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¿Qué somos los chilenos?

Glosa para los constituyentes.

 

Luis R. Oro Tapia [1].

 

 

Para los chilenos esta pregunta es impertinente, pese a que el proceso para elaborar una nueva constitución política ya está en marcha. Como se sabe, éste tiene por propósito redactar una norma fundamental atendiendo a lo que somos y a lo que aspiramos a ser los chilenos. Por tal motivo, dicha interrogante no sólo es oportuna, también es necesaria.

            Las respuestas tentativas son desconcertantes. Somos políticamente ambidiestros, culturalmente camaleónicos e ideológicamente un país mula. ¿Cuál es la respuesta correcta? ¿Todas las anteriores? ¿Ninguna de ellas? Por el momento, es imposible saberlo con certeza.

            Respecto de la primera alternativa, bien podría decirse —a grandes rasgos y dejando un holgado margen para las excepciones— que durante el siglo veinte la izquierda fue internacionalista y la derecha, por el contrario, afirmó la primacía de lo criollo (me abstengo de usar la palabra nacionalista, dada la heterogeneidad de resonancias que suscita). En la actualidad, ¿sigue igual la situación? Tengo la impresión de que no.

            Veamos. En los últimos años la izquierda ha abogado por lo vernáculo y lo autóctono (apoyando las reclamaciones de los pueblos originarios y de los movimientos autonómicos), mientras que la derecha ha respaldado el internacionalismo y la estandarización (económica, cultural y política). ¿Se invirtieron los papeles? Parece que sí. De hecho, hoy en día, la izquierda es antiglobalización y la derecha pro-globalización.

            Todo indica que la súbita inversión de roles ha embotado el pensamiento de ambas, en lo que respecta al planteamiento de preguntas fundamentales y sus respectivos conatos de respuestas. En efecto, tanto en la izquierda como la derecha, está ausente la cuestión de la identidad que tenemos como grupo humano, colectividad, país o como quiera llamársele a ese “algo” al que remite, implícitamente, el pronombre personal “nosotros” para que éste tenga sentido, contenido y sustentabilidad.

            El marasmo es de tal magnitud que ni siquiera aparece de refilón la pregunta ¿qué somos los chilenos? Si no la respondemos, aunque sea de manera borrosa y tentativa, cualquier propuesta política que tenga pretensiones fundacionales (de la Nueva Mayoría o de Chile Vamos) se asentará sobre arenas movedizas.

            ¿Se puede bosquejar un proyecto de país que sea viable si, previamente, no tenemos claro qué somos los chilenos? Es altamente improbable. La dificultad se acentúa más si se tiene en cuenta que para responder a la pregunta sobre nuestra identidad se requiere de sinceridad, honestidad y paciencia, mucha paciencia, para ir retirando los sucesivos velos con los cuales nos hemos ido recubriendo y engañando generación tras generación.

            Veamos otra respuesta tentativa. Seríamos un país camaleónico, ya que tratamos de mimetizarnos con la cultura euroatlántica, asumiendo modas artísticas e intelectuales (provenientes de los Estados Unidos o de Europa) que no tienen una nítida correspondencia con nuestra realidad sociopolítica. Pese a ello las imitamos. Así, por ejemplo, en la década pasada se intentó trasplantar e instalar en Chile, casi mecánicamente, las sutilezas y vericuetos del debate en torno al pensamiento republicano que tuvo lugar en el mundo euroatlántico. Tal debate tiene mucho sentido en países como Francia, donde la alternancia —a veces violenta— entre monarquía y república marcó su historia durante un siglo y, precisamente, a raíz de ello generó un pensamiento político propio que estaba enraizado en tales experiencias. En Chile no es así. Esa no es nuestra experiencia. Aquí la dualidad —o alternancia— es entre autocracia y liberalismo o, dicho en términos más duros, entre dictadura y democracia. Debiéramos profundizar en las causas de ambas, porque en ellas está depositada parte de nuestra experiencia histórica y debieran servirnos de insumos para llevar a cabo nuestras propias reflexiones políticas.

