial” que respecto a la pobreza y la mendicidad, los consideraría enemigos del progreso material, contratiempo al desarrollo productivo y anomalía urbana para la nueva mentalidad burguesa. Así, las viejas tradiciones seculares ligadas a la tradición y la comunidad (ayuda mutua vecinal o municipal, la inmensa obra caritativa de la Iglesia) dejaban paso en el mundo occidental a la acción graciable y correctora de un poder público que pocos años después, especialmente tras la Revolución social de 1848, vio frente a sí a un conjunto de movimientos socialistas y comunitaristas que, representado a los obreros y proletarios sometidos por las exigencias de la industrialización acelerada o descontrolada, planteaban los fundamentos del orden social justo desde coordenadas nunca vistas hasta ese momento.

 

            Un largo tracto histórico, germen de las primeras formas públicas de acción y asistencia social organizada por el poder público de manera centralizada (pese a evidentes limites según los momentos y los territorios), que finalmente aglutinó, tras la edificación del Estado social y sus primeras leyes de regulación socio-laboral, las medidas e instituciones asistenciales ajenas o colaterales del nivel contributivo de protección y previsión social en la Europa contemporánea. Y que, paradójicamente, vuelven a desarrollarse con fuerza a inicios del siglo XXI bajo nuevos fenómenos asociativos o bajo las perennes manifestaciones de la Caridad cristiana, ante los límites o defectos del modelo actual del Estado del bienestar y sus derechos de ciudadanía.

 

a)     El humanismo cristiano.

En este cambio cultural, y en gran medida antropológico, destacó la labor del novedoso humanismo cristiano, marcado por el magisterio de Erasmo de Rotterdam [1466-1536] y su Encomion moriae seu laus stultitiae (Elogio de la locura, 1511), y por las tesis sobre la justicia del teólogo dominico Domingo de Soto [1494-1570] en De iustitia et iure (1557). La nueva óptica sobre el hombre como “nuevo centro del mundo” marcó la labor de los humanistas, así como las tesis paternalistas de control de la mendicidad, en la que los estudiosos españoles tuvieron enorme relevancia (cuando el Imperio hispánico era la potencia del mundo conocido). De esta manera, entre el s. XV y el s. XVI se sucedieron numerosos manuales y tratados que aspiraban a difundir un nuevo compromiso con la dignidad humana, así como plantear una regeneración moral y social desde el “socorro público” de los más necesitados. Así, Fernán Pérez de Oliva [1494-1533] en Diálogo de la dignidad del hombre (1494) ya planteaba una revisión moral y cívica de la “humanitas”, que más tarde Vives, Giginta o Pérez de Herrera vincularán con “el amparo de los pobres” (Martín, 1998).

            Todo lo señalado se manifiesta en Juan Luis Vives [1492-1540], quién en 1526 publicó el Tratado Sobre el socorro de los pobres (De subventione pauperum). Publicado en Brujas (la parte de Flandes bajo dominio español), a petición del senado y de los burgomaestres de la ciudad, este Tratado defendía la necesidad de dotar a las obras de caridad de un sentido de eficacia, organización y racionalidad para un correcto “bien obrar”. Tomando como referente el estilo escolástico, marcado por el magisterio de Santo Tomás de Aquino [1225-1274], en lo referente a las exigencias de la fe y las pruebas de la razón, Vives argumentaba que la prevención y el socorro de los pobres debía ser una función ineludible del Estado moderno emergente. Por ello, en el primer libro de su Tratado, “Origen de la necesidad del hombre: fundamentación teológica y filosófica de la ayuda al necesitado”, Vives planteaba lo imperioso de la acción de los gobernantes y de la colectividad a la hora de ocuparse de los necesitados, subrayando  las ventajas humanas y divinas de esta ayuda, centrada en los siguientes puntos:

a)      Redistribución de la riqueza, siguiendo el modelo evangélico,

b)      Reconversión de los hospitales en centros de trabajo, y obligatoriedad para todos los pobres,

c)      Instituciones de Socorro público para recoger a los pobres, perfectamente cuidadas,

d)     Registro de los necesitados por las autoridades,

e)      Control e identificación de vagos y maleantes.

f)       Educación de niños y adultos para un trabajo con el que puedan salir dignamente de la pobreza (Vives, 1997: 46-47).

