Sergio Fernández Riquelme. El delito com
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El delito como Identidad social. Reflexiones sobre la comunidad y su proceso de integración.

 

Sergio Fernández Riquelme.

 

Universidad de Murcia (España).

 

 

"Si en el mundo hay tanto mal y sufrimiento  es porque en

la base del mundo se encuentra la libertad. En la libertad está

toda la dignidad del  mundo y la dignidad del hombre.

Sólo sería posible evitar el mal y los sufrimientos al precio

del rechazo de la libertad”.  Nikolay Berdiaev [1874-1948].

 

Resumen. El delito, el crimen, como fenómeno sociocultural es siempre causa y consecuencia de las "fracturas sociales" presentes en cada comunidad, desde el fracaso o el éxito de las Identidades compartidas que la misma construye o destruye en sus procesos de socialización. Pese a que el castigo penal y reintegrador se aplica por lo general a las acciones individualmente entendidas, desde la Política social se investiga y atiende a este fenómeno en sus orígenes y repercusiones colectivas, estudiando los valores y creencias que generan, justifican y desarrollan las actividades delictivas desde el grupo o fuera de él, englobando en su proceso desde las decisiones más personales a las determinaciones psicopatológicas. Por ello, en este artículo reflexionamos sobre "el origen social del delito" desde una perspectiva global, aportando algunas claves para la investigación cualitativa sobre el mismo y la acción político-social desde la prevención y la integración.

Palabras clave: criminología, delito, identidad, integración, Política social.

 

Abstract. Crime, as a sociocultural phenomenon, is always the cause and consequence of the "social fractures" present in each community, from the failure or success of the shared Identities that it constructs or destroys in its socialization processes. Despite the fact that criminal punishment and reintegration is generally applied to individually understood actions, the Social Policy investigates and attends to this phenomenon in its origins and collective repercussions, studying the values and beliefs that generate, justify and develop the activities criminal from the group or outside it, encompassing in its process from the most personal decisions to psychopathological determinations. Therefore, in this article we reflect on "the social origin of crime" from a global perspective, providing some keys for qualitative research on it and political-social action from prevention and integration.

Keywords: criminology, crime, identity, integration, social policy.

 

Introducción.

Los delitos llevan a las espaldas el castigo” nos enseñaba Miguel de Cervantes. La comunidad castiga y es castigada por el delito; aplica la ley o deja de aplicarla, margina a sus vecinos o los acoge con los brazos abiertos, busca la seguridad o vive presa de lo inseguro. Las dos caras de Jano de una sociedad que dice amar a sus ciudadanos y a veces es presa del desamor de los mismos, y cuya identidad social integra o excluye, es compartida o es rechazada (la latina "identitas").

El castigo, la pena, la sanción son las palabras que dan nombre a las respuestas que la ley establece para dar ejemplo, y que la comunidad solicita, la política define y el derecho fundamenta. Porque toda comunidad políticamente organizada (Pérez Adán, 2008) cifra, en primer lugar, de manera informal (desde el viejo repudio hasta la condena moral) y de manera formal (desde las faltas administrativas hasta el derecho penal) lo que puede ser lícito y lo que transgrede las normas de convivencia. Pero en cada momento histórico y en cada sociedad cultural, el mal y el bien no pocas veces adquiere su particular visión sobre el orden social y su fundamento moral, y por tanto un identidad o unas identidades normalizadas. Desde el tradicionalismo de Rusia hasta el liberalismo de España, del fundamentalismo árabe al progresismo nórdico, en este mundo global y globalizado (De la Dehesa, 2003). La primera cara de Jano.

Ante el delito, y su castigo, la misma comunidad despliega, en segundo lugar, diversas formas para integrar de nuevo en su seno a aquellos que han infligido la ley  o han sido víctimas (Baca, Echeberúa y Tamarit, 2006). La Política social investiga (como ciencia) e interviene (como actividad) sobre esta naturaleza social de los fenómenos delictivos. Como instrumento al servicio de la comunidad, bien desde las instituciones públicas bien desde la iniciativa privada, la Política social responde ante las causas (prevención) y consecuencias (asistencia) que el delito como “hecho social” conlleva en los problemas colectivos que afectan, directamente, a la vida y el bienestar de la ciudadanía. Desde la beneficencia y la caridad hasta los derechos humanos de los Servicios sociales, de la compasión a la utilidad (Hill, 1977). La segunda cara de Jano.

