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Perspectivas socioculturales sobre el cuerpo: del esquema evolucionista a la teoría del estigma de E. Goffman.

 

 

Joaquín Guerrero Muñoz

 

Profesor Doctor del Departamento de Sociología y Trabajo Social de la Universidad de Murcia (España).

 

 

 

1.      Introducción: el cuerpo racial y el esquema evolucionista.

El filósofo A. Gehlen, al referirse a la Antropología como ciencia especializada desligada de su acepción filosófica o teológica, advertía que en ella hay dos vertientes fundamentales, a saber: un aspecto anatómico-biológico del que se ocupa la antropología física, y otro etnológico-sociológico-cultural que interesa a los antropólogos sociales y culturales (1993: 27). Esta distinción entre dos campos disciplinares, que en esencia perdura hasta nuestros días y remite al dualismo cartesiano mente-sujeto-cultura y cuerpo-objeto-biología, nos resulta útil en un primer momento para organizar los sentidos del cuerpo en la Antropología, ya que en tanto realidad física, los antropólogos se han ocupado de la investigación evolutiva acerca de su estructura anatómica, de sus funciones fisiológicas y de sus transformaciones o modificaciones morfológicas, para lo cual se han apoyado en los descubrimientos de la paleontología humana, la genética de poblaciones o la primatología entre otras. El cuerpo ha despertado el interés de los antropólogos por tratarse, en primer lugar, de una realidad simbólica que trasciende los límites somáticos de la corporeidad misma, es decir, por aglutinar en torno a él múltiples significados que configuran algo así como la gramática y la semántica cultural del cuerpo o, podríamos decir, el lenguaje del cuerpo. La Antropología concentra sus esfuerzos en la comprensión del papel que la cultura desempeña en la creación y conformación de las representaciones y prácticas corporales de los miembros de diferentes sociedades (Álvarez, 2004: 17-41). Estos significados corpóreos son reconocidos e interpretados por quienes pertenecen a un mismo grupo social y comparten entre sí ciertas creencias y valores. El cuerpo es formulado en términos estructurales como “trasmisor” y “receptor” de información acerca de la posición o estatus de un individuo en la sociedad (Lock, 1993: 136). En segundo lugar, porque el cuerpo es una instancia relacional, participa de la realidad social más allá de las fronteras materiales que delimitan la geografía corporal. El hombre existe en un mundo de interacciones sociales, de encuentros entre distintos seres corpóreos que se manifiestan o se hacen presentes en la cultura y a través de la cultura. El cuerpo, como realidad extrasomática, se actualiza y se modifica en el intercambio sociocultural, y de él recibe todo tipo de significados que resultan imprescindibles para la propia interacción social (Salinas, 1994: 87). En tercer lugar, porque a través del cuerpo construimos una imagen real o figurada de nosotros mismos y de los otros, configurando así una dimensión corpórea de nuestra identidad personal o self (Shilling, 2003: 152). El sustrato corpóreo de la vida social, los modos de habitar el cuerpo, relacionarnos con lo corpóreo o pensar el cuerpo y sus propiedades o atributos son motivos recurrentes que han formado parte de la Antropología sociocultural desde sus inicios académicos, aunque bien es verdad que el cuerpo, como objeto de indagación, no siempre ha ocupado un lugar destacado.

A lo largo de la segunda mitad del siglo XIX, periodo del que nos ocuparemos en estas líneas introductorias, y primera mitad del siglo XX, el foco de atención se dirigió en buena medida al estudio de las diferencias raciales humanas. Emerge con fuerza y se extiende con rapidez en esta época el determinismo racial, ya fuera biológico o ambientalista, que establecía un vínculo causal entre un tipo racial y las capacidades mentales, las cualidades morales y los desarrollos culturales del ser humano. Veremos que el concepto de raza nos permite explorar los diversos significados que asume el cuerpo en el discurso evolucionista imperante en este siglo. El cuerpo racial, como la lengua o las tradiciones culturales, se convierte en una categoría antropológica de descripción y clasificación. La raza es, para buena parte de los antropólogos del siglo XIX, una condición diferencial observable y medible, es decir, cuantificable en términos científicos, que comparte un grupo humano. La vacilación inicial sobre cómo se debía considerar este dato en la investigación antropológica acerca de la naturaleza humana, pronto dio paso a una escalada de contribuciones en el seno de la Ciencia del Hombre que competían entre sí para establecer criterios clasificatorios de la diversidad humana que nos permitieran ordenar y catalogar las diferencias, al tiempo que explicar el origen de las mismas (Stocking, 2001, p. 12). Se contribuyó así a generar ingentes taxonomías, bajo los supuestos de un férreo y calculado determinismo racial, que alcanzaron cotas insospechadas de “validez científica” franqueando los límites de la condición física del cuerpo para gestar una propuesta moral, histórica y política sobre la condición humana, es decir, acerca de la naturaleza humana. Un ejemplo de este afán clasificatorio lo encontramos en la compilación de Daniel Folkmar elaborada en 1911 sobre los distintos pueblos y razas del mundo, diseñada para facilitar el trabajo de los inspectores de inmigración en Estados Unidos. Este sistema se organizaba en race, stock, group y people, de modo que un español de la época que arribara a las oficinas de inmigración después de una larga y penosa travesía a través del océano atlántico recibiría una nomenclatura, a todas luces fiable, que los posibilitaría establecer su filiación grupal, en este caso caucásico-árico-itálico. Un procedimiento no muy distinto al que empleaban las ciencias de la naturaleza, la zoología o la botánica, para la clasificación de las plantas y los animales y al que habían recurrido tanto J. B. Lamarck como Ch. Darwin para comprender los fenómenos de cambio que tienen lugar en la historia natural y las fuerzas que los impulsan.

Así veremos que el cuerpo, nominado racialmente en su diversidad como biotipo racial[1], esto es, descrito en base a ciertas características biológicas que agrupadas entre sí delimitan e identifican una población humana conforme a criterios excluyentes de orden jerárquico, principalmente genéticos y antropométricos, condujo de forma precipitada a una discusión de gran calado acerca de la verdadera utilidad científica y de las auténticas posibilidades, tanto epistemológicas como metodológicas, del esquema evolucionista aplicado al estudio de la variabilidad humana. Es aquí donde se fragua la caída del programa evolucionista y de sus pretensiones cientifistas, para dar paso a una corriente opuesta, el particularismo histórico, reactiva al método evolucionista, que centrará el discurso sobre las diferencias humanas en la cultura. Las carencias del método evolucionista fueron abordadas por Franz Boas en su conocido artículo “The limitations of the comparative method of Anthropology” publicado en 1896 en la afamada revista Science. El desencuentro y el descreimiento de Franz Boas con relación a los principios evolucionistas se materializó en un disparo certero dirigido a la línea de flotación del paradigma evolucionista, proponiendo una alternativa convincente al método comparativo, del todo más realista, científica y alejada por completo de conjeturas, especulaciones y enunciados inconsistentes. El núcleo de la crítica boasina, de su ataque decidido a los postulados defendidos por los evolucionistas del siglo XIX es, como ya es sabido, la conclusión de que era posible determinar un gran sistema de acuerdo al cual la humanidad se habría desarrollado en todos los lugares del mundo siguiendo el mismo cauce, y que las variaciones culturales eran algo más que detalles sin importancia en el gran esquema uniforme de la evolución social (Applebaum, 1987: 62). El método histórico propuesto por Boas tiraba por tierra el principio según el cual “a iguales efectos corresponden iguales causas”, cuajando así lo que con cierta ironía ha denominado María Valdés el “ajuste de cuentas” boasiano con el método comparativo seguido por los evolucionistas (2006: 148). Las críticas boasianas permitieron situar más tarde la investigación del cuerpo en la cultura, esta vez, liberada de las ataduras del determinismo racial. La lógica cultural se impondría en la comprensión de las diferencias humanas, cediendo terreno las consideraciones raciales en la investigación antropológica, de manera que finalmente la atención se centró en la cultura, quedando fijada esta orientación hacia lo cultural en las propuestas recogidas por Alfred L. Kroeber, en su texto Anthropology de 1923, que sirvió de manual de formación para muchos antropólogos, y en otros posteriores del mismo autor en donde se ratifica, anexionando para la Antropología el sentido cultural o superorgánico del comportamiento, de las acciones y las producciones del hombre, que lo distintivo en la especie humana, de lo que carecen otras especies animales, es la cultura (Kroeber, 1987: 80-81).

 La década de los años setenta del siglo XX estará marcada por el avance de las teorías antropológicas del cuerpo y el florecimiento de aproximaciones interdisciplinares que favorecerán el trasvase de conocimientos y la apertura de las ciencias humanas y sociales a la investigación sobre el cuerpo desde vertientes tan distintas como el arte, el cine, los avances tecnológicos, los medios de comunicación, etc. Es el momento en el que se populariza la semántica adjetivación del cuerpo, el cuerpo simbólico, el cuerpo estigmatizado, el cuerpo fragmentado, etc. Un periodo en el que los antropólogos responderán activamente a un nuevo zeitgeist o espíritu del tiempo, proponiendo acercamientos a la corporeidad al objeto de comprender los sentidos y significados del cuerpo en las distintas sociedades, la historicidad del cuerpo y su valor fundamental en la constitución de las identidades y los mecanismos socioculturales de la construcción del cuerpo como entidad no sólo física, sino también como una realidad subjetiva e intersubjetiva. Esta actualización del saber antropológico en la dirección de las condiciones históricas, económicas, socioculturales, etc. que mediatizan nuestra visión del cuerpo, resultará enormemente fructífera y abrirá la investigación a territorios insospechados como la anorexia nerviosa, los hábitos alimentarios en la sociedad de consumo, las tecnologías de reasignación de la identidad sexual o la mercantilización y la medicalización corpóreas.

2.      La investigación antropológica del cuerpo: las primeras etnografías.

La investigación antropológica sobre el cuerpo en modo alguno es exclusiva del periodo evolucionista al que nos referiremos a continuación. El interés por el cuerpo, como ya se ha mencionado, ha acompañado en todo momento el decurso de la Antropología sociocultural desde sus inicios hasta la actualidad. En cambio no es hasta bien entrado el siglo XX, principalmente a partir de la década de los años setenta y en adelante, cuando podemos hablar de un campo de estudio diferenciado al que se aportan relevantes contribuciones teóricas acerca del cuerpo y de su construcción sociocultural. Ciertamente es en esta época cuando el cuerpo comenzó a recibir una atención sobresaliente en las ciencias humanas y en los estudios culturales interdisciplinares. La filosofía, la psicología, la antropología, la sociología y la historia comparada de las religiones entre otras disciplinas y saberes se sintieron interpeladas a incluirlo formando parte de prometedores discursos científicos como “motivo” privilegiado de reflexión y estudio. Hasta este momento el cuerpo, o bien respondía a otras prioridades antropológicas y se desvanecía en problemas más extensos acerca de la naturaleza humana, el hombre y la cultura por ejemplo, o bien, al tratarse de un objeto de investigación bastante ubicuo los antropólogos lo dejaban de lado para centrarse en otras cuestiones.  Este despertar al cuerpo de las ciencias humanas y sociales respondía probablemente al clima histórico e intelectual dominante en este periodo de finales de siglo, que había tomado plena conciencia de que se estaban sucediendo importantes cambios tecnológicos, económicos, sociales e históricos que afectaban a nuestra visión del cuerpo y a la organización de nuestra propia experiencia como seres corpóreos, hasta el punto que se intuía el inicio de una nueva concepción del cuerpo, de sus límites, de sus cualidades y de su papel en la configuración de identidades entre otros muchos aspectos (Csordas,  2003: 95-96).