 

 

            Rosanvallon señalaba que la obra de Vives suponía una tipo de “economía política del empleo”, al proponer el tratamiento de la pobreza mediante el trabajo organizado de los más necesitados; con ello superaba la idea medieval de la pobreza como “bendición” y la limosna como “remedio”. En el contexto de la emergente burguesía comercial de Flandes, Vives reclamaba la intervención del Estado, obligando a los pobres a trabajar en labores proporcionadas por la misma autoridad pública. Por ello, en su Tratado subrayaba que la asistencia al menesteroso incapaz de trabajar tenía que ser obligación del servicio público, sufragada mediante limosnas y rentas de establecimientos benéficos; para ello contaría, además, con una policía de la mendicidad (para la reclusión de los maleantes), con una serie de centros de trabajo obligatorio, y con un sistema concertado de asistencia hospitalaria (Rosanvallon, 1995: 133).

            Esta serie de medidas de asistencia social partían, para Vives, de una doble consideración: el deber esencial del gobierno en el remedio de la pobreza, y la obligación al trabajo como medio de conversión del delincuente e integración social del pobre (Vives, 1997: 56-57). Pero todos los pobres no eran iguales para Vives, y por ello no debía ser igual su “recogimiento”: los que vivían en los hospitales necesitaban centros para los que se solicitaría un riguroso control; los que mendigaban públicamente y eran aptos para el trabajo, tenían que ser ocupados; y los que sufrían sus necesidades en casa debían ser asistidos en ella (Moix, 1974). En todo caso, esta atención suponía, de un lado, la estricta reglamentación de la mendicidad para proteger el decoro y seguridad de la ciudad, y por otro, el aumento de la mano de obra disponible para artesanos y mercaderes burgueses; elementos contenidos, asimismo, en la obra de Cristobal Pérez de Herrera [1558-1620]Discursos del amparo de los legítimos pobres y reducción de los fingidos: y de la fundación y principio de los albergues de estos Reinos y amparo de la milicia delloos (1598).

            En este momento histórico, aproximadamente hacia 1545, se planteó el debate doctrinal sobre la asistencia social, siendo España centro del mismo[1]. De un lado persistía la tradición medieval centrada en el orden social estamental, el ejercicio de la caridad y la libertad de los pobres para mendigar; a esta corriente respondió la obra del teólogo dominico Domingo de Soto [1494-1570], que en la Deliberación en la causa de los pobres (1545) defendía los valores del viejo orden señorial, la primacía de la caridad y la defensa de la libertad para mendigar, escribiendo que “el pobre que tuviere cualquier necesidad nadie le puede estorbar que pida limosna (….) empero en estando de bastante proveídos de sus necesidades, ya no les es lícito a título de pobres pedir más limosnas” (Alemán, 2010: 62).

            De otro lado, se fueron difundiendo las tesis humanistas y burguesas de restricción de la caridad, de impulso del socorro público y de la persecución de la mendicidad, con la obra del fraile benedictino Juan de Robles [1492-1572] como exponente, siguiendo la obra de Vives, de una nueva concepción burguesa de la sociedad, como puso de manifiesto en De la orden que en algunos pueblos de España se ha puesto en la limosa para el remedio de los verdaderos pobres (1545). En ella principiaba la separación de la acción pública y la privada en la atención de la pobreza, defendiendo la competencia de la autoridad pública sobre la administración de hospitales y el control de la mendicidad a través de su censo y su obligación laboral; llegaba a esta conclusión tras advertir que la pobreza era consecuencia de problemas económicos, y en época de bonanza o expansión, el trabajo debía convertirse en una obligación moral. Por ello, solo se podría proporcionar ayuda en esta situación a aquellos que no pudiesen trabajar y subsistir por sus propios medios (Maza, 1987: 55.

 

            A estas tesis se sumaría Miguel de Giginta [1534-1588], que presentó al Rey en 1576 un Memorial sobre el cuidado de los pobres, que posteriormente fue publicado en Coimbra (Portugal) como Tratado del Remedio de Pobres (1579). En este texto señalaba como sólo mendigarían los vagos y los pobres reales si el poder público ofrecía instrucciones adecuadas y suficientes a los necesitados. Proponía, en primer lugar, la libertad vigilada de los pobres y en segundo Casas de Misericordia para reinsertar a los pobres verdaderos en la comunidad. En el caso de las Casas, serían diseñadas como centros para albergar, alimentar y ayudar física y espiritualmente a sus acogidos y, además, formarles laboralmente, mejorando sus condiciones de salud. Ahora bien, en ellos el trabajo era obligatorio (lo que permitía la autofinanciación de los mismos), y combinarían la formación espiritual a cargo de religiosos (siendo la capilla el núcleo del Centro) y el control municipal de los lugares civiles (teoría que continuó, más tarde, en Atalaya de la caridad, 1587)[2].