            La propensión camaleónica incita a trasplantar modas intelectuales con su respetivo utillaje semántico (habría que preguntarse si la periferia se complace en hincarse ante el centro; o si es mero arribismo intelectual; o si somos, simplemente, sujetos desarraigados y esnob). En Chile, en lo que al término en cuestión concierne, el adjetivo republicano diluyó al sustantivo republicanismo y al hacerlo lo transmutó en un lugar común no exento de frivolidad. Así lo puso de manifiesto Fernando Atria —hace poco en El Mostrador— al afirmar que el sustantivo republicanismo es “una palabra de moda que hoy sirve incluso para darle prestancia a algunos feriados, bares y combinaciones de bebidas alcohólicas”.

            Por último, cabe la posibilidad de que seamos un país mula, pues seríamos (o somos) el resultado del cruce de dos entidades culturales diferentes. El resultado sería un híbrido que, además, tiene la peculiaridad de ser estéril. Por consiguiente, sería incapaz de engendrar o crear algo nuevo, diferente u original. Parece que ni siquiera nos aventuramos a tener la experiencia del sincretismo cultural. No hay dialéctica que integre creativamente a los opuestos. No hay síntesis. Entonces, ni siquiera hay hibridación cultural. De ser así, no seríamos mulas; sólo seríamos camaleones. Quizás eso explique nuestra incapacidad para crear y, simultáneamente, nuestra habilidad para imitar. No obstante, la metáfora de la mula adquiere sentido si se tiene en cuenta que es una bestia de carga y los chilenos en el último tiempo cargamos —¡alegremente!— con tradiciones que rara vez son nuestras (ejemplos emblemáticos: Halloween y San Valentín).

 

Una identidad vaporosa

Enseguida trataré de abordar la pregunta que encabeza esta reflexión, de manera tangencial, para acercarme al meollo del asunto por las ramas, pero sin llegar al tronco, pues quien escribe estas líneas no está en condiciones de otorgar una respuesta (ni siquiera parcialmente clara) al asunto en cuestión.

            Comencemos planteando una pregunta preliminar bastante trivial. ¿Qué pueden decirnos a los chilenos Max Weber, Carl Schmitt o Hannah Arendt? Bastante, si se cumple la siguiente condición: leerlos de manera crítica desde el sur del mundo. Me parece inapropiado tratar de hacerlo como si fuéramos moradores de Europa Central, siendo nosotros sudamericanos.

            Lo digo con el afán de establecer un matiz con un sector de nuestro mundo intelectual que propende a omitir, deliberadamente, nuestras propias circunstancias. Tales intelectuales se asumen como ciudadanos europeos sin serlo. Es el patético drama de los transplantados y los manieristas. Esos personajes que fueron retratados y quintaesenciados en la narrativa de Alberto Blest Gana y en las crónicas de Joaquín Edwards Bello.

            Los pisaverdes afrancesados del siglo XIX prefiguran, con bastante antelación, a los anglófonos de las últimas décadas. Estos últimos tienen entre sus ancestros a Agustín Encina (el remilgado y esnob personaje de la novela Martín Rivas). Ellos viven y circulan entre nosotros. Peroran en las cátedras, pululan en los campus universitarios y se arrogan vocería y autoridad moral e intelectual en cuanto foro público hay.

            Los herederos de Agustín Encina son seres narcisistas y egocéntricos. Cargan con una secreta infelicidad. ¿Por qué? Debido a que no pueden ser, por naturaleza, lo que pretender ser. Esto los convierte en seres patéticos, extraños, que tienen algo de caricaturesco. No construyen ni descubren su personalidad, sino que fabrican su propio personaje de manera artificiosa.

            Pero la brecha entre la cara y la careta no es de costo cero. Por eso, son personajes que viven en perpetua fricción consigo mismo y con sus circunstancias. Son la versión chilena de Madame Bovary.