Los antropólogos previos al “body boom”, si se me permite esta expresión, vinculados a corrientes teóricas muy diversas -el particularismo histórico, cultura y personalidad o el funcionalismo por citar alguna de ellas-, exploraron el cuerpo en el contexto de las interacciones sociales y los significados culturales, principalmente a través de los datos etnográficos extraídos de una dilatada experiencia de campo en una comunidad o grupo social. La Antropología sociocultural nunca fue ajena a esta predisposición casi innata y caracteriológica, por decirlo en un sentido figurado, a la investigación sobre el cuerpo. Su contribuciones fueron del todo relevantes para la Teoría Social del Cuerpo aunque como señala Bryan S. Turner, el papel que ésta había tenido en la Teoría Social del Cuerpo se había limitado, hasta las publicaciones de los trabajos de la antropóloga británica Mary Douglas  Purity and Danger (1966) y Natural Symbols: Explorations in Cosmology (1970), a sendas contribuciones etnográficas (2009: 514). En estas monografías se analizaban por ejemplo los elementos decorativos del cuerpo, los estados alterados del funcionamiento corporal, como el trance, las técnicas curativas, el simbolismo corporal o los esquemas de clasificación somáticos empleados por los nativos. La aparición explícita del cuerpo en la historia de la antropología social y cultural ha sido esporádica, incidental la mayoría de las veces hasta los años setenta del siglo XX. Las aportaciones teóricas fueron a su vez  bastante limitadas y podrían resumirse en la consideración de que en las sociedades premodernas el cuerpo se mostraba etnografiado como una superficie “pública” en la que se exponían las marcas de la condición o posición social y familiar, la afiliación tribal, la edad, el sexo o las preferencias religiosas, mientras que en las sociedades modernas la exhibición corporal a través del vestido, las posturas o el maquillaje, resultaba para los antropólogos esencial para exhibir en este caso bienestar y estilo de vida (Turner, 1994:  15). La indagación antropológica discurrió también, como se refiere Bryan S. Turner, en la dirección del valor que posee el cuerpo en los rituales. Por ejemplo, mientras en las sociedades premodernas el rito de tránsito entre los diferentes rangos sociales iba indicado a menudo por la transformación ritual del cuerpo, relacionada con alguna mutilación, en las sociedades contemporáneas cuenta con rituales en los que se emplea el cuerpo como mecanismos para mostrar algún cambio de estatus (1994: 15).

Llegados a este punto conviene realizar una aclaración del todo pertinente. Durante esta época embrionaria de la Antropología sociocultural, me estoy refiriendo  al periodo que va desde el evolucionismo de mediados y finales del siglo XIX hasta los veinte o treinta años siguientes en los que se consolidan otras propuestas teóricas como el funcionalismo,  el cuerpo se abordó de forma tangencial, es decir, como un resultado que ahora vemos “inesperado” o “fortuito” de la focalización holística de la mirada antropológica en las diversas áreas de interés etnográfico que conformaban eso que podríamos llamar como la cultura de los otros: rituales, creencias religiosas, mágicas y mitológicas, códigos simbólicos, estructuras de parentesco, prácticas curativas, expresiones artísticas, etc. En una versión, podemos decir que previa a la consolidación del cuerpo como un propósito distintivo de la antropología sociocultural, es decir de una  verdadera antropología del cuerpo, éste ocupó un rango descriptivo la mayoría de las veces, ausente de cualquier aportación teórica elaborada de forma nuclear en torno al cuerpo mismo, sus funciones socioculturales, sus significados y representaciones. Todo propósito teórico quedaba inmerso en el contexto de ese característico dualismo antitético que citaba Alfred L. Kroeber cuando se refería al pensamiento formulado sobre la civilización occidental y enunciaba el equilibrio entre oposiciones: alma-cuerpo, físico-mental, vital-social, orgánico-cultural. El cuerpo, en tanto que entidad física limitada, dimensionable y mensurable, y sus variaciones raciales era descrito, respondiendo así a las preocupaciones de la Antropología física o biológica, como un complejo de datos numéricos acumulativos aportados esencialmente por la antropometría para comprender los cambios físicos del hombre a lo largo de la evolución y las diferencias entre razas y grupos humanos, mientras que la antropología sociocultural se hallaba inmersa en la superación del debate arduo entre las doctrinas poligenistas y el monogenismo y conducir el tema racial al lugar que realmente debía ocupar, es decir, al de la lucha por la existencia que opera, como ley universal de la evolución, en todas las esferas de la vida.

En cambio, la riqueza etnográfica de este periodo es mayor incluso de lo que ha supuesto Bryan S. Turner.  A continuación expongo brevemente una clasificación, sin pretender que ésta sea definitiva, de las principales áreas etnográficas[2] en las que el cuerpo aparece descrito con relación a la totalidad de las producciones y elementos culturales:

- Rituales:  especialmente citado en la descripción de rituales de transición, aunque también en rituales mágico-religiosos,en los que el cuerpo es sometido a modificaciones o intervenciones de carácter lesivo, sanatorio, purificador o decorativo, con las que se denota identificación grupal, adscripción o filiación ya sea ésta transitoria o  estable, creencias y valores culturales o bien otras cualidades de la persona de acuerdo a cierto estado mental , corporal y/o social conforme a las etapa del proceso ritual:  separación, liminalidad, inclusión o reincorporación.

- Simbolismo: sentidos del cuerpo y representaciones simbólicas que se vinculan con las ideas religiosas, (puro-impuro), con las preferencias sociales y estéticas (bello-feo), o las categorías morales  (bueno-malo), que pueden indicar también pertenencia a un grupo determinado, estatus y condición social.

- Mitología y creencias: narrativas del cuerpo vinculadas principalmente a los mitos creacionales, o bien al lugar que ocupa el hombre en el universo y a la relación de éste con la naturaleza, con las deidades o con los antepasados.  También se incluyen aquí mitos que aglutinan aspectos acerca de la reproducción humana, la sexualidad, el periodo de gestación, el nacimiento o el ciclo vital del hombre, así como otras creencias sobre el funcionamiento del cuerpo y de sus órganos.

- Tradiciones y costumbres vinculadas con las formas estéticas del cuerpo, las artes y el cuidado del cuerpo: principalmente al vestido, los adornos o los tatuajes que suelen pertenecer al ámbito de la presentación de la persona en la vida social, y que pueden estar a su vez vinculadas con instituciones sociales o costumbres relativas a la jerarquización social en base al sexo (género), edad, prestigio social, rango, etc. Incluimos aquí las manifestaciones del cuerpo en el arte: pintura, escultura, escritura, danza, etc.  Se incluyen además las prácticas de higiene y cuidado del cuerpo.

-Conocimiento y lenguaje del cuerpo:  podemos encontrar múltiples referencias etnográfica al cuerpo como vehículo de expresión de emociones, sobre la posición del cuerpo y el control de los movimientos, la gestualidad, o los síntomas que indican estados o condiciones corpóreas salud-enfermedad, posesión, trance, vida-muerte, etc.

Podemos ver algunos ejemplos de esta clasificación de áreas etnográficas. Por ejemplo E. B. Tylor sitúa la creencia en la existencia de seres espirituales, el animismo,como un tipo de respuesta cultural que surge entre los salvajes a partir del conocimiento de dos hechos relativos al estado del cuerpo (Waal 1974: 127 y ss.), en concreto de datos procedentes de lo que yo he denominado en mi anterior sistema de clasificación el lenguaje del cuerpo. Por una parte el reconocimiento diferencial entre un cuerpo vivo y un cadáver, y por otro, los fenómenos psicofisiológicos, que figuran según E. B. Tylor en el espectro de la biología, como la salud y la enfermedad, el trance o las visiones, el acto de dormir y los sueños, que a los ojos de la racionalidad o filosofía salvaje se muestran como signos inequívocos de que la persona posee un cuerpo material,  pero también un alter ego del cuerpo, un fantasma o espíritu. Esta respuesta cultural es el germen de la creencia en la supervivencia del alma tras la muerte, y también del papel del espíritu (o alma) en la restauración de la vida, la fuerza que provoca el despertar durante el sueño, o permite el abandono  de un estado alterado de la conciencia como el que tiene lugar durante un trance.

Por citar otro ejemplo, en la conocida obre de J. Frazer, The Golden Bough: A study in Magic religion (1922), el autor nos muestra con una escritura etnográfica detallista y profusa, la relación entre el hombre salvaje o primitivo y su tótem, también las creencias sobre los lugares corpóreos en los que habita el alma: la cabeza, el corazón, las arterias, o cómo las distintas almas localizadas en el cuerpo lo abandonan gradualmente hasta que la muerte, el proceso de morir, se completa. Referencias similares encontramos en el trabajo del mismo autor dedicado a la comparación sistemática de los distintos mitos creacionales. En Floklore in the Old Testament (1907-1918), recoge tradiciones y ritos funerarios, costumbres acerca del luto y ceremonias de iniciación que en muchos casos implican la laceración del cuerpo, la intervención (incisiones) dolorosa sobre la piel como expresión del duelo en unos casos, o del valor asociado a los jóvenes iniciados que transitan de un estatus social a otro.

El antropólogo británico B. Malinowski, desde la orientación funcionalista, nos brinda igualmente un material etnográfico sobre el cuerpo sexuado en La vida sexual de los salvajes del noroeste de Melanesia, acerca de  las funciones fisiológicas, la gestación y el nacimiento, la belleza del cuerpo, el cuidado del mismo o los rituales de enterramiento. Al describir el ceremonial fúnebre del duelo entre los trobriandeses, B. Malinowski escribía: “Primeramente, el cadáver es lavado, ungido y cubierto de adornos; los orificios del cuerpo son tapados luego con fibras sacadas del coco;  las piernas son atadas entre sí y los brazos colocados a lo largo del cuerpo (…) Algunas horas después de la muerte, el cuerpo envuelto en esterillas, es depositado en la tumba y cubierto de leños, encima de los cuales se deja un hueco poco profundo (…) Pero no por mucho tiempo se deja al cadáver en paz (…) A la noche siguiente el cuerpo es exhumado y se busca en él signos de hechicería (…) Antes del amanecer que sigue a esta primera exhumación  el cuerpo es sacado de la tumba y separado algunos huesos de su esqueleto. Esta operación anatómica es ejecutada por los hijos del difunto, que guardan algunos de estos huesos como reliquias, distribuyendo los demás a sus parientes” (1975: 148-149).  Muy ilustrativas son también sus referencias  a la fiesta orgiástica de la kayasa: “En todos los distritos de las islas Trobriand es de regla general que, cuando un mozo y una muchacha se sienten fuertemente atraídos el uno por el otro, la mujer, puede, si quiere, infligir a su enamorado, dolores físicos considerables, arañándole, golpeándole, y hasta hiriéndole con un instrumento cortante.  Sea cuales fueran los dolores que experimente, el amante los acepta siempre de buen grado, porque ve en ellos unos testimonios del amor que por él siente su amada y una prueba de su temperamento. En la kayasa kimali (…) Pero aquí se permite que las cosas vayan mucho más lejos. Las mujeres, que en estas ocasiones se muestran más audaces que de costumbre, pasan de las bromas a los rasguños y atacan a los muchachos con conchas de mejillón, cuchillos de bambú o pequeñas hachas afiladas. El muchacho puede huir, lo que no deja de hacer cuando sus asaltantes no le gustan. Pero salir de la aventura cubierto de cortaduras es un signo de virilidad y prueba de éxito”…”La ambición de la mujer consiste en herir al mayor número posible de hombres; la ambición de un hombre es recibir cuantos tajos sea posible” (1975: 206).