El crimen más abyecto o los pequeños fraudes de cada día, las violaciones más fragantes de los derechos o la corrupción de alta y baja intensidad, el robo más espectacular hasta la infracción más leve, el fraude fiscal o el comercio fraudulento. Todos son fenómenos sociales, en su génesis y en sus repercusiones, que nacen de Identidades en conflicto o provocan Identidades conflictivas, la ser cometidos por personas y grupos que viven y conviven en una comunidad que teme por los mismos o participa de ellos, que sanciona las conductas asociadas o hace la vista gorda, que sufre sus consecuencias o se moviliza ante ellos. Uno puede elegir el camino, o el camino lo elige a él; pero siempre nos encontramos con un sendero en el que todos paseamos, corremos, huimos. “Los crímenes y delitos de mis novelas son espejo de la sociedad” decía Henning Mankell.

Las personas nos dejamos llevar por las pasiones, sufrimos patologías psíquicas, tenemos vicios inconfesables, somos arrastrados por pensamientos irracionales. Está claro. Razones individuales que explican ciertos delitos, crímenes, odios, robos, y llevan asociados una culpa sobre la que dan explicaciones el alma desdichada o el diagnóstico médico. Pero estas causas y motivos son también, para la Política social, espejo que nos devuelve nuestra forma de ver y tratar a los demás, a nuestros vecinos incomprendidos, raros, enfermos. Son ciudadanos, en muchas ocasiones, que no solo se ven en televisión en prime time, sino que muchas veces se cruzan en nuestro trasiego diario (Hope, 1995).

Todos estos delitos nos asustan o nos sirven, son perseguidos o son aceptados. Reflejan nuestros valores y muestran nuestros miedos; aquello que no queremos ser o lo que verdaderamente somos. Definen nuestro pequeño terruño o aspiran a crear un nuevo universo vital; de dónde venimos y a dónde vamos. Identifican lo que es nuestro o nos hacen aspirar a lo que no tenemos; el éxito o fracaso a la vuelta de la esquina. Delimitan lo que se puede y no se puede hacer; supuestamente objetivos en su definición, pero humanamente subjetivos en quienes definen que es legal y que ilegal. Una sociedad muchas veces escandalizada de la obra de los enemigos habituales, y no tanto de sus amigos de siempre, ya que como decía George Orwell “no hay delito, absolutamente ninguno, que no pueda ser tolerado cuando nuestro bando lo comete”. Así abordamos una interpretación sui generis del delito como “hecho social” que nace en la comunidad y afecta a la misma, responsable culposo de su génesis y responsable obligado de sus efectos.

Porque el delito, el crimen, puede ser parte de la Identidad social de una persona, de un grupo, de un barrio y de una comunidad; bien construida (desde la socialización), bien elegida (desde el estatus) o bien atribuida (desde el etiquetaje). Y el mismo delito puede tener una propia identidad comunitaria, porque en ella surge o en ella repercute, de ella nace o a ella afecta, por mucho que pongamos el foco en el acto individual; refleja pues, los valores colectivos o la ausencia de ellos. Puede determinar quién gana unas elecciones, como se planifica urbanísticamente los servicios en una ciudad, cómo hacer las leyes o cómo cambiarlas, dónde se elige vivir o poner un negocio, cómo mantenerse en el poder o adoctrinar a la ciudadanía... Orígenes y efectos siempre comunitarios, propios de nuestra propia sociología como advirtió Simmel (2010).

Por ello, para la Política social (matriz) y los Servicios sociales (instrumento), el delito es cometido por personas a título individual o en grupo (siempre que sean descubiertas, aunque no siempre juzgadas) que viven en comunidad o que actúan y “trabajan” en ellas (desde la clásica referencia territorial o familiar, hasta las modernas formas de relación a distancia o digital). Allí aprenden a cometerlos o son presionados para ello, allí se genera el caldo de cultivo apropiado (material o moral) o se sufren las consecuencias del mismo, allí se vive del mismo o permite que los foráneos puedan subsistir a su costa, allí es identidad cultural o es etiqueta impuesta, allí es medio de lucro o es la única alternativa posible, allí se es libre o se está predeterminado.  