            No rezuman amargura ni rencor, pero sí insatisfacción. En cierta manera no son hijos de sus padres, sino que de sus circunstancias. Esto los convierte en un fiel reflejo de la sociedad en que viven. Ellos, al igual que su sociedad, reniegan de su índole, ya sea porque no tienen una identidad definida o porque han perdido la que tenían. ¿Será este último el caso de la sociedad chilena? Concretamente, hoy en día, ¿qué significa ser chileno?

            Tales personajes son algo así como un precipitado de la sociedad en que viven. Se trata de personajes que florecen en aquellas sociedades que tienen más de un alma. Especialmente, si esas almas no se avienen bien o no viven en paz. Dicho de otro modo: viven una guerra solapada y de baja intensidad, pero sin tregua.

            ¿Qué somos los chilenos: occidentales de segunda mano o europeos avecindados, por varios siglos, en el borde oeste del Cono Sur de América? Se dirá que somos descendientes de españoles y que por eso somos occidentales. A ello se objetará que pese a que España está geográficamente en Europa, desde el punto de vista cultural, sólo es europea desde hace aproximadamente un siglo. ¿Somos, entonces, amerindios españolizados o, por lo menos, mestizos occidentalizados? Otros dirán que somos parte de la civilización occidental, pero no de la cultura occidental, apelando a la célebre distinción de Oswald Spengler entre cultura y civilización. ¿Somos mestizos que renegamos de nuestras raíces indígenas y de nuestra herencia hispánica? ¿Por qué nos afanamos en ser un clon de las sociedades euroatlánticas? Pregunto una vez más: ¿qué somos los chilenos?

            En el pasado nuestra vida colectiva tenía, algunas veces, visos de drama; otras, ribetes de tragedia. Éramos seres (colectiva e individualmente) trágicos, en algunas ocasiones y, en otras, melodramáticos. Pese a todo, nunca éramos lo suficientemente sinceros con nosotros mismos como para explicitar nuestros conflictos profundos. Nunca, o casi nunca, nos planteamos el dilema de Hamlet.

            En Chile, no tenemos a un Octavio Paz o a un Leopoldo Zea que se pregunte, mutatis mutandis, en qué radica la mexicaneidad de lo mexicano (exceptuando, eso sí, y sólo parcialmente, a Francisco Antonio Encina, Jaime Eyzaguirre, Mario Góngora y Jorge Larraín, entre otros). Tampoco tenemos las discusiones que tenían los intelectuales rusos del siglo XIX. Ellos eran pro Occidente o pro eslavistas; se preguntaban por el destino y la esencia de Rusia. En su literatura se trasunta ese dilema y la respuesta implícita al mismo. Por eso en ella encontramos, por lo general, a personajes occidentalizados que llevan vidas desdichadas. Así, por ejemplo, los arribistas insatisfechos (Vronsky y Ana Karenina); los intelectuales impostados (Bazarov y Speransky); los moralistas inmorales (Iván Karamazov y Stavroguin), etcétera.

            De hecho, en Dostoiewsky la mayoría de los depravados han vivido en Occidente y, como consecuencia de ello, abominan de su carácter eslavo. En Tolstoi los oficiales del Estado Mayor del general Kutuzov hablan francés mientras Napoleón devasta su país. En Turguenev los seres moralmente febles y biliosos son aquellos que han renegado de sus raíces.

            En Chile, actualmente, existen personajes caricaturescos, pero no dramáticos ni, menos aún, trágicos. Quizás ello se deba a que, hoy en día, no tenemos una identidad a la cual traicionar. En Chile no buscamos introspectivamente nuestra identidad. Más bien lo que realizamos es un esfuerzo frenético por apropiarnos de una identidad. Queremos ser un clon, no una imitación, del mundo euroatlántico. Ejemplo emblemático de ello son el Redset, la Wiskierda y las sucesivas generaciones de Chicago Boys. También lo son una multitud de colegios que prometen educación bilingüe. Éstos hacen un pingüe negocio con padres ansiosos de conquistar un estatus para sí mismos y para sus hijos. En circunstancias que ni los progenitores ni la prole suelen manejar con prolijidad la lengua materna.