            Posteriormente, el mismo Cristóbal Pérez de Herrera publicó en 1598 la obra Amparo de Pobres, tras un suceso trágico en Castilla: la avalancha de mendigos que llenó las principales ciudades del Reino tras una grave sequia. Pérez de Herrera interrelacionó esta crisis económica con la pobreza, la ociosidad y el “parasitismo rentista” (en especial por el peligro social de “los pobres falsos”), causas de de los problemas espirituales, sanitarios y económicos del país. Ante ellos, propuso una serie de instituciones de asistencia, los “Albergues de Pobres”, que aunarían la responsabilidad civil y la dedicación religiosa y asimismo defendió el control riguroso de la mendicidad, a través del llamado “escrutinio de mendicantes”, mediante el cual, el que fuera reconocido como “pobre legítimo” recibiría una autorización para mendigar por un año (con la imagen de la Virgen y las armas de la ciudad, y la aprobación del administrador del albergue y de los diputados). Las actividades caritativas se organizarían siempre en el ámbito de la parroquia, a cargo de las Hermandades de Misericordia, siendo el hospicio o albergue para pobres la institución principal en la prestación de socorros (Domínguez, 1984). Ahora bien, estos albergues no podrían ser simples centros asistenciales u hospicios, sino parroquias y dormitorios que servirían para la regeneración moral desde la práctica de la doctrina cristiana; por ello, las Casas serían dirigidos por un sacerdote y controlados por un regidor, asistidos por dos diputados: uno clérigo y otro seglar (González Seara, 2000).

Asimismo, distintos pensadores sociales españoles profundizaron en la búsqueda del “remedio de la pobreza” desde el reinado de Felipe II (Alemán, 2010: 79-80). Se les conoció como “arbitristas” o defensores del desarrollo de la Monarquía hispánica, y entre ellos destacamos, en clave social, a Sancho Moncada [1580-1638] en Restauración Política de España (1646), Caxa de Leruela [1591-1646] y Restauración de la abundancia en España (1631), Martínez de Mata [1618-1670] en Memoriales y Discursos (1650-1660), o Álvarez Osorio [1628-1692] en Extensión política y económica (1686).

            Paralelamente, los estragos de las Guerras de religión en el siglo XVI por todo el Viejo continente, así como las recurrentes crisis alimentarias (malas cosechas y epidemias), impulsó la difusión de un gran conjunto institucional de hospitales religiosos en Europa, fundados por órdenes religiosas gracias a la limosna y las donaciones tanto de las mismas comunidades como de personalidades políticas y civiles. En este contexto encontramos la enorme labor de San Vicente de Paúl [1581-1660], en una Francia desolada por las grandes hambrunas desde finales del siglo XVI y la Guerra de la Fronda.

         Para atender a los más necesitados (siguiendo el ideal de “al servir a los Pobres se sirve a Jesucristo”) fundó, hacia 1617, la congregación de Las Damas de la Caridad, formada por señoras acomodadas que visitaban a los pobres llevándoles a sus familias ropa y comida. Posteriormente inspiró, en la región de Lorena, el nacimiento de la orden religiosa Compañía de las Hijas de la Caridad (1633), gracias a la figura de su colaboradora Luisa de Marillac [1591-1660] y de cientas de hijas de labriegos dedicadas a atender expresamente a los pobres[3]. Una orden de enorme difusión por Europa que destacó por la siguiente labor:

 

  • Distribución de la recaudación de fondos por parte de las damas de la caridad, previniendo la limosna arbitraria.
  • Prestación de socorro de una forma individualizada y discreta, buscando impulsar su capacidad de automantenimiento.
  • Acompañamiento de las familias necesitadas, controlando los casos personalmente y valorando la ayuda otorgada (Fernández, Parejo y Pizarro, 2006).

 

b)    El Derecho de Pobres Inglés.