3.      El cuerpo y la teoría evolucionista: la discusión acerca de la raza y la civilización.

Los evolucionistas, entre ellos el padre de la Antropología británica, E. B. Tylor, se esforzaron en describir, a través de evidencias históricas y etnográficas de todo tipo, las formas de vida de las denominadas low races o uncivilized races (E. B. Tylor, Primitive culture, 1871),  razas inferiores o incivilizadas,  sus costumbres y tradiciones y su particular cosmología como por ejemplo las creencias mágico-religiosas a las que se refiere E. B. Tylor cuando describe el animismo primitivo. 

El Evolucionismo antropológico decimonónico se inmiscuyó de lleno en la  elaboración de una sólida argumentación científica que sostuviera el axioma de que el hombre civilizado era, a todas luces, superior al hombre primitivo, al igual que el homo sapiens lo era en relación a sus ancestros biológicos a otras especies emparentadas con la nuestra como los monos antropoides. La focalización en este ámbito respondía al interés por ocuparse, de una parte, por los aspectos de la evolución humana tal y como Ch. Darwin los había integrado en Origin of Species (1859), es decir, de determinar cómo el proceso de cambio gradual de la evolución biológica había conducido desde los antiguos simios y antropoides al homo sapiens, considerandolos presupuestos planteados en la teoría general de la selección natural y el principio de supervivencia de los más aptos o dotados de Herbert Spencer . De otra parte, se trasladaba de forma sutil el discurso biologicista al terreno de la historia de la humanidad, y por tanto se admitía análogamente que las diferencias culturales, al igual que sucedía con los caracteres singulares de la especie humana, respondían a una forma de progreso universal evolutivo perfectamente identificable a través de los distintos estadios descritos por los antropólogos evolucionistas, como hizo L. H. Morgan al referirse en Ancient Society (1877) a los periodos de salvajismo, barbarie y civilización. Estos periodos jalonaban la historia de la humanidad, y recopilar las evidencias y pruebas etnográficas, arqueológicas e históricas que los identificaran por medio de la comparación, era una de las tareas principales a la que se encomendaron los antropólogos de la época.

Una discusión científica que en realidad trataba sobre el origen de las diferencias y las similitudes entre los hombres, unas veces haciendo mención a las razas como condiciones naturales, biológicas, de la existencia humana, y otras defendiendo la igualdad del género humano, más allá de ciertos rasgos biológicos distintivos, demarcando así las diferencias raciales en un territorio por entero cultural. Un debate en suma sobre naturaleza y cultura, sobre libertad y determinismo, sobre igualdad y diferencia, de enorme trascendencia histórica y de grandes repercusiones políticas y morales.  Las explicaciones sobre el sentido de las razas humanas quedaban bien a un lado de las desigualdades naturales o físicas entre los hombres, o bien al otro lado, es decir, al de las desigualdades morales o políticas como las denominó J. J. Rousseau:  “Concibo en la especie humana dos clases de desigualdad: una que llamo natural o física porque ha sido establecida por la naturaleza y que consiste en la diferencia de edades, de salud, de las fuerzas del cuerpo y las cualidades del espíritu o del alma; otra que puede denominarse desigualdad moral o política, pues depende de una especie de convención y está establecida, o cuando menos autorizada, por el consentimiento de los hombres” (1995: 117-118).

El esquema interpretativo de la teoría del progreso,como la refiere Carmelo Lisón al describir el momentum cultural que hizo inevitable la extensión de las ideas evolucionistas en los distintos ámbitos del saber, geología, biología, zoología, arqueología, etc., era esencialmente que las culturas evolucionaban a través de periodos similares o idénticos para desembocar en estados similares o idénticos. La evolución es progresiva, lineal y descansa en la capacidad inventiva del hombre, común a toda la especie humana (principio de unidad psíquica) (Lisón, 1975: 33). Al igual que se habían determinado tres características anatómicas fundamentales de la especie humana: posición erecta, habilidad manual y desarrollo del cerebro, se argumentaba a favor de la existencia de universales culturales, como por ejemplo  el tabú del incesto, que por otra parte señalarían de forma inequívoca  que el modo de proceder del ser humano, de dirigirse en la vida y organizar sus relaciones, descansaba más en una regulación cultural que biológica. Era posible describir estos universales, e identificarlos en ciertos periodos de la historia de la humanidad. Todo progreso y perfeccionamiento implica un cambio, el paso de un estadio a otro, y el sentido de este cambio es ascendente, de las condiciones de vida más simples a otras más complejas. El salvajismo, así lo enunciaba L. H. Morgan, precede al estado de barbarie, y el de barbarie al de civilización, aunque algunos de los evolucionistas admitieran la posibilidad de una degeneración evolutiva que pudiera provocar el retroceso a un estadio evolutivo anterior: “It can now be asserted upon convincing evidence that savagery preceded barbarism in all the tribes of mankind, as barbarism is known to have preceded civilization. The history of the human race is one in source, one in experience, and one in progress” (Morgan, 1877: v-vi).

Especialmente en el periodo victoriano  los científicos sociales adoptaron tres ideas clave de la biología darwiniana, contribuyendo así a la citada biologización de la historia de la humanidad. Por una parte que los seres humanos formaban parte esencial de la naturaleza  y por tanto estaban sometidos a sus leyes,  y también por extensión podemos añadir aquí que el cuerpo humano, su anatomía y morfología respondía por entero a este progreso biológico. Por otra parte que las diferencias sociales podían explicarse en términos evolutivos, y que el cambio social, al igual que el cambio biológico, respondía a la intervención del principio supervivencia de los más dotados, tal y como preconizan los filósofos sociales como H. Spencer (Turner, 1994: 11-39). 

El concepto de raza vertebraba un vínculo esencial en las dos grandes temáticas que subyacían en el discurso evolucionista: la relación entre naturaleza y cultura y el sentido de la naturaleza humana. Si bien los antropólogos evolucionistas parecían haber prescindido del término raza, en su sentido biológico, decantándose por el estudio de los elementos culturales semejantes que permitieran identificar estadios similares del progreso  de la raza humana, en este caso, como sinónimo de la especie humana, en cambio, el lenguaje empleado por ellos mismos desvelaba una evidente jerarquización etnológica. El concepto raza nunca se distanció de la  visión socio y etnocéntrica del progreso cultural. La creencia ampliamente aceptada por los evolucionistas era que las razas primitivas ocupaban un estadio evolutivo inferior, que éstas distaban en sus formas de vida del ideal civilizatorio acaparado por la sociedad europea del siglo XIX.  ¿Cómo pudo materializarse con tanta facilidad este proceso de inferiorización? Lo ha explicado bastante bien el profesor Javier San Martín cuando dice que el evolucionismo pensaba a los otros como formando parte de nuestro pasado, las formas concretas de la vida de los otros eran pensadas como antecedentes de las nuestras, de tal manera que el otro, y sus manifestaciones, quedaban anexionadas a nuestras formas culturales como vestigios que ejemplifican diversos niveles de vida cultural (San Martín, 2002: 50-52). Al colocar al otro como parte de nuestro pasado lo valoramos indirectamente como algo inferior, como perteneciente a un periodo ya superado y mejorado en el estadio actual de la vida cultural. 

Esta propuesta nos aclara de qué manera en el evolucionismo unilineal decimonónico existía una fuerza o tendencia a considerar la uniformidad de la especie humana como un hecho sustancial y necesario a la hora de dar por válidos los mecanismos del progreso cultural y sus resultados. En cambio la evidencia científica de que esa uniformidad humana podía romperse por la existencia de diferentes razas, en la acepción biológica del término, que no son necesariamente unas el  antecedente histórico de otras, conducía la lógica evolucionista a un aparente callejón sin salida. Si el color de la piel, los rasgos faciales, la estatura y la forma del cráneo, entre otros aspectos de la anatomía y fisiología humanas eran atributos evolutivos, signos del progreso del hombre a lo largo de su historia, entonces resultaría obvio asumir también que la raza blanca estaría emparentada con otras razas, al menos considerando la misma analogía histórica que incorpora a los otros como diferentes a nosotros mismos con la apreciación, en absoluto insignificante, de que pertenecen a un estadio de desarrollo cultural inferior al nuestro. ¿Cómo salvar esta aparente contradicción? La fórmula milagrosa, incompleta por otra parte, aplicada por los evolucionistas fue la etnologización del término raza. Los atributos raciales que se encontraban diseminados a lo largo y ancho de todo el mundo podían agruparse en tipos o clases.  A estos tipos raciales o clases, como las que podían encontrarse por ejemplo entre las especies animales, les correspondía un desarrollo cultural concreto. Y es esta sensata homologación la que nos lleva igualmente a conjeturar que el tipo racial blanco (europeo) representaba el culmen visible del progreso cultural. Una prueba incontrovertible del progreso civilizatorio alcanzado en el siglo XIX por los europeos era la dominación (o control) del cuerpo -característica solo presente en las razas superiores- a través de la domesticación de las maneras corporales, la higiene, la vestimenta o las cualidades estéticas y morales del cuerpo hegemónicas en la sociedad victoriana. La etnologización de la noción de raza en los escritos evolucionistas, quedando soslayada su apreciación biológica pero sin desechar por completo este esquema, hizo que perdiera intensidad y fuerza el determinismo racial en favor de la “democrática” idea de la unidad psíquica de la especie humana. Así pues todas las razas eran potencialmente capaces de alcanzar el estadio evolutivo superior, y por tanto en ningún caso existían limitaciones naturales entre las razas que coartaran a priori el sentido teleológico del desarrollo cultural. Esto nos situaba de nuevo en un círculo vicioso porque ¿cómo explicar entonces las diferencias en el desarrollo cultural vinculadas con ciertos tipos raciales tal y como se infería de algunos trabajos antropológicos? Estaba latente una peligrosa extrapolación de tintes ideológicos, la consideración de los primitivos, como una variante salvaje de la humanidad, frente a la variante domestica de los pueblos o las naciones civilizadas. Las teorías raciales ya habían dado el salto al considerar por ejemplo que a ciertas razas humanas les correspondían unas cualidades mentales y morales distintas a las de otras, lo cual explicaría en buena medida por qué no es posible realizar una equiparación entre ellas.Durante el siglo XIX y buena parte del siglo XX la Antropología sociocultural se ocupó con insistencia, de forma consciente e interesada, de los vínculos entre raza y civilización y entre raza y carácter.  A las razas superiores les corresponde un mayor grado de desarrollo cultural, y éste era del todo congruente con su mayor grado de inteligencia, racionalidad y sentido moral, mientras que por otro lado las razas inferiores permanecen en un estadio evolutivo de salvajismo y barbarie, de ahí la supuesta distinción entre primitivos como variantes salvajes de la especie humana, y hombres civilizados como variantes domesticadas de la especie.

En ningún momento F. Boas negó la existencia de elementos raciales en la constitución biológica de las personas. Éstos se advertían fácilmente a partir de la observación detenida de los rasgos corporales, tanto anatómicos como fisiológicos, presentes en ciertas comunidades humanas o poblaciones localizadas en un espacio geográfico o territorio muy delimitado. Entonces ¿qué dirección tomó su aportación? Gracias al historicismo y al relativismo cultural abanderados por el gurú de la antropología norteamericana F. Boas, cuando la Antropología sociocultural articuló una respuesta convincente evitando así caer en un razonamiento circular y tautológico como el sostenido por los evolucionistas. La estrategia de F. Boas frente a los antropólogos evolucionistas se centró por un lado en demostrar la inoperancia del término raza, destruyendo su poder clasificador a la hora de identificar grupos humanos y por extensión culturas diferentes, y por otro, en desvincular las formas culturales que adopta el comportamiento humano de cualquier explicación racial basada a su vez en diferencias cualitativas de orden psicológico o moral.  A este segundo propósito por él inspirado se entregarían en cuerpo y alma algunas de sus notables discípulas, como las antropólogas M. Mead y R. F. Benedict, orientando cada vez más la investigación sobre las diferencias humanas al terreno estricto de la cultura.