El delito no es un hecho tan objetivo como pareciese; partidos políticos y jueces determinan qué es delito y qué no lo es, en función de posiciones ideológicas o interpretaciones ideológicas. Depende, en última instancia y en gran medida, del conjunto de valores y creencias socio-culturales de aquellos que detentan el poder legislativo y judicial, en cada lugar y en cada momento. Valores que, personal o grupalmente, condicionan asimismo la distinción entre el bien y en el mal en la acción ciudadana, como recogía Fyodor Dostoyevski en su inmortal Crimen y Castigo:

     "Era su orgullo lo que sentía cruelmente herido. Raskolnikov estaba enfermo de aquella herida. ¡Oh, cuán feliz habría sido pudiendo acusarse a sí mismo! Entonces lo habría soportado todo, hasta la vergüenza y el deshonor. Pero por muy severamente que se examinara, su conciencia endurecida no encontraba en su pasado ninguna falta espantosa; únicamente se reprochaba el haber “fracasado”, cosa que podía ocurrirle a cualquiera. Lo que le humillaba era el verse estúpidamente perdido sin remedio por una sentencia del ciego destino y tener que someterse y resignarse a lo absurdo de aquella sentencia si quería encontrar alguna tranquilidad".

1. EL ORIGEN SOCIAL DEL DELITO.

El delito es parte de nuestra convivencia, de nuestra comunidad. Como crimen o como castigo; una violación de las normas de convivencia y una sanción colectiva a quién transgrede los límites de lo lícito, a veces en el suburbio y en ocasiones en las altas esferas. Como función o como alteración de la convivencia; delitos que permiten el mantenimiento de una estructura de ordenación (social, política o económica), compartidos y tolerados, o delitos que corrompen, poco a poco, las bases de una moralidad común que legitima la autoridad social (Fernández Riquelme, 2012).

El delito es siempre, y en cualquiera de sus manifestaciones, un hecho social. Un hecho que refleja el conjunto de valores, creencias y recursos para la convivencia que caracterizan a una sociedad determinada. Porque toda comunidad define moralmente, percibe socialmente y sanciona jurídicamente qué es el delito (y que deja de serlo), cuál es su riesgo, qué pena debe recibir su comisión, y qué formas de castigo o remedio deben aplicarse. La comunidad siente y padece por el delito, por sus causantes y sus víctimas; se demuestra empíricamente, se manifiesta espiritualmente.

Sobre esta explicación se puede ofrecer, en primer lugar, una interpretación razonable del porqué del delito, de su naturaleza, y de las razones del propio delincuente, como posible consecuencia de las fracturas detectadas; y en segundo lugar, puede demostrar como esas mismas fracturas también se explican como causa del propio delito, como factor puntual o generalizado capaz de generar problemas sociales de diverso impacto, al afectar a los tres grandes fines político-sociales citados. Interpretación sobre el modelo cultural y material de una colectividad a la hora de atender y cuidar (bienestar), de proteger y aconsejar (justicia), de educar y formar (orden) a sus propios miembros en el proceso de socialización (Tajfel, 2010).  Tres aseveraciones nos pueden guiar en la explicación.

Primera aseveración. Esta interpretación cuestiona la predisposición ideológica a limitar la naturaleza social del delito a factores de pura distribución económica o estratificación social; también las tesis que desligan absolutamente todas las razones psicopatológicas o supuestamente irracionales del influjo ambiental[1]. La Política social dice algo más. Nos habla del hombre en sociedad, de lo que necesita para ser aceptado en la misma, y de cómo es visto y tratado por los demás en sus defectos, sus enfermedades, sus fracasos, su soledad, sus sueños, sus problemas; quizás nos demuestra cuanto de razón tenía el poeta romántico Ugo Foscolo cuando afirmaba que “el recurso final del hombre destruido es el delito[2]. Así se explica su actuación integral ante aquellos condenados por infligir las leyes vigentes (con mayor o menor dolo en su acción), y dotados del derecho de reinserción; y su atención a aquellas víctimas de los mismos, no siempre reconocidas y resarcidas, por la sociedad de la que forman parte.