            Las tendencias de represión de la mendicidad y de control público de la pobreza, germen de la Beneficencia moderna, encontraron en Inglaterra un punto de inflexión. En el siglo XVII se institucionalizó el ”Derecho de pobres” en el país pionero de la industrialización, como forma de “trabajo penitenciario” de los pobres. Esta fórmula nacía, pues, como medio de mantenimiento del orden público y de disciplina del  trabajo en plena expansión de la industria manufacturera moderna. Asimismo, significaba el inicio de la secularización de la acción asistencial, al usar el Estado las instalaciones y funciones religiosas (dado que en Inglaterra la Iglesia anglicana pertenecía al misma Estado); por ello, Moix definió con acierto este proceso de la siguiente manera “el gran Leviathán estaba empezando a reemplazar, en algunos lugares, al Buen Samaritano” (Moix, 1974: 255).

            De esta manera, Inglaterra fue precursora de la Beneficencia pública con su Ley de pobres (PoorLaw)[4]. Proclamada en 1598, a finales del mandato de la reina Isabel I, se desarrolló plenamente con el Act for the Relief of the Poor (1601), con la finalidad de combinar la corrección de la pobreza y el mantenimiento de los niveles mínimos de subsistencia de los individuos sin trabajo (mendigos, niños abandonados, desvalidos, minusválidos, ancianos, etc). Esta legislación recogía prácticas anteriores, como la Ley para la ayuda de los pobres de 1597 (también conocida como “Poor Law antigua”), y generó un sistema de atención y control social de ámbito parroquial (en manos de la Iglesia anglicana, oficial del Reino Unido), y sufragado con la recaudación de tasas locales (Moix, 1975).

 

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            Este nuevo sistema puso las bases institucionales del la Beneficencia o “socorro de los pobres”, organización pública de la caridad y la asistencia comunitaria; en ella se confirmó la responsabilidad de la parroquia y la comunidad en la manutención y en la provisión de trabajo a los pobres. Los principios de este sistema eran meridianamente claros: control social, responsabilidad pública, ética del trabajo y obligaciones familiares (Moix, 1978). De esta manera se prohibía la limosna, se recluía obligatoriamente a los pobres aptos para trabajar, y se excluía de la asistencia pública a los no residentes y a aquellos con familiares capaces de ayudarles. Por ello la asistencia social proporcionada se centraba, en primer lugar, en atender a las personas enfermas o mayores para el trabajo fabril y artesano (los llamados “pobres impotentes”), mediante el suministro de bienes de primera necesidad (comida o  “pan parroquial'”. y vestimenta) o su ingreso en un alms houses parroquiales, aunque éstas fueron usualmente instituciones caritativas privadas. En segundo lugar, se centró en la “corrección social” de los pobres y mendigos considerados capaces para el trabajo pero que se negaban, por una u otra razón, al mismo; se les ingresaba en Casas de Corrección (surgidas en cada Condado desde 1607) o en Casas de Trabajo (workhouses). 

En ambos casos, el sistema buscaba el control social en época de expansión económica (al ampliarse el mundo conocido con el descubrimiento de América e iniciarse la colonización de puertos en África y Asia), mediante la integración laboral de los pobres, la reducción de la pobreza, e incluso su corrección moral-educativa (que en algunos casos incluían castigos físicos). Su ámbito era esencialmente comunitario, donde el supervisor de pobres conocía a la población afectada y determinaba quién recibiría las ayudas y quién necesitaba ser corregido.

 

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Los pobres sin trabajo o los mendigos eran considerados, pues, un peligro para el orden civil, y ante el creciente número de necesitados que regresaban a los pueblos, donde las parroquias solían ser más generosas, se sancionó la Ley de asentamiento de 1662, que regulaba la ayuda solo a los residentes establecidos en una parroquia, mediante las actas nacimiento, matrimonio y educación (Himmelfarb, 1998). Sus fundamentos remitían, pues, se a caridad pública, la ética protestante, la autoayuda y la responsabilidad individual, y en nueva concepción de la pobreza y su remedio: las diferentes situaciones necesitan remedios distintos. Para ello desarrolló tres grandes instituciones: los Jueces de paz, los Inspectores de pobres y las casas de trabajo (Workhouses)

            Los Jueces de paz eran los responsables de la gestión de la asistencia social y corrección de la pobreza en un distrito concreto. Nombrados por la corona entre personas con prestigio social, seleccionaban directamente a los inspectores de pobres. En 1601 se legisló su actividad, dando lugar a un Código que contemplaba las principales medidas de actuación: a) Asegurar que cada familia asistía y cuidaba de sus personas mayores; b) Controlar que solo se asistía a las personas que hubieran vivido más de tres años en la misma demarcación; c) Responsabilizar a la familia de los cuidados de sus miembros; d) Promover y recaudar la generosidad social d) Detectar y distinguir entre aptos y no aptos para trabajar, proporcionando quehacer o ayuda según su condición; e) y finalmente, controlar que se cumplían los requisitos para mantener las ayudas sociales mediante la inspección.