F. Boas en The Mind of Primitive Man (1922), dedica el capítulo primero a los prejuicios raciales, y a la relación entre los conceptos de raza y cultura. Precisamente un apartado de este capítulo está dedicado a determinar si las características anatómicas de las razas (extranjeras) son expresiones de su inferioridad. La interpretación racial de la evolución humana argumentaba que la raza blanca había logrado el más elevado estado de civilización, y representaba también el tipo físico o biotipo más desarrollado. Tanto los rasgos físicos, como mentales, de los blancos son superiores a los de otras razas humanas. Cualquier  desviación de este canon o modelo resulta una característica distintiva de un tipo inferior. Por ejemplo, los labios carnosos de los negros recuerdan a los simios, ésta sería una característica del hombre primitivo, perteneciente a una serie zoológica de orden inferior. Pero F. Boas afirma con absoluta rotundidad que no es posible defender que los rasgos anatómicos son señas de una supuesta inferioridad racial (1922: 18). La variabilidad racial posee una base genética, hereditaria, pero los modos de vida de las personas responden a condiciones del entorno y culturales de las que en ningún caso se derivan otras consideraciones de orden intelectual o moral (1922: 41).

            Existe una propuesta interaccionista entre el medio y la herencia genética en F. Boas. Es una empresa inútil emplear la raza para establecer una taxonomía discriminante entre los seres humanos, como se afanaba el formalismo racial de la antropología física de la época.  La raza no es una categoría científica válida a partir de la cual los grupos humanos pudieran ser clasificados u ordenados en términos de oposiciones excluyentes. F. Boas aborda además la limitación o la inadecuación del concepto raza para explicar las diferencias culturales, por una parte aportando evidencias científicas de su debilidad, tanto en su acepción biológica como etnológica o cultural. No era posible por tanto establecer rangos jerárquicos en lo que se refiere a las cualidades psicológicas o morales de los seres humanos en base a la anatomía, fisiología y morfología del cuerpo. Debemos desechar cualquier procedimiento en esta dirección que claramente nos conduciría a complicadas situaciones de orden social, histórico y político. La Antropología física había demostrado un interés exagerado por los tipos raciales cuando en realidad éste no debería ser el punto de partida de la investigación antropológica. La clasificación racial de la humanidad nos conduce a otras consideraciones de índole política e ideológica que en modo alguno deberían ocupar el discurso científico de la antropología. F. Boas intuyó tempranamente el peligro del nazismo alemán y de su política de higiene racial implantada en el Tercer Reich que justificaba la segregación y del exterminio de ciertos grupos humanos atendiendo exclusivamente a una genealogía y adscripción racial. En su trabajo Race, language and culture (1940), explica el papel decisivo del medio, del entorno, y de la cultura (alimentación, condiciones de vida, conflictos bélicos, etc.) para explicar el comportamiento de los grupos humanos vinculados con áreas geográficas en las que predomina un tipo racial concreto: “All that we can say with certainty is that the cultural factor is of greatest importance and might well account for all the observed differences” (1940: 13). La raza no resulta eficiente ni útil a la hora de explicar las diferencias culturales, como sistema de clasificación tampoco lo es. Nos enfrentamos más bien a un problema histórico, esto es, a la complejidad que subyace al empleo indiscriminado de cualquier sistema de clasificación o catalogación que pretenda desenredar los procesos particulares que afectan a la vida humana (Stocking, 2001: 30).

Las funciones del cuerpo, en todas las razas humanas son muy similares, también las transformaciones en él. Para corroborarlo F. Boas emplea índices antropométricos para comparar poblaciones y grupos humano, aplicados por ejemplo al desarrollo corporal durante la infancia, al estudio de los descendientes de inmigrantes dentro de una misma comunidad y entre las diferentes razas. La conclusión es la misma. No hay razones para suponer que los miembros de un grupo racial son por naturaleza más inteligentes o poseen mayor estabilidad emocional que otros (1922: 14).  Es más que evidente la variabilidad de los tipos raciales, y las limitaciones de las herramientas de medición, principalmente test psicológicos, empleadas para identificar las capacidades mentales y las aptitudes intelectuales de diferentes grupos humanos. Los tipos o clases raciales de la antropología física se basaban en la homogeneidad y la permanencia, pero F. Boas demuestra,  por medio de la estadística y la biometría, que son en realidad heterogéneas y variables en el tiempo. Si el concepto raza, queda así descrito como un arbitrio o convención que dependen de quienes establecen las similitudes y las disimilitudes, como la percepción misma de esas semejanzas o diferencias. La raza a todas luces no es fiable. Es un astuto golpe que deja cao las pretensiones cientifistas del formalismo racial de la Antropología física incluso cuando éste parecía sostenerse en datos experimentales y  empíricos. 

La otra vía que siguió F. Boas, y que ya citamos más arriba, fue desmontar las hipótesis planteadas por las teorías ambientalistas y racioculturales. La relación cuerpo-mente nos conducía en la antropología sociocultural a la discusión acerca de si las características raciales de un individuo determinaban igualmente sus aptitudes intelectuales o sus disposiciones morales y espirituales. Th. Waitz (1821-1864) defendió por ejemplo que las aptitudes mentales de un pueblo dependían en grado sumo del desarrollo cultural que éste había alcanzado. Los avances en el gobierno, la industria y el comercio, los sistemas legales y normativos y las formas de vida en general, eran las pruebas irrefutables de un talento o genius innato en la raza blanca. El antropólogo germano G. Klemm (1802-1862) otorgaba ciertas capacidades y rasgos mentales a los grupos humanos dependiendo de la forma física del cuerpo o de la raza, distinguiendo entre razas activas y razas pasivas, siguiendo la misma lógica que la frenología popularizada tiempo atrás por F. J. Gall (1758-1828) en el estudio del comportamiento humano. El examen de los relieves (protuberancias) y huecos del cráneo permitía según F. J. Gall reconocer  las cualidades del carácter y determinada aptitudes de la persona, quedando así establecida una relación causal entre las cualidades del espíritu y la morfología craneal, al igual que se había planteado entre el cuerpo racial y los talentos o capacidades psicológicas.

En cualquier caso en la estrategia boasiana en contra del uso inapropiado del término raza principalmente en las explicaciones científicas sobre la diversidad cultural y humana, y en buena parte de los argumentos por él esgrimidos a favor del método histórico particularista, subyacen sus propias experiencias como investigador, su trayectoria profesional a caballo entre las ciencias de la naturaleza (Naturwissenschaften) y las ciencias del espíritu (Geisteswissenchaften).  En la búsqueda del método apropiado para dirigirse a los fenómenos culturales se empleó con tesón a la crítica del pensamiento tipológico racial, es decir, a la tesis determinista que sostuvo el pensamiento evolucionista del siglo XIX orbitando alrededor de la contraposición entre el hombre civilizado (el europeo de raza blanca) y el hombre primitivo o the dark skinned savage”, el salvaje de piel oscura, para responder al problema de, como explica George Jr. Stocking, rellenar el vacío que existía entre la Cueva de Brixham, donde se habían desenterrado restos que replantearon la cronología de la especie humana, y la civilización europea sin introducir la mano de Dios para demostrar que la cultura humana había sido el resultado del desarrollo producido por la evolución (1968: 11). 

Las limitaciones del concepto raza y cómo éste, en sus versiones más modernas como cuando por ejemplo describimos las diferencias étnico raciales, contribuye a incrementar el racismo en nuestro tiempo (Wolf, 1993: 1-12). Especialmente las contribuciones de F. Boas y la escuela norteamericana de Cultura y Personalidad se emplearon en esta tarea. M. Mead, R. F. Benedict y R. Linton entre otros condujeron la discusión y el debate al terreno de la investigación etnográfica y de la renovada ciencia antropológica, desechando especulaciones y otras consideraciones ideológicas acerca del cuerpo, como imagen primera de lo distintivamente racial.

 

4.      El surgimiento de la Antropología del Cuerpo: cuerpos simbólicos, cuerpos dominados y cuerpos deteriorados.

A finales de la década de los sesenta del siglo XX y principios de los años setenta, el cuerpo se convirtió en un “tópico” de la antropología social y cultural. Los antropólogos sociales comienzan a desprenderse de la ambivalencia que había dominado tanto la etnografía del cuerpo como su teorización. El cuerpo se sitúa en el centro de atención de buena parte de los trabajos antropológicos, aparece en todas partes, y paradójicamente a la vez que muchos investigadores han intentado teorizar y con una epistemología que se ha convertido ecléctica en sus esfuerzos por retratar el cuerpo en su infinita complejidad, mientras que son más conscientes de que el problema del cuerpo no se resolverá de manera concluyente (Lock, 1993: 134). Asumiendo que así es como están las cosas en este terreno, intentaremos no obstante dibujar las líneas de un proceso semántico de adjetivación del cuerpo que nos ayudará a comprender las formas en que el cuerpo se clasifica, se reviste de ciertas cualidades que lo denotan y se relaciona con cierto alcance al sentido que adquieren las acciones humanas.

Nuestra primera etapa se detiene a considerar brevemente algunos antecedentes. Para ser fieles a la historia del pensamiento antropológico acerca del cuerpo, deberíamos dedicar unas líneas a Marcel Mauss y a otros pensadores de la escuela francesa, que fueron la antesala del estructuralismo. Quisiera, con el propósito de atisbar con absoluta claridad y sin dejar interrogantes en el aire, el salto cualitativo que se produce entre el periodo decimonónico y la primera mitad del siglo XX, referirme a un texto bien conocido de Marcel Mauss trayendo a colación precisamente un apartado en el que se cita de nuevo el concepto de raza:

“El etnólogo se encuentra aquí ante el grave problema de las posibilidades psíquicas de cada una de las razas (…) La resistencia a la emoción que invade es algo fundamental en la vida social y mental, y permite clasificar a las sociedades, separando a las primitivas, según sus reacciones sean más o menos bruscas, irreflexivas e inconscientes, o por el contrario aisladas, concretas y dirigidas por una conciencia clara” (1971: 355).

Este párrafo, publicado en 1971 en una obra traducida al español titulada Sociología y Antropología en la que se compilan diferentes aportaciones de Marcel Mauss, corresponde con un artículo ampliamente citado en antropología “Les techniques du corps” aparecido por primera vez en 1935 en el Journal de Psychologie y que más tarde fue traducido al inglés por Ben Brewester y recogido en la revista Economy and Society en 1973.  Respecto al origen de este texto cabría mencionar por un lado que responde al acercamiento que Mauss inició a través de varios contactos y colaboraciones científicas al ámbito de la psicología. Esta proximidad con la psicología no era fortuita. Por una parte tanto Marcel Mauss, como su Emile Durkheim, en un ensayo conjunto Clasificación Primitiva, preámbulo de Las Formas Elementales de la Vida Religiosa (1912), se muestran favorables al estudio sociológico de la manera en que los hombres clasifican los elementos tanto materiales, o tangibles, como inmateriales, o intangibles, que les rodean. La clasificación es requisito fundamental para la compresión y el reconocimiento del mundo circundante, y para que el hombre pueda actuar en él. En este sentido nos enfrentamos a una realidad social ordenada, que responde a pautas calculadas, que no son arbitrarias y que poseen significados concretos. Tanto M. Mauss como E. Durkheim consideran que la mente humana alberga una capacidad innata para construir complejos sistemas de clasificación, similares a los que hallamos en todas las sociedades. Existen procesos psicológicos que operan sobre la realidad, sobre la materia prima estimular que conducen nuestros sentidos, sin los que sería imposible tener una percepción del mundo. Sin embargo la organización de la realidad responde a criterios culturales. Las ideas que han servido de modelo para los sistemas organizativos de la sociedad residen y se ubican en la sociedad misma, éste es su origen y no otro. Las primeras categorías lógicas de clasificación fueron las categorías sociales, un ejemplo de ello son las clases de hombres. No sólo se trata de una discriminación perceptiva primaria en base a elementos externos o superficiales, como las cualidades físicas del cuerpo, el color de la piel por ejemplo, sino que la clasificación social nos habla de las relaciones que unen a los individuos entre sí. Existen en la realidad social hombres y mujeres que desempeñan tareas distintas y que a su vez se relacionan con otros individuos en base a esta clasificación funcional. Estas categorías de clasificación son sociales, y la sociedad se ve aquí como un sistema único, total y jerarquizado. Por tanto el razonamiento lógico desarrollado por los hombres para clasificar las realidades, y representar el mundo, es un razonamiento social, impera en él principalmente la organización y la unidad social de la colectividad que se extiende al conocimiento del universo (Needham, 1963: xi-xii).