            El fenómeno de la identidad vaporosa es fácilmente observable en los sectores medios acomodados y, sobre todo, en los nuevos grupos de pudientes. No así en otros sectores de la sociedad en los que aún persiste (aunque de manera herrumbrosa) algún dejo de tintura que todavía trasluce cierta identidad nacional. Pese a haber padecido, de manera inerme, las sucesivas embestidas de un proceso de globalización que propende a diluir lo singular y adocenarlo todo. De hecho, han resistido la impetuosidad de una avasalladora ola de superchería, alentada, desde el interior, por un refulgente afán de mimesis.

 

¿Una república aérea?

Tanto el Estado como la nación —al igual que todas las configuraciones históricas que los han antecedido y las que los sucederán— algún día se extinguirán. ¿Cuándo ocurrirá? Imposible saberlo. Pero con toda seguridad serán reemplazados por otras cristalizaciones históricas.

            Si se quiere que el próspero matrimonio Estado-Nación (él aportó el dispositivo institucional; ella la “mística” para que la maquinaria estatal funcionara adecuadamente) subsista en el tiempo es menester que lo que aún queda de la nación reformule las reglas del juego del aparato estatal. Pero tendrá que hacerlo a partir de lo que ella, efectivamente, es. En consecuencia, deberá tomar distancia de las imágenes idealizadas de sí misma. El porvenir de dicho matrimonio dependerá del —mayor o menor— sentido de realidad que esté tras las decisiones que tomen los constituyentes en su debido momento.

            Ello supone, entre otras cosas, incorporar conscientemente la variable temporal en sus tres dimensiones. No sólo porque el pasado es el suelo común de vivencias compartidas (autoengaños y desengaños, unidad y antagonismo, sueños y fiascos), sino porque el futuro —que alberga la promesa de volver a unir lo que hoy está parcialmente separado— obra, como expectativa, en el presente, en el aquí y ahora. El futuro, al obrar de ese modo, dota de mayor consistencia al presente. Así, eventualmente, se incrementarían las probabilidades de pervivencia de ese proyecto común que llamamos Estado-Nación.

            En efecto, para que el Estado-Nación se proyecte en el porvenir, con altas probabilidades de supervivencia, es indispensable saber qué tipo de Estado quiere la nación. Ello, a su vez, supone una nación consciente de sí misma. Por eso, es imprescindible saber qué somos los chilenos.

            La clásica exhortación “llega a ser el que eres” está dirigida a las personas naturales, pero también podría aplicarse (pese a que conlleva el riesgo de sustancializar al pueblo y a la nación) a los sujetos colectivos. Tal imperativo implica una búsqueda: saber quién se es y también, obviamente, una tarea: llegar a ser. Nótese que en la exhortación subyace el imperativo “conócete a ti mismo”.

            Para ser el que se es, primero hay que hacerse la pregunta: ¿quién soy? Mutatis mutandis: ¿qué somos? Si ésta pregunta no se responde con sinceridad el orden político se edificará sobre arenas movedizas y, además, la nación perseguiría quimeras, no metas. En este contexto, es pertinente recordar las palabras de un sabio florentino que sostenía que muchos han imaginado repúblicas y principados que nunca han existido en la realidad y, agregaba, que quien vive en función de lo que habría de ser, y no de lo que efectivamente es, no se encamina a la gloria sino que marcha directo al fracaso.

            No sería aventurado afirmar que las constituciones (especialmente cuando cristalizan después de una larga y sincera reflexión) no sólo expresan el tiene que ser de una colectividad, también expresan el deber ser que ésta se autoimpone. Tanto el uno como el otro, para que sean viables, suponen un conocimiento del ser; de lo que efectivamente se es. De manera que si no sabemos qué somos los chilenos la nueva constitución que se elabore no será otra cosa que un esplendido traje confeccionado a la medida de un fantasma. ¡Una república aérea más!

 

Mirar el asunto al revés

Si el lector de estas líneas piensa que he partido de dos supuestos implícitos, la idea de identidad y la de nación, está en lo cierto. Respecto de la identidad sólo quiero decir que no la concibo como una esencia —es decir, como algo inmutable en el tiempo—, sino como un precipitado histórico —y por ser tal— no exento de mutaciones, pero éstas transcurren en el horizonte de la mediana duración.