            Los Inspectores de pobres, nombrados como hemos visto por los Jueces de paz, eran los responsables de gestionar y controlar las ayudas económicas en cada parroquia de las ciudades, asegurando la integración laboral de las personas sin recursos pero capacitadas (en especial para el sector textil). De esta manea atendía la solicitud de cada pobre que demandaba socorro, investigaba sus condiciones y capacidades, y decidía si merecía o no recibir ayudas, si era ingresado en un hospicio o un asilo, si era puesto a trabajar o asistido en el hogar. Asimismo obtenía los recursos necesarios para la acción benéfica, recaudando el impuesto para los pobres fijado sobre las tierras y las casas, así como los diezmos de todos los habitantes, y llevando un registro de lo que recibía y pagaba. Además actuaba como intermediario laboral, controlando el trabajo de menores como aprendices para las grandes empresas de la zona (Friedlander, 1979: 19).

            Finalmente, las Casas de trabajo (workhouses) se convirtieron en la piedra central del sistema. Se edificaron como centros de asistencia, trabajo y reeducación obligatoria de las personas sin recursos y marginadas de la industrializada sociedad inglesa. Las primeras workhouses se crearon en Abingdon (1631) y Exeter (1652), pero será la de Bristol (1696) el modelo seguir: un centro de atención, formación y alojamiento para las personas sin trabajo (los distinguidos como “pobres y excluidos”), así como de corrección socioeducativa para delincuentes menores de edad. Centros cargados de polémica tanto en sus fines y sus medios, que fueron abolidos en 1930, aunque algunos de los mismos subsistieron como nuevas “Public Assistance Institutions” hasta la aprobación del National Assistance Act de 1948 (Schwartz, 1967).

 

 

c)      El Estado liberal: de la Ilustración al orden público.

            El espíritu laicista e ilustrado que generó la Revolución francesa [1789], idealizada bajo los principios proclamados de igualdad, fraternidad y libertad, impulsó el desarrollo en Europa y América de la Beneficencia como sistema de asistencia social, bien público, bien privado. Posteriormente, el liberalismo triunfante en la primera mitad del siglo XIX conllevó el desplazamiento de las aun preponderantes acciones caritativas de la Iglesia (cuyos bienes se desamortizaron y se separó su labor de la pública) o de la Comunidad en la atención de la marginación y la pobreza, y la desaparición de la labor de los gremios como organismos de protección y control sociolaboral (De Napoli, 1976). El individualismo había triunfado, y era la hora de una ciudadanía dotada de una serie de derechos naturales y universales (fundados en la razón), de una burguesía emprendedora y racionalista, y de una sociedad basada en el lema liberal “laissez faire, laissez passer” (dejad hacer, dejad pasar), lema usado por primera vez por el fisiócrata francés Jean-Claude Marie Vicent de Gournay [1712-1759].

Ideológicamente, los pensadores ilustrados del siglo XVII impulsaron diversos manifiestos sobre la universalidad de los Derechos humanos. La Declaración de Derechos de Virginia de 1776 y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano francesa de 1789 proclamaba tanto el derecho a la asistencia como “deuda sagrada”, como el derecho a vivir del trabajo propio[5]. Pero la realidad histórica del momento ligaba estos derechos a la situación de los estratos burgueses liberales, dotados de recursos económicos y poder político, como se retrató en las revoluciones liberales de 1830 (como se institucionalización del sufragio censitario).