En el trabajo de Marcel Mauss sobre las Técnicas del Cuerpo encontramos el primer esbozo teórico sobre el sentido sociocultural del cuerpo. Partiendo de la idea de homme total, es decir, de una visión del hombre integrada en la que se coordinan y funcionan a un tiempo las tres dimensiones de su ser, biológica, psicológica y sociológica, desarrolla la tesis de que el orden sociocultural se incorpora a nuestros gestos, a nuestra forma de andar y de movernos, de comer o emplear una vestimenta concreta. Estos modos corporales, o habitus corporales, son disposiciones a la acción, usos tradicionales del cuerpo, que se adecúan a un marco social y cultural determinado, como resultado de un proceso de socialización a través del cual las instituciones sociales, la sociedad misma, se encarna en los modos de pensar y actuar de sus miembros, reflejando así un orden social (Gil, 2005: 166). El habitus se refiere tanto al modo en que por ejemplo impulsamos el cuerpo cuando nadamos en la piscina, esto es, al conjunto de respuestas motóricas, de extensiones y contracciones de músculos, articulaciones y estructuras anatómicas, como a las exigencias sociales de la técnica de nadar. Para llevar a cabo la acción de nadar es necesario el adiestramiento, los conocimientos sobre la respiración o el ejercicio físico en un medio acuático, las normas y reglas que definen la práctica de la natación, o el sentido que la sociedad otorga a esta actividad dependiendo de su función o del contexto sociocultural. El cuerpo en suspensión acuática, deslizándose elegantemente brazada tras brazada, está dirigido por la técnica, por el dominio socialmente estructurado y dirigido a una meta o finalidad del cuerpo. 

En las técnicas del cuerpo Marcel Mauss percibe esto mismo, la confluencia simultánea de la experiencia interoceptiva del cuerpo y de la sociedad (Noland, 2009: 24). Por una parte emplea el concepto de “técnica” en su sentido gramatical para designar un conocimiento o discurso acerca de las técnicas, es decir, de las prácticas materiales, los objetos y las herramientas ideadas y utilizadas por los seres humanos en las interacciones con el entorno y con los otros (Schlanger, 1998: 193).  En el caso de las técnicas del cuerpo, éste es el propio instrumento, el primer instrumento del hombre y el más natural (Mauss, 1971: 342). Marcel Mauss explica que los gestos corporales o las posturas son experiencias que tienen que ver con prácticas de aprendizaje, adiestramiento o mimetismo, muchas veces inconsciente, sobre cómo emplear el cuerpo, en definitiva acerca de su utilización en un entorno social. Sin duda responden a una necesidad física, como la acción de beber agua, pero cómo llevamos a cabo esta acción, si empleamos un vaso o sorbemos de la mano, es social, aprendido, y la demostración más que palpable que el orden social se impone en el ser humano al orden natural (1971:  343). Los usos individuales del cuerpo se corresponden con formas colectivas de actuar, de dirigirnos en la vida y de responder a las condiciones sociales.

La instrumentalización del cuerpo requiere necesariamente una relación entre éste y los sentidos morales e intelectuales que están mediados por la técnica, en definitiva un conocimiento del cuerpo y de sus usos a través de la sociedad, lo que denomina Marcel Mauss la taxonomía psicosociológica del cuerpo. Para nadar necesitamos actuar anatómica y fisiológicamente pero a la vez es imprescindible un saber acerca del cuerpo y de cómo emplearlo en la actividad de nadar para así lograr el fin de la acción misma. La transmisión aquí juega un papel central. Sólo a través de mecanismos de aprendizaje, formal o informal, y de imitación interiorizamos esas representaciones del cuerpo que son  del todo congruentes con la sociedad a la que pertenecemos. En los elementos del arte de utilizar el cuerpo humano, dice Marcel Mauss, dominan los hechos de la educación (1971:  340). Este conocimiento es por tanto de naturaleza social, y conviene decirlo claramente, supone un empleo como diría Mauss, tradicional y efectivo del cuerpo del que emanan representaciones colectivas de la corporeidad.  Ciertos rasgos o movimientos del cuerpo aluden directamente al sistema social y a sus estructuras. Eso que llamamos el lenguaje corporal, los gestos del cuerpo, el movimiento y su posición en el espacio, están penetrados por el simbolismo social, se insertan en el individuo y trascienden la realidad física del self corpóreo (Shilling, 2005: 33). Las maneras de ser corpóreas, a través de las cuales se expresan las estructuras de la sociedad, se articulan así posibilitando la reproducción social, la permanencia y la continuidad del orden social.

Marcel Mauss establece grandes sistemas de clasificación. El primer de ellos:

1)       División de las técnicas corporales según los sexos

2)       Variación de las técnicas corporales por motivos de edad

3)       Clasificación de las técnicas corporales en relación con su rendimiento

4)       Transmisión de las formas técnicas (enseñanza y adiestramiento)

 

Además añade un sistema de clasificación que él llama biográfico (ciclo de la vida):

1)       Técnicas del nacimiento y de la obstetricia

2)       Técnicas de la infancia. Crianza y alimentación del niño

3)       Técnicas de la adolescencia

4)       Técnicas del adulto

4. 1. Técnicas de sueño

4.2. Estado de vela: técnicas del reposo

4.3. Técnicas de la actividad y del movimiento

                               a) El comer

                               b) La danza

                               c) Saltar

                               d) Trepar

                               e) El descenso

                               f) La natación

                               g) Movimientos de fuerza (lanzar, agarrar)

4.4. Técnicas del cuidado del cuerpo. Frotar, lavar, enjabonar

                               a) Cuidados de la boca

                               b) Higiene de las necesidades naturales

5. Técnicas de la consumición, comer, beber

6. Técnicas de la reproducción

7. Técnicas del cuidado de lo anormal (masajes…)

 

En este contexto podemos citar otras aportaciones como la de Robert Hertz, discípulo de Marcel Mauss, en cuyo trabajo The pre-eminece of the right hand: a study in religious polarity (1973), a partir del hecho físico de la asimetría corporal, y del hecho de que en la mayoría de nuestras acciones predominada el lado derecho del cuerpo, establece una diferenciación entre la mano derecha y la mano izquierda que es de orden cultural, y que por tanto no responde a una explicación neurológica sobre el grado de complejidad funcional de nuestro sistema nervioso y en particular de nuestro cerebro. Las características que se le conceden a una parte u otra del cuerpo están en relación directa con las creencias religiosas y con los sistemas simbólicos que inspiran el dualismo inherente al pensamiento primitivo. Con frecuencia tanto una parte como otra del cuerpo, poseen atributos o cualidades polarizadas, mientras que la mano derecha en muchas sociedades suele relacionarse con el prestigio, la gracia  espiritual o el bien, en cambio la mano izquierda está asociada a lo oculto, lo ilegítimo, inmoral o anormal. Esta curiosa lateralización simbólica del cuerpo, por completo arbitraria, en consonancia la mayoría de las veces con el predominio de la mano derecha frente a la izquierda, se explica acudiendo al sistema de creencias en donde se impone la lógica de una moralidad polarizada que es interiorizada en la práctica como un hecho “natural” (Hertz, 2007: 30-40). Lo significativo de la investigación de R. Hertz es que a través de la comparación sistemática entre diferentes contextos socioculturales, demuestra la existencia en cada uno de ellos de un compendio representativo de ideas, de naturaleza simbólica, acerca del cuerpo, sus partes y funciones. Estas representaciones simbólicas, anteriores incluso a la experiencia sensorioperceptiva del cuerpo, a la corporalidad, y resultados de la estructura social del pensamiento, en buena medida a la manera en que lo planteó C. Lévi-Strauss en su sistema mental de oposiciones binarias, nos proporcionan una cartografía cultural del entramado de significados que emplean los actores sociales para relacionarse y comunicarse entre sí.  En esta dirección se orientará la aportación de Mary Douglas.

a)      Cuerpos simbólicos

Ciertamente las aportaciones de Mary Douglas a la antropología del cuerpo han sido muy relevantes. Su orientación teórica es deudora, al menos en cierta medida, de los trabajos de E. Durkheim y M. Mauss. A éste último le reconoce haber sido el primer antropólogo en esgrimir una hipótesis que posibilitara abordar el campo de estudio del cuerpo desde una orientación antropológica, a pesar de que como sabemos M. Mauss apenas tuvo experiencia etnográfica alguna en relación a esta cuestión. De ellos, no obstante, tomará la idea nuclear de que el cuerpo es una realidad social y culturalmente construida, y que las instituciones sociales funcionan como una totalidad organizada dirigida a cumplir con el propósito de permanencia y continuidad del organismo social. Junto con M. Foucault, E. Goffman y P. Bordieu, Mary Douglas es una de las autoras más influyentes en la Antropología del siglo XX, que trasladó con acierto buena parte de sus consideraciones sobre el simbolismo religioso en las sociedades primitivas al ámbito del cuerpo. Con los trabajos de Mary Douglas podemos hablar realmente de una corporeidad social, tangible y contrastable en términos antropológicos, es decir, en sus planteamientos teóricos encontramos una transformación importante al considerar simple y llanamente que el cuerpo sólo puede ser entendido como cuerpo social. Se cumple así el propósito esbozado por Marcel Mauss de superar una antigua ruptura epistemológica que distanciaba el cuerpo, como ente físico o material, de su dimensión sociocultural, si bien este salto cualitativo ha supuesto el distanciamiento, cuando no el abandono, de los aspectos biológicos de la corporeidad en favor de sus formas culturales y simbólicas. Mary Douglas fue inflexible en este punto, empleando un reduccionismo simbólico que sin duda inauguraba una compresión del cuerpo novedosa y atractiva por las posibilidades interpretativas que ofrecía, pero esta genial mirada antropológica del cuerpo estaba constreñida al supuesto irrenunciable de que toda expresión natural es determinada por la cultura. Así el cuerpo social restringe el modo en que percibimos y experimentamos el cuerpo físico, se impone a él, de manera que las personas viven, experimentan y perciben sus cuerpos conforme a las posiciones sociales que ocupan y a las categorías que emplean para clasificar los elementos de la realidad social. 