Segunda aseveración. Se pone el acento en ese origen social, por acción u omisión, presente en buena parte de los hechos delictivos que se ligan como inicio o eclosión de las fracturas sociales. Causas psicopatológicas, motivos pasionales, finalidad ideológica, estructuras desiguales, razones personales, modelos culturales. Todos estos orígenes presentan, para la Política social, una esencia comunitaria tanto a la hora de interpretarlos como de afrontarlos; básicamente al ser catalogados o perseguidos los delitos que provocan en función de esa cosmovisión ideológica y moral con la que pretende ser identificada cada comunidad[3]:

·         Problemas mentales no tratados o no comprendidos, por insuficiencia de recursos, por falta de interés, por rechazo social, por prejuicios comunes.

·         Pasiones irracionales que esconden falta de valores respecto a la vida humana, la integridad personal o la misma libertad.

·         Medios de mantenimiento o cambio de las esferas y relaciones de poder político, social o económico, en función de una finalidad ideológica.

·         Desigualdades sociales consideradas injustas, que objetiva o subjetivamente legitiman posiciones delictivas o corruptas para colectivos determinados.

·         Decisiones personales condicionadas psicológicamente por los medios de comunicación o los grupos de presión.

·         Prácticas culturales que responden a la forma de pensar y vivir, heredada o elegida, por los miembros del colectivo de pertenencia o de referencia.

Tercera aseveración. Estudiar lo delictivo es comprender la sociedad. Por ello, la Política social demuestra desde el estudio y la intervención, la interrelación entre las fracturas sociales empíricamente constatables[4], y los hechos delictivos penalmente castigados, tanto en su impacto inmediato como en la percepción de sus riesgos.

2. IDENTIDAD E INTEGRACIÓN.

La Política social estudia esas Identidades que integran o desintegran la convivencia, que unen a los ciudadano o los enfrentan, que legitiman el sistema imperante o lo desafian. Y estudia tanto las Identidades tradicionales (unidas a la patria o a la religión, a la Familia o al trabajo) como las Identidad líquidas (siguiendo a Zygmunt Bauman y su "modernidad líquida") unidas a los modos de producción del nuevo capitalismo digital e hiperindividualista (siguiendo a Giovanni Sartori y el dominante "homo videns"). Identidades que se presentan en las fracturas sociales como Identidades delictivas o conflictivas, asesinas o xenófobas, sectarias o excluyentes, aislantes y desintegradoras... Y que son analizadas por la Política social, para la integración real y sostenible, a través de una explicación global en función de sus tres fines específicos, fundados cada uno en un presupuesto esencial:

ü  respecto a los principios y medios que la Justicia social presenta en el ordenamiento y en la ciudadanía (alterando la igualdad de oportunidades);

ü  en relación al nivel de Bienestar social suficiente para el conjunto de la colectividad (cuestionando la propiedad privada o pública);

ü  sobre el tipo de Orden social capaz de hacer cumplir las exigencias éticas o las normas legales mínimas de convivencia (corrompiendo la cultura ciudadana y la misma administración).

a)      Delito y Justicia social.

¿Qué se merece cada persona?.  ¿A cada uno según su capacidad o según su necesidad?. ¿Qué derechos deben ser reconocidos y cuáles no?.

Estas preguntas nos remiten a la primera dimensión del delito como fenómeno comunitario: su relación con la Justicia social. Dimensión que fundamenta el resto de fines de la Política social como presupuesto de partida, y que analizaremos a continuación: Bienestar y Orden.  Cada comunidad define que derechos ciudadanos deben reconocerse objetivamente y protegerse. La Justicia social es el valor determinado como bien común que garantizar la armonía y la convivencia pactada o impuesta, de manera paralela o alternativa a la Justicia penal. Así se configura como el conjunto de principios y normas que configuran un marco regulado de relaciones entre personas e instituciones dentro de una comunidad, permitiendo o prohibiendo las acciones individuales o grupales en función de los derechos sociales establecidos por el Estado. Por ello la iustitia era para Ulpiano “dar a cada uno lo suyo”.