El pensamiento ilustrado, como subrayará el economista francés Jean-Baptiste Colbert [1619-1683], considerará la pobreza como “problema social” para el desarrollo nacional, y la Caridad y los Gremios como rémoras para el fortalecimiento del Estado. Por ello, frente a las instituciones tradicionales de asistencia social (Iglesia, Gremios, Municipalidades), desde el despotismo ilustrado se impulsarán Sociedades Económicas, dedicadas a la investigación y fomento de acciones de progreso social, y centradas en la atención a los pobres y la lucha contra la mendicidad desde el socorro público, la formación en valores patrióticos y la educación especializada. Entre las medidas de asistencia se impulsarán nuevas tasas municipales para financiar la Beneficencia, sistemas de previsión fundados en los Socorros públicos municipales o regionales (para la enfermedad, la vejez, la viudedad y la orfandad), nuevos centros de formación económica especializada, y finalmente, toda una serie redes de Hospitales, Hospicios o Casas de reclusión para el control y formación laboral de aquellos pobres no integrados familiar ni profesionalmente y sin recursos para ser asistidos a domicilio (Castel, 1997: 129).

Por ello, ante la situación de pauperismo de las personas que quedaban al margen de la incipiente economista capitalista, debía actuar el espíritu de la filantropía, al ser la pobreza concebida como cuestión de salud pública y de seguridad interna. Así nacía un Estado liberal profundamente abstencionista ante los primeros efectos de pauperismo de la industrialización, donde el poder público reconocía, al menos formalmente, una serie de derechos, aunque se excluía asimismo de las acciones contra las consecuencias de los mismos en materia socio-económica. De esta manera, encontramos en Inglaterra la pervivencia de las Leyes de Pobres como sistema centralizado, nacional y público de socorro que ligaba la ayuda a indigentes al trabajo obligatorio en duras condiciones en casas de trabajo. En Francia y España se desarrollaron las Sociedades de socorro, las instituciones benéfico-asistenciales, las acciones filantrópicas y los Montes de piedad, persistiendo en nuestro país las instituciones de caridad eclesiales y congregaciones sin ánimo de lucro (Ruiz Olabuénaga, 2006). Surgía así la moderna Beneficencia, que Rubio Nombela definió como “la organización y actividad que se concreta en la realización de prestaciones graciables de mera subsistencia a favor de indigentes con fondos públicos” (Rubio, 1976: 76).

            En este tiempo histórico se desmanteló progresivamente la vieja comunidad tradicional (Gemeinschaft), fundada en la solidaridad orgánica y en la ligazón vital con la tradición y con el territorio (definida como “Antiguo régimen”). Dejaba paso a la nueva sociedad industrial y liberal (Gesellschaft), sostenida por el ideal capitalista y la mentalidad burguesa. El “Estado policía asumía la administración y cuidado de los establecimientos benéficos que empezaban a perder su autonomía e independencia administrativa.La Beneficencia actuaba como medio de control y “defensa social”, así como instrumento para rehabilitación y conversión en útil de la fuerza de trabajo. La reclusión o confinamiento era el medio para conseguir estos fines y encauzar a pobres y marginados por derroteros de utilidad y orden público.

El desarrollo industrial conllevaba, con el éxodo rural, la concentración urbana, con problemas de hacinamiento, insalubridad y mendicidad. Las urbes industriales de Alemania, Francia e Inglaterra espacialmente, se llenaron de personas con amplias necesidades (vivienda, educación, infraestructuras). Y ante las deficiencias del sistema asistencial público (escasas instituciones, límites presupuestarios o falta de voluntad política), la asistencia social se volcó en el control, la centralización y reorientación del patrimonio de la caridad tradicional, que pasó en gran medida, mediante los procesos desamortizadores, a manos de la Beneficencia pública Se confiscaron los patrimonios de las instituciones caritativas y de las Obras pías, que pasaron a manos de la Hacienda y de los Ayuntamientos con el objetivo de mantener el orden público y contener las epidemias. De esta manera se generalizaron los hospicios municipales y los centros de reclusión y trabajo para controlar a los individuos socialmente marginados y peligrosos, especialmente en los centros urbanos (Comin, 2000: 670).

            Esta filosofía ilustrada y liberal consideraba, siguiendo las tesis de Adam Smith [1723-1790], que la desigualdad y la pobreza era algo “natural”, consecuencia de la diferencia de méritos y capacidades en la sociedad de Mercado. Por ello, la repuesta asistencial era puntual y mínima, al ser su situación de pobreza y marginación responsabilidad de los mismos afectados, al “ser libres de elegir su camino”. En este campo, la nueva burguesía dominante en lo económico y lo político, patrocinó las obras benéficas y las acciones filantrópicas bien por sus propias convicciones religiosas, bien como medio de control de orden que encabezan, bien como medio de garantizar la estabilidad de la producción económica (Perdomo, 1998).