El cuerpo así entendido es para Mary Douglas  una metáfora de la sociedad en su conjunto, un receptor de significados sociales de orden simbólico, a través del cual se nos desvela el sistema social, sus reglas y sus normas. El cuerpo social es la representación del cuerpo físico, de cómo éste es percibido, y las experiencias corporales, como se acaba de señalar, están mediadas por categorías sociales de clasificación y sentido, que responden a una particular y concreta visión de la sociedad (Douglas, 2003a: 65). El cuerpo, como parte del sistema social,  refleja el orden que existe en cualquier organización, un orden en ocasiones jerárquico, moral, político o religioso que facilita y promueve la acción humana socialmente dirigida.  Por tanto, siguiendo el planteamiento de Mary Douglas, hay concordancia explícita y perfectamente reconocible entre lo social y las expresiones corpóreas, ya que éstas son codificadas simbólicamente y en tanto que poseedoras de sentido implican un trasvase de información en la interacción social que refuerza mutuamente el cuerpo y su realización en la sociedad (Douglas, 2003a: 68). En esta interacción social se refuerzan las distintas categorías sociales, fraguándose de este modo una absoluta complicidad entre el lenguaje del cuerpo y la sociedad donde habita. Siguiendo con esta argumentación, el cuerpo es la imagen que disponemos del sistema social, las creencias sobre el cuerpo humano, su funcionamiento, el modo en que debemos cuidarlo,  embellecerlo o librarlo de algún mal o enfermedad,  se corresponden estrechamente con las ideas predominantes acerca de la sociedad; por tanto simbolizan a la sociedad y a los grupos sociales que tienden a apropiarse de estas imágenes de acuerdo a su posición.

Intentemos ejemplificar la tesis propuesta por Mary Douglas. El cuerpo en movimiento de una joven modelo desfilando por una pasarela, expresaría no sólo una condición física acorde con una profesión relacionada con la alta costura, sino también una visión de la modelización del cuerpo en la que casi sin lugar a dudas el anhelo de perfección y la estilización corporal simbolizan una concreta manera de presentarse y guiarse, o de estar y ser en esta parcela de la sociedad. El cuerpo de la joven modelo no sólo albergaría unas medidas o estándares físicos, sino éstos responden a ciertas creencias y valores que identifican inexorablemente los cánones de delgadez o esbeltez con los ideales culturales acerca de la elegancia, la juventud, la belleza corporal, el glamour o eso que denominamos comúnmente “tener estilo y clase”. El cuerpo, y la imagen corporal de una modelo, albergan una distintiva ideología, de tintes estéticos, a la vez que políticos, sociales y de género que en cierto modo lo restringen, lo aprisionan y lo limitan en la dirección de una cultura corporal hegemónica que nos impone con demasiada frecuencia su visión de la feminidad, a la vez que le permiten, metafóricamente, representar al sistema social que le confiere sentido.

En otro sentido para Mary Douglas el cuerpo es un mediador situacional presente en cualquier interacción social. Por un lado es el ámbito mismo en el que tienen lugar las interacciones sociales. Cuando nos cruzamos en la calle y nos detenemos a saludar a un viejo conocido, este acto cotidiano e informal implica el encuentro corpóreo entre dos personas que se reconocen entre sí y realizan un gesto arbitrario cuyo significado es compartido ambos. Incluso cuando interactuamos a través de un medio virtual empleamos determinadas herramientas, como una webcam, para facilitar la visión del otro y mostrarnos corpóreamente al otro más allá de la alusión identificativa contenida en nuestro nick. Por otro lado, el cuerpo es un elemento del intercambio social mismo. Cuando dos jóvenes amantes comparten un momento de intimidad sexual, el cuerpo es un instrumento dirigido a obtener ciertas gratificaciones o provocar respuestas afectivas y placenteras en el otro o en nosotros mismos. Y, finalmente, nos dice Mary Douglas (2003b: 166), el cuerpo es la imagen o representación de la estructura social. Cuando nos vestimos para salir a la calle o acudir a una fiesta escogemos el tipo de vestimenta que resulta más adecuada para la ocasión, y lo hacemos también considerando no sólo nuestras preferencias personales, nuestros gustos, sino también nuestra posición social, por ejemplo, en cuanto que hombres o mujeres, solteros o casados, heterosexuales u homosexuales. Así pues todas las partes de nuestro cuerpo responden sensiblemente al intercambio social. El cuerpo es una expresión de la situación social en un momento dado, y también una parte de esa situación. Es inevitable pensar entonces que el cuerpo es un componente mediador en la estructura social, que posee un valor comunicativo al convertirse en una imagen de la situación social percibida, y al favorecer el intercambio social en el que se constituye pleno de significado. Si seguimos la estela de esta argumentación que Mary Douglas nos proponía en el célebre artículo publicado en 1971 en el Journal of Psychosomatic Research con el sugerente título de “Do dogs laugh?, A cross cultural approach to body symbolism”, nos percatamos de inmediato que algo tan común y habitual  como ciertos gestos involuntarios (automáticos) o voluntarios (intencionales  o propositivos), dícese fruncir el ceño o esbozar una sonrisa, son eficaces en el intercambio social puesto que poseen gran alcance a la hora de indicar al otro cómo ha de conducirse en la interacción y cómo ha de modular sus comportamientos posteriores. A través de ellos se exterioriza una imagen de la sociedad que entre otros aspectos expresa la relación que el individuo mantiene con el grupo (2003b: 168).

Además de este valor del cuerpo como mediador social y metáfora de la sociedad, Mary Douglas, en uno de los trabajos más reconocidos de Mary Douglas, Purity and Danger. An Analysis of Conceps of Pollution and Taboo (1966), en el que se ocupó de reivindicar  la racionalidad del comportamiento de las sociedades primitivas a la hora de enfrentarse a las desdichas e infortunios de la vida, trató profusamente algunos aspectos relacionados con el simbolismo corporal. Mary Douglas retoma la clásica temática del pensamiento mágico- religioso para poner a prueba algunas de las aseveraciones asumidas por la Antropología desde que J. Frazer se dedicara en La rama dorada a tratar este asunto.  La idea de la religión es una manera de enfrentarnos con los peligros e incertidumbres de la vida, de anticipar el futuro y prevenir los desastres. En cierto sentido los rituales de purificación siguen una lógica en respuesta al origen y a las causas que han provocado algo indeseable. En la identificación de la causas del mal, se postula una explicación coherente, y se proponen los caminos para al menos prevenir que el infortunio vuelva a cebarse en el futuro con la comunidad. Por tanto anticipar los sucesos venideros y restaurar el orden que se ha cuestionado o puesto en duda es una función de las creencias acerca de la pureza y el peligro. De manera que cualquier desviación es vista en cierto sentido como una amenaza, y por tanto cae en los procesos de control social e indagación acerca del peligro que comporta para la supervivencia de la sociedad. La propuesta de Mary Douglas es para algunos una antropología no del cuerpo, sino del simbolismo del riesgo. Nuestra preocupación por el cuerpo, es la representación de nuestras ansiedades, miedos y temores que se activan cuando  las relaciones sociales  se vuelven inciertas.  Por esta razón, el cuerpo, es un objetivo diana entre las personas que viven en, utilizando el término de U. Beck, en las sociedades del riesgo. En la modernidad las sociedades exponen a sus individuos a un creciente número de riesgos. Entre ellos se cuentan las amenazas ambientales y tecnológicas entre otras muchas. Desde luego no son las únicas, también la preocupación desaforada por la enfermedad y la salud, las crisis alimentarias o los enfrentamientos bélicos, se ha extendido globalmente. Intentamos mantener nuestro cuerpo a salvo de los peligros que nos circundan, y recreamos para ello estrategias de purificación y prevención.

Mary Douglas mantiene por ejemplo que los rituales de purificación seguidos por algunos “pueblos primitivos” crean una unidad de experiencia colectiva basada en patrones simbólicos que dan sentido a elementos muy dispares. Para Mary Douglas  la reflexión sobre la suciedad, está en relación con el orden y el desorden, con el ser o el no ser, con la forma o lo informe, la vida y la muerte. Sugiere que la suciedad o la inmundicia es algo que está fuera de lugar, que no encaja, y por ello que ha de ser reconducida, como si se tratara de un comportamiento desviado, hacia una situación ordenada. La suciedad no puede ser incluida en sistema cultural debe mantiene patrones ordenados. Esta perspectiva ayuda a una percepción y comprensión del patrón comportamental que se deriva de la contaminación, la reacción que tienen los individuos cuando su universo ha sido desordenado por el contacto con un elemento impuro o inesperado que trastoca el sentido de las interacciones sociales. En pocas palabras nuestro comportamiento de contaminación es la reacción que condena cualquier objeto o idea que puede confundir o contradecir la “clasificación” imperante en la realidad sociocultural. Este es el argumento que sigue M. Douglas cuando discierne entre las categorías de puro e impuro que se describen en el Levítico y en el Deuteronomio. Si queremos avanzar en nuestro conocimiento acerca de la concepción de la pureza y la contaminación en el Antiguo Testamento, es necesario asumir que las categorías, puro e impuro, son arbitrarias, pero que éstas reflejan la sociedad en términos de integridad y totalidad.

Retomando de nuevo la idea de la suciedad podemos de decir que su comprensión nos acerca al entendimiento  de las reglas de purificación en relación al cuerpo. Por qué algo, alguien o una acción pueden ser sucios o contaminantes, es la puerta de entrada al simbolismo colectivo y al sentido que la sociedad les otorga: “El cuerpo es una estructura compleja. Las funciones de sus partes diferentes y sus relaciones ofrecen una fuente de símbolos a otras estructuras complejas. No podemos con certeza interpretar los ritos que conciernen a las excreciones, la leche del seno, la saliva y lo demás a no ser que estemos dispuestos a ver el cuerpo como un símbolo de la sociedad, y a considerar los poderes y peligros que se le atribuyen a la estructura social como si estuvieran reproducidos en pequeña escala en el cuerpo humano” (1991: 133). Los miedos corporales sobre los fluidos, por ejemplo, están relacionados con la capacidad corporal para representar simbólicamente los miedos de una comunidad. Mary Douglas renuncia a una orientación psicológica, abandona estas explicaciones en favor de la cultural, puesto que las explicaciones psicológicas no pueden por propia naturaleza dar razón de lo que está culturalmente diferenciado: “Cada cultura tiene sus propios riesgos y problemas. El hecho de que sus creencias atribuyan poder a determinados márgenes corporales depende de la situación en que considere el cuerpo. Parece ser que nuestros más profundos temores y deseos adoptan una determinada expresión con una especie de facilidad ingeniosa. Para comprender la contaminación corporal deberíamos comparar los peligros desconocidos de la sociedad y los temas corporales conocidos para tratar de descubrir de qué forma se adaptan” (1991: 140-141). En tiempo de crisis social, cuando las fronteras de y las identidades nacionales están amenazadas, entonces, se da una preocupación por mantener los actuales límites del cuerpo, la pureza de los cuerpos, explica Douglas. Su trabajo en definitiva contiene numerosas aportaciones en la dirección de la relación entre lo social y en cuerpo individual culturalmente simbolizado. Un simbolismo que puede ser cambiante reflejando en cada momento las cualidades concretas de la sociedad.