Esta dimensión parte de un presupuesto esencial:  igualdad-libertad. Relación que, históricamente, determina el contenido de la Política social, como medio estatal, a la hora de la definición y defensa de esos derechos establecidos por la autoridad pública. Y de dicho presupuesto se desprenden varias dialécticas, en busca del equilibrio surgen a la hora de determinar el alcance de los mismos: a) Libertad: Libertad real (responsabilidades) o Libertad formal (derechos); b) Igualdad: Igualdad total (necesidades subjetivas u objetivas) o Igualdad de oportunidades (mérito y capacidad).

Lo justo e injusto es cifrado, socialmente, en función de la valoración que la comunidad, organizada políticamente, realiza en función de las dialécticas anteriores. De esta manera, los derechos sociales responden a las necesidades materiales y las oportunidades vitales consideradas como justas en función de los valores morales o ideológicos dominantes. Así se reconocen legalmente, se regulan administrativamente y se atiende institucionalmente, en función de la opinión mayoritaria, del cálculo electoral o de la demanda ciudadana. Podemos ser más libres o estar más seguros, ser más igualitarios en función de las necesidades cubiertas o de las oportunidades abiertas. Es nuestra elección como comunidad. El delito surge, por tanto, para la Política social como causa y consecuencia de las fracturas sociales derivadas del incumplimiento o violación de esos derechos. Frente al crimen o dentro de la cárcel, aplica sus instrumentos de intervención para hacer cumplir el mandato jurídico en ellos contenido, de manera paralela o alternativa a la vía penal. Las herramientas propias de los Servicios sociales se ponen en funcionamiento para prevenir su nacimiento y paliar sus repercusiones, dentro de la misión encomendada por la Justicia social, en relación siempre a tres dimensiones básicas: víctimas y culpables, causas y consecuencias, responsabilidad individual o colectiva.

v  Víctimas y culpables.

Reinsertar en la sociedad a quienes han infligido las normas de convivencia (la vida, la seguridad, la propiedad, la intimidad), y han sido castigados por el derecho penal, supone aplicar en sentido tanto humanitario como funcional los tres fines antes citados. Este área de la Política social supone, en primer lugar, generar Servicios sociales capaces de asegurar el derecho a la reinserción social de los penados (penitenciarios, ex reclusos), y fomentar la estabilidad comunitaria (evitando la reincidencia); pero también conlleva, en segundo lugar, analizar las causas y consecuencias del delito como un hecho social, que condiciona el funcionamiento interno y la proyección externa de la misma comunidad. Como apuntaba Concepción Arenal “odia el delito, y compadece al delincuente” (Ruidíaz-García, 2004).

Resarcir a las víctimas de delitos, a aquellas personas y comunidades (a la sociedad en su conjunto, en cierto sentido), consiste en devolver, o intentarlo cuando menos, la seguridad y la integridad, moral o material, a los afectados por la acción dolosa sufrida. Este segundo área nos lleva a evaluar los medios de apoyo, acogida e integración de las víctimas, buscando tanto la actuación integral con las mismas y sus familias, como la acción social de amplio calado en el seno de la propia organización social de referencia y de pertenencia (colaborando con las políticas de solidaridad y con las de seguridad) (Fernández Riquelme y Caravaca, 2011).

Qué se merece, quién lo merece, y por qué se merece. Dependiendo de la “voluntad político-ideológica” dominante, se delimita teórica y materialmente el contenido de esos derechos sociales: laborales, de ciudadanía, de consumo; siendo el delito la trasgresión del ejercicio de los mismos, y la Política social el medio para prevenir o mitigar los efectos socioeconómicos y morales del delito. Y en este campo criminológico de estudio se define cómo ser justos, formalmente, con el delincuente y con la victima; y se determina, legalmente, cómo debe ser el modo ordenado de convivencia. Lo justo o injusto determina como el delito es un hecho social, y no un acto simplemente individual, que afecta a la misma comunidad, y que legitima moralmente la comisión del mismo o su represión penal, social o moral.

v  Causas y consecuencias.