            En esta época podemos destacar la labor y obra de Thomas Chalmers [1780-1847], político y economista fundador de la iglesia presbiteriana de Escocia. Considerado como uno de los pioneros de la moderna asistencia social, intentó dotar de un perfil profesional y una metodología de actuación social en su parroquia Saint John (Glasgow). Allí impulsó un programa de ayuda vecinal con voluntarios que visitaban a los necesitados en su hogar, a mitad de camino entre la beneficencia y la caridad. Con ello, Chalmers aspiraba al cambio de hábitos y economía de las gentes, a conseguir la amabilidad de los pacientes, a fomentar la simpatía de las clases ricas por las pobres y a desarrollar la solidaridad entre las clases pobres. Para ello fomentó además un programa de ayuda mutua entre las personas conocidas, poniendo como modelo su parroquia, suprimiendo las ayudas públicas y privadas, y marcando un programa sostenido de ayuda vecinal (Moix, 1991).

            Organizativamente, este sistema se concretó en la división de su parroquia en 25 distritos, cada uno al cargo de un diácono que se ocupaba de 50 familias, y con “visitador social” encargado de controlar los distritos para informar al diácono. Y se materializó con el suministro periódico de recursos materiales, religiosos y educativos a niños y adultos de las familias detectadas, en función de los orígenes de sus necesidades y de las posibilidades de automantenimiento; aunque se intentaba siempre que las necesidades fueran satisfechas por el diácono, en el caso probado de que no pudieran serlo por la familia o amigos, o los ciudadanos más ricos de la ciudad.

            También sobresale la figura del científico norteamericano Benjamin Thompson, Conde Rumford [1753-1814], que en su estancia en Baviera (Alemania) implantó un amplio programa de servicios benéficos sobre sus conocimientos técnicos y sus descubrimientos. Así logró controlar el orden social del Reino bávaro, reduciendo los índices de mendicidad, saneando las cuentas públicas; todo ello a través de un amplio plan de acciones, entre las que podemos destacar:

 

  • Modernización del ejército: más barato y eficaz.
  • Mejora de los rendimientos agrícolas (introduciendo, por ejemplo, el cultivo de la patata).
  • Aumento de los servicios de calefacción urbana, mediante diversos inventos (la estufa económica, el calorímetro, el fotómetro.)
  • Construcción de nuevas escuelas primarias.
  • Planificación de las ayudas sociales de Munich, divida en distritos de actuación para tal fin.
  • Fomento del trabajo en casa.
  • Desarrollo de urbanizaciones para familias humildes.
  • Diseño de dietas alimenticias equilibradas y accesibles para las personas en situación de necesidad.
  • Creación de una institución destinada a recoger mendigos (Molina Sánchez, 1994 :23)

   

De esta manera, el triunfo del Estado liberal en Europa, escenificado en las revoluciones de 1830, conllevará la progresiva institucionalización de la Beneficencia pública sobre los recursos e instituciones de la Iglesia (mediante la desamortización de sus bienes). Se acelerará el proceso de racionalización y centralización burocrática iniciado en las Monarquía ilustradas, considerándose la pobreza, en primer lugar, como un asunto de orden público y acción policial, y en segundo como tema clave en la nueve producción industrial (Molina, 2004). Frente a los imperativos de la Misericordia y la Caridad, ligados a una visión comunitaria de la existencia humana, la nueva Beneficencia pública se interrelacionaba con la justicia criminal y el proceso económico, dentro de una concepción individualista de la sociedad industrial.

 

Dentro de esta concepción liberal, los “pobres, vagos y mendigos” eran un peligro para el orden social, para el desarrollo económico y para el proceso productivo; y ante esta situación, el poder público debía dedicarse a aumentar la población útil para la manufactura y la industria, siendo el Hospicio y el Hospital las instituciones adecuadas para integrar al méndigo válido mediante su formación y su trabajo forzado, o las Casas de expósitos para evitar que los menores abandonados se convirtieran en vagos y mendigos cuando fueran adultos  (González Seara, 2000: 119). La pobreza no era útil ni decente para la nueva sociedad liberal e industrial; no pagaban impuestos, no participaban de la política, no participaban en el sistema productivo. Eran, por tanto, un riesgo para la convivencia social, y un inconveniente para el desarrollo económico del país. Por ello, el Estado debía remediar la situación mediante una acción asistencial reeducadora y represiva, centrada no en fomentar su autonomía, sino en apartarlos o reinsértalos laboralmente. Así, la reclusión y el trabajo se convertían en los pilares del sistema benéfico y su acción reintegradora, tal como enseñaba la experiencia inglesa de las “workhouses” (Friedlander, 1979: 40-45).