b) Cuerpos dominados

Dentro de las orientaciones constructivistas encontramos probablemente una de las más influyentes y radicales en el pensamiento filosófico y social del siglo XX. Me refiero a las contribuciones de M. Foucault, quien desde 1971, hasta su muerte en 1984, ocuparía la Cátedra de Historia de los Sistemas de Pensamiento en el Collège de France donde desarrollaría los fundamentos epistemológicos e históricos de lo que podría denominarse como “Teoría de la dominación y el poder”. En este contexto de ideas, el cuerpo para M. Foucault, no es únicamente un receptor de significados, sino que se constituye a través del discurso. El cuerpo desaparece así como una entidad biológica y surge como una realidad socialmente construida, mucho más maleable e inestable, menos unitaria y sólida, que además está sometida a la variación constante que sufren los significados del cuerpo en la historia. Pero ¿qué entiende Foucault por discurso? De una forma bastante simple y casi intuitiva, sin mediar en ello una exégesis interpretativa de los textos de Foucault que sobrepasaría con creces los propósitos de este trabajo, podríamos afirmar que el discurso es un sistema de ideas o pensamientos que se corresponden con un determinado momento histórico y contexto sociológico. El discurso guía nuestro conocimiento de las cosas, nuestro saber, y también lo construye, creando así una visión compartida del mundo y de las relaciones sociales. Por tanto el discurso posee una realidad material, la palabra pronunciada o escrita, creación de quien lo emite, pero no es sólo esto, el discurso no es meramente una instancia que media entre la lengua y la realidad, entre lo dicho o contado y el mundo mismo, sino que además se trata de un conjunto de reglas adecuadas a una práctica concreta, y estas reglas definen el régimen de los objetos (Díaz, 2005: 78). El discurso puede ser visto como un conjunto de principios profundos que incorporan las redes de significado, que sustentan, establecen y generan relaciones entre lo que puede ser visto, pensado y dicho. Existe el lenguaje de las cosas como tal, el discurso, pero existe históricamente y cada época organizará el discurso según un corpus determinado de ideas que son avaladas institucionalmente. Esencialmente el discurso refleja para Michel Foucault una manera de concebir el poder, las relaciones que existen entre el cuerpo y el poder en el caso que nos ocupa, sus efectos, entendiendo el poder como represión, una fuerza que dice no, que delimita qué es verdadero o falso, racional o irracional, pero que al mismo tiempo produce cosas, forma saber y da lugar a infinidad de discursos que atraviesan la realidad social como una red productiva (Díaz, 2005: 84).

Estas ideas discursivas circulan en la sociedad imponiéndose a los individuos esencialmente por medio de estrategias de poder y prácticas disciplinantes. Si lo relacionamos con el cuerpo podemos afirmar que el objetivo de las tecnologías disciplinares no es otro que forjar un “cuerpo dócil” (Rabinow, 2007: 44), que puede ser orientado hacia un propósito, sujetado a un orden estricto, usado, transformado y mejorado tácticamente. Este objetivo se alcanza con el empleo de las técnicas disciplinares que se manifiestan en dos estrategias de supervisión y vigilancia muy elementales, lo que Michel Foucault denomina el arte de las distribuciones, o cómo ocupan y se distribuyen los individuos en el espacio, esto es, la organización del espacio, y el control de la actividad corpórea. Esta organización del cuerpo responde a un interés. En las fábricas la sujeción y el control del cuerpo cumple así con el requisito de productividad exigido a los obreros, en la prisión el domino de sí mismo y la transformación moral del reo, mientras que en la escuela se realiza con el propósito de formar un comportamiento ordenado en el estudiante y en el ejército el soldado se moldea para ajustarse al oficio de las armas: “el soldado se ha convertido en algo que se fabrica; de una pasta informe, de un cuerpo inepto, se ha hecho la máquina que se necesitaba; se han corregido poco a poco las posturas; lentamente una coacción calculada recorre cada parte del cuerpo, lo domina, pliega el conjunto, lo vuelve perpetuamente disponible, y se prolonga, en silencio en el automatismo de los hábitos (Foucault, 1984: 139). Así el cuerpo humano se transforma en objeto y se incluye en el discurso del poder. No es posible definirlo y concretarlo sin atender previamente a las relaciones de poder y a las categorías de lo corpóreo que son fundamentalmente históricas. En el cuerpo se inscribe el pasado, se produce una articulación perfecta entre el cuerpo y la historia, y por tanto, para Foucault, éste puede ser analizado a través del método genealógico.  La genealogía del cuerpo es una mirada histórica, un particular experimento interpretativo que persigue dilucidar cómo ciertos acontecimientos que emergieron en el pasado relacionados con el saber corpóreo y la gestión de los cuerpos en realidad representan la irrupción en la historia de un determinado campo de fuerzas, de posibilidades, que de alguna manera trastocan el estado de las cosas. El cuerpo es un pretexto para dirigir la atención sobre los regímenes de poder en los estados modernos y su dinámica singular. Michel Foucault se orienta hacia el cuerpo en tanto que investido de prácticas históricas como efectos de la relaciones de poder-resistencia al poder (García del Pozo: 1988, p. 11).

Intentaré explicar esta idea con más claridad. El análisis de los discursos sobre el cuerpo está irremisiblemente vinculado a las relaciones de poder, y a una aproximación histórica de las mismas. Cuando Michel Foucault se refiere a las representaciones de los cuerpos de las brujas en los siglos XVI y XVII, o de las mujeres poseídas, cuando se enzarza en el estudio de la posesión diabólica y su significado histórico-social, afirma que no es posible comprender estos fenómenos partiendo de una historia de las supersticiones o de las mentalidades, ni tampoco de una historia de las enfermedades físicas o mentales. Comprender cómo se desatan los movimientos y los actos de un cuerpo convulso, y cuál es su significado nos conduce al examen exhaustivo del cerco discursivo que rodea al cuerpo. La convulsión es para Michel Foucault la resistencia expresa o la sublevación frente a un discurso del gobierno del cuerpo impuesto por el Concilio de Trento en el siglo XVI, y no la manifestación de un síntoma clínico relevante. La nueva cristianización de Europa sostenida en la confesión y la dirección espiritual sometía al cuerpo a una observancia rigurosa y el cuerpo convulsionante era en sí mismo la expresión de la desarticulación de este mecanismo de poder que influía sobre los individuos y sus cuerpos: “Me parece que es al hacer la historia de las relaciones entre el cuerpo y los mecanismos de poder que los invisten como podremos llegar a comprender cómo y por qué aparecieron en esa época, como relevo de los fenómenos un poco anteriores de la brujería, los nuevos fenómenos de la posesión. En su aparición, su desarrollo y los mecanismos que la sostienen, ésta forma parte de la historia política del cuerpo (Foucault, 2001: 195).

Además del lugar histórico, o genealógico de estos acontecimientos, M. Foucault se interesa especialmente por cómo la sociedad produce los discursos dominantes, y cómo interviene la producción de la palabra sobre el cuerpo a través de lo que él llama la microfísica del poder.  La producción del discurso no es azarosa: “…en toda sociedad la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por un cierto número de procedimientos que tienen por función conjugar los poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y terrible materialidad” (1973: 11). Podemos afirmar que en los discursos sobre el cuerpo, éste es investido de prácticas históricas como efectos de las relaciones de poder, o como resistencias al poder. El cuerpo del individuo es objeto de dominación a partir de los procedimientos de control social internalizados, las disciplinas o las técnicas disciplinantes, que como antes mencionamos al referirnos a los cuerpos del soldado, el estudiante, el obrero o el prisionero, son métodos que permiten el control minucioso de las operaciones del cuerpo, que garantizan la sujeción constante de sus fuerzas y les impone una relación de docilidad-utilidad.

El enfoque se caracteriza por una preocupación nuclear en torno al cuerpo y a las instituciones que lo gobiernan, y cómo el discurso produce un cierto conocimiento (epistemología) del cuerpo. El discurso, esencialmente el discurso del poder y también el discurso del deseo, es el concepto más importante en la obra de Foucault. Indaga pormenorizadamente sobre esta cuestión a través de cómo la microfísica del poder funciona en las modernas instituciones, hospitales, escuelas, prisiones, etc., y a través de ellas se tiene acceso a los individuos mismos, a sus cuerpos, a sus gestos y a todas las acciones de la vida diaria. El cuerpo por tanto, en el sentido que le otorga Michel Foucault, no es sólo objeto del discurso sino que constituye el vínculo entre las prácticas cotidianas y la organización a gran escala del poder. El desarrollo de la modernidad supuso esencialmente la transición a los espacios sociales ocupados por los discursos. Especialmente en el siglo XIX, se detecta un cambio en el objetivo del discurso sobre el cuerpo. De la focalización por lo carnal, se dio paso a la preocupación por la mente, del interés por la muerte, a la estructuración de la vida, al control de los individuos anónimos y la gestión de las poblaciones diferenciadas. Un ejemplo de esta nueva formulación discursiva del poder es el Panóptico de J. Bentham, una estructura arquitectónica idea para, a través del control carcelario del cuerpo, desarrollar una racionalidad de la vigilancia como instrumento de corrección del comportamiento desviado.

Los individuos son recluidos en un espacio o construcción en forma de anillo destinado al presidio. Este proyecto de edificación permite vigilar a los reclusos en todo momento, establecer una especie de mirada escudriñadora que desde lo alto de la torre vigía, ubicada en el centro mismo del anillo, todo lo ve. Ningún recluso escapa a la observación constante de los vigilantes. Las celdas de los reclusos están dispuestas de manera que es imposible evadirse de la vigilancia flotante dirigida desde la torre. El edificio carcelario está pensado, según M. Foucault, conforme al discurso rehabilitador de la época. La reclusión no es sólo una forma de castigo físico, una estrategia de separación y aislamiento de la sociedad en base a la consideración del comportamiento criminal o la peligrosidad del individuo. La pena judicial, no es únicamente la privación de la libertad encerrando al individuo en un minúsculo habitáculo, es una particular ideología del control sobre el cuerpo para modelar la mente del recluso. Esta concepción hace su aparición en la historia y transforma las relaciones de poder. Si en el pasado los sistemas judiciales ejercían su función punitiva a través de la fuerza física, la tortura o la pena capital, en la época moderna, especialmente en el siglo XIX, se produce un giro en la política del castigo, y la dominación de los cuerpos a través del espacio físico limitado de las celdas es la llave que abre las puertas de las mentes de los presos. En el modelo carcelario se concentran las tecnologías coercitivas del comportamiento y del sometimiento del cuerpo. Este modelo responde a una visión del cuerpo capaz de fabricar hombres dóciles y sumisos. El aprendizaje de las técnicas disciplinarias induce modos de comportamiento y facilita la adquisición de aptitudes coherentes con las relaciones de poder vigentes en la institución carcelaria (Foucault, 1984: 301).  El estudio del proceso de reclusión, de las estrategias penales y las prácticas carcelarias, es para M. Foucault un camino acertado para que emerjan las claves de un discurso sobre el cuerpo histórica y socialmente concebido. El cuerpo se convierte de este modo en el centro de mecanismos y fuerzas que apuntan a la producción de un tipo de subjetividad. La disciplina o la vigilancia son piedras fundamentales en la genealogía del alma moderna, de un sistema socio-histórico que concibe la individualidad como docilidad y normalización, y que ha devaluado progresivamente el cuerpo al considerarlo únicamente desde una orientación económica y política (Castro, 2008: 464).