Un primer nivel nos habla casi siempre de las consecuencias. La Política social, a través de sus instrumentos de reinserción, parece atender prioritariamente el estudio y la intervención de los efectos del delito, en función de lo marcado por el ordenamiento jurídico-penal. De esta manera, y en función de los recursos disponibles y de las competencias asignadas, da cobertura a los efectos de las prácticas delictivas penadas legalmente, tanto sobre el penado como sobre la víctima (individual, familiar y colectivamente). Pero cabe subrayar como actúa, además, sobre las consecuencias materiales y morales del mismo aceptadas socialmente o despenalizadas de facto, y que repercuten directamente, a medio y largo plazo, en el nivel de bienestar familiar y comunitario (desde ciertas acciones ligadas al tráfico y consumo de drogas, a prácticas abortivas o fraudes económicos de diverso tipo) y la propia sostenibilidad del sistema social. “Hay delitos tales, que atentas las leyes se los dejaron sin pronunciarles sentencia –escribió Pedro Calderón De La Barca [1600-1681]- por no prevenir que habría quien los cometiese[5].

Pero un segundo nivel nos advierte de las causas. Junto a la indudable labor paliativa (asistencial, prestacional) como medio de “reinserción social”, la Política social demuestra también su naturaleza científica en el estudio y la acción de sus causas, desde la prevención del delito[6]. “La finalidad del castigo es – como apuntó el escritor italiano Cesare Beccaria [1738-1794)[7]- asegurarse de que el culpable no reincidirá en el delito”. Prevenir significa abordar las causas del delito como hecho social problemático, definiendo el origen del fenómeno (del crimen, de la violación de la ley); en función del modo de entender, en cada tiempo y en cada lugar, el modo justo, sostenible y ordenado de la convivencia de una colectividad humana, desde la interpretación dada en el derecho penal, en la sociología y en la ciencia criminológica.

v  Responsabilidad individual o colectiva.

Libre albedrío o predestinación. Esta dialéctica “vital” sobre el camino a seguir, rememorando el viejo debate teológico, puede introducirnos en el debate, acaso primigenio, sobre la Justicia en el origen social del delito: como elección personal en un contexto determinado, de derechos y obligaciones; como tendencia o mecanismo comunitario, aprendido o socializado. La salida elegida o la única salida posible. Una dialéctica que abre el abanico de interpretaciones sobre las que se funda el estudio y la actividad de la Política social, sobre las fuentes teóricas que pretenden explicar la génesis del delito como consecuencia, si se quiere extrema, de las fracturas sociales.

Así se pueden encontrar paradigmas heurísticos sobre este origen que combinan las pretensiones a la “neutralidad axiológica” weberiana (Wertfreiheit), como patente de corso para su homologación científica, y el inevitable marchamo ideológico de la escuela de referencia. Todos coinciden en la radical veracidad de las “causas sociales”, pero aportan temas que versan desde la pobreza, la ignorancia, la marginalidad o la ignorancia; también podemos explicaciones fundadas en la falta de adecuación de la legislación, la ausencia de controles morales superiores, o la misma falta de presencia policial en ciertos sectores o zonas geográficas. En todo caso, se nos ofrecen listas interminables y ciertas de causas que explican la razón de ser del delito; por ello es necesario definirlas, exponerlas y jerarquizarlas para acceder a una compresión global del asunto.

Podríamos citar, en primer lugar, la supuesta tendencia natural a delinquir de ciertos seres humanos, objeto de corrección por los pioneros estudios científicos anglosajones del siglo XIX sobre la antropología moral del ser humano (el Derecho de pobres inglés y sus correctivas “Workhouses”); análisis fundados en la violación de la ley como consecuencia de una tendencia biológica ligada a determinadas características genéticas o raciales. También podríamos citar, en segundo lugar, la ausencia o superación de normas morales, fundamentos espirituales y consuetudinarios de la convivencia social, como germen de actitudes y hechos delictivos; atisbados como castigo desde la lección evangélica del “pecado original” (genéticamente vinculado a la traición de Adán y Eva) y convertidos en perdón, y redención, a través del magisterio novatestamentario. En tercer lugar podríamos señalar las causas de tipo económico, ligadas al desigual reparto de bienes y medios de producción y consumo, bien en referencia a la percepción de las necesidades humanas, bien a los modos de construcción social de la propiedad, bien a los limites y oportunidades de la competencia. En cuarto lugar podríamos apuntar interpretaciones desde la demografía (Robert Malthus), ligando crecimiento poblacional y “lucha por los recursos”. Y quizás, en quinto lugar, podríamos hacer referencia a las motivaciones sociológicas, en sentido estricto, relacionadas con deficiencias funcionales (Emile Durkheim), la realidad del darwinismo social (Herbert Spencer), injusticias estructurales (Karl Marx) o constantes comunitarias (Julien Freund).