Pese a ello, en los países de tradición católica subsistirá una amplia red de asistencia caritativa, bien mediante la acción de cabildos, parroquias, conventos y monasterios, bien a través de un sistema hospitalario dedicado a la curación de los pobres enfermos y asistencia a los necesitados (financiado por medio de limosnas y donaciones). Asimismo se mantendrán, pese su persecución desde la Ley Le Chapelier (1791)[6], toda una serie de mecanismos de previsión y mutualismo socio-laboral establecidos por corporaciones, fundaciones y hermandades (antiguos Gremios), muchas de naturaleza religioso-benéfica (De Napoli, 1976). A partir de ellas se mantendrán organismos agrarios como los Pósitos (crédito rural a través de depósitos de grano), y nacerán los Montes de Piedad (entidades crediticias de origen religioso fundadas en el empeño).

 

 

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[1] En el por entonces Imperio hispánico, el control de la mendicidad se planteó en las Cortes de Valladolid (1518 y 1523), de Toledo (1525) y de Madrid (1528 y 1534), obligando a las autoridades locales a controlar el origen de los mendigos, limitar la limosna a los hospitales, y crear permisos especiales para ejercer esta actividad. Incluso se llegó a prohibir la misma, bajo sanción de prisión, en el Edicto para los Países (1531). Posteriormente,Carlos V instó a la Iglesia y a los municipios a colaborar para administrar las limosnas, controlar la mendicidad, y perseguir  a los falsos pobres (1540). Nacía así una política de lucha contra la mendicidad como ataque al orden publico. Posteriormente, la pragmática de Felipe II de 1565, Nueva Orden para el recogimiento de los pobres y socorro de los verdaderos, solo permitía la mendicidad sujeta al control de los poderes públicos, y auspiciaba la creación de centros para integrar laboralmente a los pobres (Casas, Hospicios).

[2] La obra de Miguel de Giginta nació en un contexto trágico para la Castilla del siglo XVI: malas cosechas y grandes hambrunas, unidas a las necesidades económicas del expansivo Impero hispánico de la casa de Austria (Carlos V y Felipe II). Una época difícil, especialmente los años sesenta, donde, paradójicamente, tuvo lugar el momento estelar del “Siglo de oro” de las letras españolas, que en buena medida narró las miserias y las picarescas de una sociedad decadente (Domínguez, 1984).

[3] Con una formación completa que llegaría hasta el siglo XX, ya que en esta centuria la mayor parte de las escuelas de asistencia social en España eran mantenidas por ellas.

[4] Una ley que anunciaba un camino bien conocido por las historias sobre el enorme profundo y trágico pauperismo provocado por el desarrollo económico inglés, narradas con posterioridad por Charles Dickens [1812-1870] en el siglo XIX (en sus obras Oliver Twist, Canción de Navidad o David Copperfield).

[5] La Constitución de 1793, en su art. 21, reconocía el derecho a la subsistencia por el trabajo para el pobre apto para trabajar y la ayuda para el incapaz de hacerlo, siendo obligación de la sociedad procurar trabajo a los ciudadanos infortunados. Sobre este proceso véase Rosanvallon (1995).

[6] La destrucción de los Gremios se realizó, para Domenico de Napoli, de la siguiente manera:“la industria de las máquinas y la llegada del liberalismo”aportó enormes cambios políticos, económicos y sociales; con ellos apareció “el hombre-masa”, el individuo considerado como número, que se afirmaba en todos los campos”. En el plano económico-social esta “revolución” puso “al individuo a merced de quien poseía los medios de producción y que la ley de la concurrencia le obligaba a aceptar las condiciones de trabajo más inhumanas”. Desaparecía la tradicional “comunidad natural” (agraria y artesanal) en beneficio de nuevas organizaciones industriales y clasistas, tal como sanciona la Ley Le Chapelier (De Napoli, 1976).

 

 

 

La Razón Histórica, nº1, 2007 [12-30], ISSN 1989-2659. © IPS.

 

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