            Respecto de la idea de nación trataré, por una parte, de explicitar uno de los supuestos que está tras de ella y, por otra, intentaré conjeturar cómo sería, eventualmente, un mundo sin identidades colectivas. Por consiguiente, intentaré razonar a contrapelo de la manera cómo lo he hecho hasta el momento. Haré un esfuerzo por mirar el asunto al revés. En consecuencia, tendré que tomar distancia de uno de los supuestos en que está anclada la idea de nación, a saber: que el mundo político es un pluriverso, no un universo.

            Un pluriverso político implica, entre otras cosas, que existe un conjunto, homogéneo o heterogéneo, de entidades colectivas de tamaño intermedio que llamamos convencionalmente naciones. También hay otras entidades colectivas de mayor envergadura que denominamos civilizaciones y otras de menor magnitud que llamamos regiones. Ello no es en absoluto una obviedad, porque son abstracciones, ideas, que no tienen necesariamente una correspondencia simétrica e incontrovertible en el mundo fáctico. Su existencia, actualmente, no es una verdad absoluta, debido al avance del proceso de globalización. Dicho en términos formales: tales entidades —hoy en día— tienen más visos de categoría que de concepto.

            Mirar el asunto al revés implica imaginar que: a) no existen entidades colectivas que reclamen de manera perentoria la lealtad de los individuos; b) aunque ellas existan empíricamente carecen de un poder de convocatoria vinculante; c) no existen entidades políticas en las que los individuos puedan depositar espontáneamente sus simpatías, adhesiones y lealtades. En consecuencia, tampoco existirían identidades supraindividuales, ni sentimientos de pertenencia, ni unidades políticas operantes. Sería el reino del individualismo puro. Tales escenarios, a nivel teórico, serían compatibles con la conjetura del mercado mundial de consumidores desterritorializados y, en menor medida, con la hipótesis del Estado homogéneo universal de Francis Fukuyama. Vale la pena imaginar cómo serían las relaciones humanas en esos mundos hipotéticos.

            Vistas así las cosas, el asunto de la identidad se inserta en un contexto mayor. En uno de sus extremos está el esencialismo que artificiosamente construye entidades colectivas (regiones, naciones, civilizaciones) y, posteriormente, las concibe como entidades casi naturales. En el otro está el nihilismo (cuya expresión sería el escepticismo, el subjetivismo radical, el atomismo social y el desarraigo) que diluye el sentido de pertenencia y los vínculos que cohesionan a la polis. En la actualidad estaríamos transitando de una orilla a la otra. Ya cruzamos el punto equidistante y estaríamos ingresando al hemisferio del nihilismo. Es un dato básico de la realidad el hecho que la marea del nihilismo sube de manera imperceptible. Por eso, no hay que mirarlo en menos. Éste se expresa como desencanto y desafección con las ordenaciones políticas creadas por el mundo moderno. Tal estado de ánimo es consecuencia del sentido de la veracidad altamente desarrollado. Ella ha conjurado a los mitos políticos forjados por el mundo moderno.

            Una vez que se traspone el punto medio y se ingresa a las aguas del nihilismo, nos damos cuenta de que las categorías fundamentales (con las que hemos pensado durante veinticinco siglos, comenzando por la idea de una naturaleza inmutable y eterna) se desvanecen entre nuestras manos. La racionalidad científica ha tornado obsoletos los mapas cognitivos heredados. A partir de ese momento, cualquier cosa es posible. De hecho, creo que estamos a las puertas de algo absolutamente inédito y aún no tenemos un dispositivo categorial para procesarlo. Los hechos han tomado la delantera y el pensamiento moral y político se ha quedado desfasado, respecto de ellos. Hemos quedado a la zaga; pero no sólo a la zaga, también a la intemperie. Estamos viviendo un momento crepuscular, pero no sabemos si es el crepúsculo del atardecer o del amanecer.