En todo caso, la Política social estudia e interviene en esa dimensión de la Justicia propia de toda la sociedad. Los derechos sociales como estándar de ciudadanía, a partir del cual se explica esta primera dimensión de la acción e investigación social ante el delito. El delito como reacción ante la injusticia económica, comunitaria, justicia laboral, educativa, etc; pero una justicia social que parte de nuestra consideración del origen de esos mismos derechos que unos quieren tener y otros defender: a cada uno según sus necesidades, a cada uno según sus capacidades.

b)   Delito y Bienestar social.

¿Qué necesita el ser humano?. ¿Qué debe satisfacer el Estado?. ¿Qué debemos ser o tener?.

Explicar el delito es explicar, en segundo lugar, el tipo y nivel de Bienestar social que una comunidad política da, permite o impide a sus ciudadanos. Los derechos sociales reconocidos jurídico-políticamente, conllevan asegurar un determinado nivel o una forma concreta de satisfacción de las necesidades materiales (lo que asegura la subsistencia) y de cumplimiento de las oportunidades vitales (lo que queremos llegar a ser). Porque como señalaba el evangelista “no solo de pan vive el hombre”.

Esta dimensión parte de su presupuesto esencial: seguridad-necesidad. Relación que nos permite conocer y comprender, como señalaba Ernst Forthoff esa necesidad vital, esa procura existencial que mostraba al ser humano como ser necesitado y la consecuente seguridad requerida, en los límites de lo racional. Y nos hace preguntarnos, en aras a determinar el tipo y nivel de Bienestar social justo y necesario, sobre el “espacio social” existente y el ideal:

-         Espacio social dominado: constituido por todas aquellas esferas de la vida sobre las que el hombre ostenta un control directo (de su trabajo a su vivienda).

-         Espacio social efectivo: ámbito de la vida de la vida formado por el conjunto de cosas y posibilidades de las que el hombre se sirve, pero de las que no tiene control o señorío, solo control indirecto (de las telecomunicaciones al mismo tráfico).

Determinar qué tipo de espacio tenemos, y cual deseamos, nos permite establecer qué manera se puede y debe garantizar el Bienestar en el conjunto de la comunidad. Somos dependientes, pero ¿de qué? y ¿por qué?. ¿En qué grado y de qué manera somos menesterosos, necesitados; quién satisface nuestras necesidades y cómo tiene que realizarlo?. Por ello ¿somos nosotros los que libremente señalamos lo que necesitamos, o son el Estado y el Mercado quién lo determina para controlar, para financiarse?. Así encontramos la clave para entender este hecho delictivo como causa o consecuencia del sistema de desarrollo económico existente, preguntándonos sobre:

1.      ¿Qué relación presenta el delito con la estructura social y la distribución de la riqueza?: ¿una consecuencia normal de la desigualdad de capacidades o méritos?, ¿una reacción lógica contra la exclusión?, ¿un medio de alcanzar un nivel de vida negado?, etc.

2.      ¿Qué impacto tiene el delito en el cambio o mantenimiento del grado de bienestar de la comunidad?: ¿ayuda a la subsistencia de ciertas personas o colectivos?, ¿detrae recursos a sus legítimos dueños o al propio Estado?, ¿paraliza la economía o da salida a determinados campos?, etc.

Maslow tenía razón. Su pirámide de necesidades reflejaba el moderno anhelo humano de progreso, y la Política social aspiraba, en cada época, a atender un Bienestar creciente demando por el ser humano en colectividad; aunque E.F, Schumacher, en "Lo pequeño es hermoso" nos hablaba de la posibilidad de vivir con poco, con cosas humildes, ligados a la tierra [8].

v  La necesidad obrera.