C) Cuerpos deteriorados

En los trabajos de E. Goffman encontramos un énfasis en la idea del cuerpo pero relacionada esta vez con la agencia humana, la capacidad que poseen los individuos de actuar en determinadas situaciones, y la interacción social, el escenario en el que esta capacidad se escenifican desarrollando distintos roles o papeles. E. Goffman se ha interesado en cómo el cuerpo permite a las personas intervenir en el flujo de la vida diaria, en el discurrir o acontecer de la vida cotidiana. Es precisamente en esta dirección donde el estudio analítico de E. Goffman se dirige. La conducta humana persigue unos propósitos, es intencional, por tanto dirigida a lograr ciertos objetivos predefinidos por el encuadre de la situación social. Analiza las impresiones en la interacción social, a partir de la consideración de cualquier situación social como una puesta en escena (metáfora del teatro) del individuo en presencia de los otros, en la que éstos persiguen adquirir información acerca de él, de quién es, y poner en juego la que ya poseen (Goffman, 1987: 13). El escenario social es el contexto en el que se producen las impresiones o percepciones que son recabadas por los otros acerca de nosotros mismos y se realizan continuos contrastes entre la información que proporcionamos, nuestra manera de dirigirnos en la interacción y la imagen previa que los otros ponen en funcionamiento. En un marco social determinado todos y cada uno de nosotros portamos cierta información estereotipada, principalmente acerca de cómo deben comportarse los demás y qué podemos esperar de ellos. En buena medida la definición de la situación social nos permitirá recrear un mapa de posibilidades, convirtiéndose así en una forma tremendamente útil de anticipar lo que puede o no suceder en una situación dada, lo que es razonablemente esperable, en base a nuestra propia experiencia en situaciones similares, a las propias señales o indicativos de la situación y al conocimiento que tenemos de los otros, es decir, a las impresiones que se generan en el encuentro (encounter), en presencia del otro, en la interacción total o actuación (performance) que tiene lugar en cualquier ocasión en un conjunto dado de individuos que se encuentran en presencia física mutua y continuada (1987: 27). En esta interacción, dice E. Goffman, existe una pauta de acción preestablecida, un guión por así decirlo o rutina (part), que conduce la actuación del individuo. Así pues la actuación sería “…toda actividad de un individuo que tiene lugar durante un período señalado por su presencia continuada ante un conjunto particular de observadores y posee cierta influencia sobre ellos (1987: 33), y la fachada (front) parte de la actuación del individuo que funciona regularmente de un modo general y prefijado, a fin de definir la situación con respecto a aquellos que observan dicha actuación (1987: 34).

El individuo se orienta en la interacción social para que su actuación llegue a ser significante par los otros (1987: 42). En este sentido el cuerpo forma parte de esta intencionalidad comunicativa, no es tanto el producto de fuerzas histórico-sociales, como sugería Michel Foucault, ni la representación de la sociedad misma, como defendía Mary Douglas, sino más bien un elemento que hace posible, facilita, la presentación del individuo en la vida social, encuadrándolo en una esfera pública, a la vista de los demás, donde los otros, que figuran como observadores y coparticipantes en la interacción social, lo calificarán de acuerdo a ciertos estímulos, como la apariencia (appearance), los modales (manner) o el control de las expresiones, para determinar si el comportamiento corpóreo es congruente y fiable. El cuerpo es la unidad básica en la interacción, estructura los encuentros. La mayoría de los aspectos de la vida cotidiana, consisten en el establecimiento de rutinas en el trabajo, el tiempo libre, la vida familiar, donde los individuos frecuentemente inician, desarrollan y llevan a cabo encuentros con los otros. Y en cada uno de esos encuentros, los movimientos y la apariencia del cuerpo envían mensajes de intención entre las personas, y acerca de su estatus social, el estado ritual en el que se encuentran (1987: 38) o la capacidad, adecuación e interés del actuante en la interacción (1987: 63-64). Estos encuentros son importantes en la vida social, y las personas están interpeladas a actuar conforme pautas específicas. Goffman defiende que las personas han de ser convincentes con esos roles y deben observar las reglas corporales que gobiernan los encuentros particulares para trasmitir congruencia entre lo que hacen, cómo lo hacen y lo que dicen.

Para resumir, dos aspectos de la importancia del cuerpo en el orden interacción,  el individuo con parte de una sociedad participa de significados similares, y con frecuencia le concede una gran importancia a la apariencia corporal, física, a las expresiones faciales y los gestos, al   idioma de cuerpo. El otro aspecto es que el cuerpo es generador de significado.  Los individuos que participan en los encuentros siempre proporcionan información aunque no hablen de ellos, simplemente por lo que muestran a través del cuerpo, de la expresión corporal. La gestión del cuerpo es fundamental para la fluidez de las relaciones, la actuación de roles y en general para que la persona sea aceptada de pleno derecho en el orden de la interacción social. También lo es en la configuración de las impresiones de uno mismo, es decir del self, que no es sino “un tipo de imagen, por lo general estimable, que el individuo intenta efectivamente que le atribuyan los demás cuando está en escena y actúa conforme a su personaje” (1987: 268).

El enfoque dramático empleado por E. Goffman en su análisis de la  interacción social y del papel que juegan los individuos en ésta, sugiere que el cuerpo humano, además de ser propiedad del individuo, es también un vehículo de la comunicación social necesario en la interacción, imprescindible para la misma ya que sobre él se depositan significantes y significados sociales que entran a formar parte de un intercambio regular de impresiones o percepciones. El cuerpo juega un papel relevante en relación entre la identidad personal y la identidad social. Ambas realidades son inseparables para Goffman, se hallan en pie de igualdad. Un ejemplo claro de cómo la imagen que tenemos de nosotros mismos se ve afectada por el personaje que desempeñamos y por las impresiones que los demás nos procuran en la interacción social, es el análisis de las identidades deterioradas.

El planteamiento de E. Goffman parte de una premisa básica. La aceptación es vital para la identidad personal, como ser humano competente que vale la pena ser. El vocabulario que se emplea para clasificar a los otros, también sobre uno mismo. Tendemos a percibir nuestro cuerpo como una imagen reflejada en un espejo, que ofrece una visión del mismo enmarcada en términos de puntos de vista de la sociedad y prejuicios sociales. El análisis de Goffman del estigma y la vergüenza proporcionan información relevante de la relación entre la identidad personal y la identidad social. Toma el concepto de estigma en el sentido que se empleaba en la cultura clásica griega, como signos corporales poco habituales que exhiben algo “malo” y que aluden al estatus moral de quien los representa. El estigma existe en tanto que es reconocido por la sociedad como “anormalidad”, ya sea por tratarse de un rasgo infrecuente o bien que indica la presencia en la persona de una cualidad negativa, poco apreciable o potencialmente peligrosa. Este mecanismo tan elemental es absolutamente congruente con un sistema social en el que se categoriza a las personas y se les otorgan ciertos atributos que se perciben como naturales en los miembros de cada una de esas categorías. Este sencillo procedimiento asegura un nivel de previsibilidad en el comportamiento necesario para el desarrollo efectivo de la interacción social, como dice Goffman, nos permite tratar con los otros sin dedicarles demasiada atención o una reflexión especial, puesto que en cierta medida somos capaces de anticipar lo que van a hacer o decir en un contexto de interacción rutinario en función de una etiqueta o categoría social (2008: 14).  Cuando una persona porta un estigma, que puede ser más o menos visible, entonces se aparta de la normalidad, y entra a formar parte de otra categoría social destinada a aglutinar aquellas personas sobre las que recae un descrédito social amplio por poseer un defecto, una carencia, una falla o una desventaja. En este sentido la teoría de Goffman sobre el estigma recoge al menos tres condiciones objetivas que conducen a una valoración negativa de la persona. Las abominaciones del cuerpo, como él mismo las llama, referidas a deformidades físicas, los defectos del carácter como la falta de autocontrol o voluntad, las perturbaciones mentales o las adicciones entre otras muchas, y finalmente las que devienen de la raza, la nación o la religión (2008: 16). Como es de suponer para que tenga lugar la discriminación efectiva de una persona en base al estigma, es condición sine qua non disponer de una ideología que confiera sentido y explique la inferioridad del otro estigmatizado, y que al mismo tiempo dé cuenta del peligro que representa esa persona para la sociedad (2008: 17). Los signos que porta el cuerpo de una persona estigmatizada son social y moralmente sensibles. Pueden causar temor, inquietud y rechazo en los demás. El cuerpo normalizado, representa cualidades morales y psicosociales como la valía personal, la bondad, el equilibrio, el sentimiento de pertenencia o integración grupal, la capacidad de dominio y autonomía, etc., mientras que el cuerpo estigmatizado, alude justamente a la incompetencia personal, la maldad, al sentimiento de exclusión o discriminación y a una identidad personal deteriorada, que es objeto de duda, recelo o negación. La percepción que los demás tienen de nosotros mismos, mediada por el reconocimiento del estigma, nos devuelve una imagen negativa de quiénes somos en realidad, de nuestra identidad social real. Esta imagen pone en duda nuestra identidad personal, y por extensión nuestro autoconcepto. Las personas con estigmas o atributos que son etiquetadas como “desacreditas”, tienen problemas en la interacción social con las personas consideradas “normales” o “acreditadas”. Las consecuencias pueden ser nefastas para la identidad personal. Una expresión emocional de esta divergencia es la vergüenza que puede incluir un rango extenso de manifestaciones corporales como el tartamudeo, el rubor, el estremecimiento o los gestos torpes. La vergüenza surge de la conciencia personal de “anormalidad”, y ésta requiere a su vez de la percepción negativa que los demás realizan de nuestra identidad social. La identidad deteriorada o spoiled identity, como la denomina Goffman, es el resultado de la inadecuación entre la visión que tenemos de nosotros mismos y la que tienen los demás, acentuada por el hecho de que existe un claro distanciamiento entre las dos imágenes que comporta siempre una valoración negativa de la persona, como si se tratara de una persona “menos humana” y por tanto objeto de rechazo y discriminación. La fórmula que emplean las personas estigmatizadas para evitar este profundo sentimiento de inadecuación que se activa frente al rechazo de los otros, es habitualmente esconder los signos del estigma, ocultarlos o disimularlos, o en ocasiones, cuando esto no es posible, compensar la aparente limitación con estrategias normalizadores como la cirugía reparadora, o bien comportamientos que sugieren valores estimables que compensan el deterioro del estigma, lo anulan o lo difieren. Estos mecanismos de normalización están dirigidos por un deseo de presentarse como “normales” ante los demás, en la interacción cara a cara, como personas dignas de participar plenamente en la sociedad, capaces de romper con las limitaciones o las barreras que el propio estigma les impone. Lo interesante de esta dinámica social es que tiene lugar ante el sentimiento de inconformidad e inadecuación provocado por la visión estigmatizadora de los otros, sin la que no sería posible ni tendría sentido. Por tanto, en la teoría del Goffman, determinados estilos de vida y patrones de comportamiento llevados a cabo por las persona estigmatizadas, como por ejemplo formar parte de una comunidad de iguales más o menos formal en la que ciertas cualidades o características son apreciables en lugar de ser causa de rechazo o exclusión, se comprenden a la luz de la lógica del estigma.  

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[1] Empleo aquí término biotipo en el sentido que le otorgaron las teorías psicológicas del temperamento a principios del siglo XX, antecedentes de la moderna psicología de los rasgos, como un tipo morfológico o constitucional con el que se relacionan ciertas características de la persona.  A partir de la somatotipología de William H. Sheldon  (1898- 1977) que diferenciaba entre individuos endomorfos, mesomorfos y ectomorfos, y la teoría acerca de la complexión física de E. Kretschmer  (1888-1946) que establecía tres tipos morfológicos, pícnico, asténico y atlético, se llevaron a cabo sendos trabajos de investigación empírica a través de los cuales se pretendía demostrar la relación existente entre la constitución corporal y los rasgos psicológicos y psicopatológicos de la persona.

[2] Se pueden consultar el trabajo de Luís Álvarez Munárriz, citado en la bibliografía, que sistematiza la investigación antropológica sobre el cuerpo, diferenciando entre rasgos, clasificaciones y módulos de la cultura. En cada uno de estas dimensiones de análisis se introducen diferentes orientaciones y propuestas, que pasan por considerar los distintos sistemas de clasificación, las creencias y las prácticas culturales relacionadas con el cuerpo, el cuerpo entendido como medio de comunicación social y expresión simbólica, así como perspectiva teóricas y niveles del sistema cultural como el ideal, el institucional y el tecno-económico.

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