            Por eso, quizás, el desconcierto que suscita el presente nos incita a mirar con nostalgia el pasado, como si tuviéramos los ojos en la nuca. No en vano, cuando agoniza la comunidad se eleva la plegaria del comunitarismo; cuando muere la tradición irrumpe el tradicionalismo; cuando se desvanece lo criollo prospera el criollismo. Aquéllos son espontáneos; éstos impostados. Así, por ejemplo, el tradicionalismo tiene mucho de teatralidad y poco de genuina fe. Tales actitudes (con sus respectivas conductas patéticas) corresponderían, aproximadamente, a lo que Oswald Spengler denominó infantil segunda religiosidad. Por eso, quizás, buscamos en el pasado paraísos inexistentes y comunidades idealizadas (incluyendo la de los pueblos originarios), a las cuales les otorgamos un valor casi absoluto.

            No miramos al pasado como arqueólogos o historiadores, sino que como nigromantes que aspiran a restaurar creencias chamánicas, religiones con un bajo coeficiente de racionalidad y mundos pretéritos idealizados. ¿Somos todos reaccionarios? ¿Quién está libre de mitologías políticas? ¿Son éstas, necesariamente, malas? Me hago eco de las palabras de Fedor Dostoiewsky y me pregunto: ¿qué tanta verdad soportamos los seres humanos? ¿O necesitamos de las ficciones para hacer llevaderas nuestras existencias?

 

Consideraciones finales

Suele decirse que la idea de nación es romántica y su dintorno falaz. Es verdad. Aunque habría que agregar que no sólo ella. De hecho, la idea de Estado —al igual que la de soberanía— también se asienta en ficciones artificiosamente construidas. O habría que decir, por lo menos, que la idea de nación es una caricatura (que remarca algunos rasgos y oculta deliberadamente otros) y, como tal, no representa fielmente a la realidad. Pero, por el momento, sigue siendo un supuesto necesario.

            Reiteradamente se nos dice que somos un país joven. Me parece que no es así. Creo que Chile es un país adolescente. Como tal es proclive a ilusionarse y desilusionarse fácilmente (con ideas, creencias, eslóganes y líderes) y también a embarcarse ingenuamente en proyectos descabellados. Si éstos terminan en un fracaso, responsabiliza a otros del descalabro. También es parte de nuestra actitud adolescente el no querer ver la “realidad” en su desnudez. Por eso, necesitamos de ilusiones, mitologías o mentiras nobles —fabricadas en otras latitudes— para hacer llevadera nuestra existencia, tanto a nivel individual como colectivo.

            Como penúltima consideración quiero expresar que quizás parezca un contrasentido el hecho de que argumente recurriendo, preferentemente, a autores europeos. No lo es, si se tiene en cuenta que lo que cuestiono es la recepción pasiva de la cultura euroatlántica y, más aún, la reproducción mecánica —y, a veces, servil— de sus preceptos, especialmente en el último tiempo. Dicho de otro modo: impugno su imitación acrítica y abogo por una apropiación reflexiva. No recurrí a autores latinoamericanos porque los desconozco casi completamente. En todo caso, ya se trate de autores europeos o latinoamericanos, ellos son para mí —por decirlo metafóricamente— valiosas ortopedias, en cuanto me ayudan a poner de pie un sentimiento que quiere transmutarse en argumento.

            Finalmente, debo decir que este es un ensayo de autocrítica escrito desde la perplejidad y que no pretende resolver un problema, sino que plantear una pregunta para la cual no tengo una respuesta concluyente. No obstante, estimo que es una cuestión crucial que debe estar clarísima, antes de que los constituyentes comiencen a redactar el primer borrador de la nueva Constitución.

 

Santiago, domingo 11 de septiembre de 2016.

 



[1] Licenciado en historia, magíster en ciencia política, doctor en filosofía. Actualmente cumple funciones docentes en la Escuela de Ciencia Política de la Universidad Central de Chile. Sus dos últimos libro son: “Max Weber: la política y los políticos. Una lectura desde la periferia” (Ril Editores, Santiago, 2010) y “El concepto de realismo político” (Ril Editores, Santiago, 2013).

 

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