La primera demanda era muy básica para hoy, muy revolucionaria para entonces. Los primeros obreros querían trabajo estable, sueldos dignos, condiciones higiénicas en su fábrica, medidas de protección sociolaboral (maternidad, enfermedad, desempleo) y permiso para ser representados. Sobre esta exigencia se fue construyendo la Política social, a mitad de camino de la reivindicación sindical y la obligación de paz para los productores. No hay que olvidar que fue bajo la autocracia prusiana cuando comenzó a implantarse la moderna legislación obrera.

Nacía un nuevo Estado social, culminación de la construcción del Estado moderno (con las revoluciones políticas liberales) y la expansión de la Sociedad industrial (con la revolución industrial). Era un nuevo tiempo histórico donde la cuestión del orden justo de la colectividad se planteaba de un modo diferente, y por ende, cambiaban las exigencias sobre la  solidaridad social necesaria. El surgir de la industria moderna en el siglo XIX fue aboliendo, de manera progresiva, las viejas estructuras sociales y, con la masa de los asalariados se consagró un cambio radical en la configuración misma de organización colectiva (Fernández Riquelme, 2012).

Sobre su trascendencia histórica, se produjo, usando la terminología de Ferdinand Tönnies [1855-1936], la transición de la multiforme comunidad tradicional (Gemeinschaft) a la sociedad industrial (Gesellschaft) de carácter urbanizador e individualista. En este contexto histórico, la relación entre el capital y el trabajo se convirtió en la Cuestión social por antonomasia, definida como “problema obrero”, desconocida hasta entonces en estos términos. Desde ese momento, los nuevos problemas sociales (en especial la distribución de los medios de producción) y las demandas ciudadanas emergentes (organizadas en los primeros movimientos socialistas y organizaciones sindicales) impelieron al nacimiento de la moderna Política social, ligada originariamente a la regulación de las relaciones y condiciones laborales y a la intervención económica estatal, como “moralización de la economía” (Molina, 2000).

Esta transición histórica, marcada inicialmente, por esa primera revolución industrial ligada al carbón y al ferrocarril (y su cambio cultural, de mentalidad, de costumbres) ha llegado, tras el impacto del mundo urbano y los recursos petrolíferos, a la actual era tecnológica donde todo sueño parece posible, menos volver, o eso parece, atrás, al punto de partida, sostenido y sostenible, de nuestra civilización. Y en este tránsito civilizatorio, el punto de partida situaba la aparición de la Política social, como ciencia y como actividad política, en la secularización de la tradicional asistencia benéfica y caritativa de naturaleza religiosa. El Estado moderno e industrial, más allá del Leviatán de Hobbes, asumía una serie de funciones asistenciales, ante la progresiva sustitución de la caridad, la comunidad y la filantropía como fundamentos últimos de la solidaridad social. Émile Durkheim [1858-1917] señalaba al respecto que frente a la “solidaridad mecánica” presente en las sociedades primitivas y subdesarrolladas (de uniformidad, igualdad y de conciencia colectiva fortísima), la era industrial presentaba lo inevitable del tránsito hacía una nueva “solidaridad orgánica”, propia de la sociedad moderna, con especificidad e interrelación funcional de sus miembros, y caracterizada por el novedoso fenómeno de la “división del trabajo social” (Durkheim, 1987: 5-10).

Inicialmente, la acción del Estado ante el ”problema obrero” se centró en edificar una Administración socio-laboral que combinaba las políticas de Seguros sociales y la beneficencia público-privada. La Cuestión social se formulaba, de manera principal, como dialéctica entre trabajo y capital y, por tanto, centraba la reflexión en el reconocimiento de los “derechos laborales”; por ello, la asistencia social se limitaba a la acción benéfica con fines de orden público por parte de las autoridades locales. Pero en ambos casos la Caridad, como ideal del “buen samaritano”, era vista como un problema tanto para los movimientos obreristas emergentes (al no afectar específicamente al denominado como “proletariado”), como perniciosa por los doctrinarios del liberalismo económico (al afectar al proceso productivo), como insuficiente por los grupos políticos dominantes (al no desactivar el riesgo de transformación revolucionaria de los regímenes vigentes), y como peligrosa por el creciente poder del Estado moderno (al considerarla como enemiga de la centralización de lealtades y poderes del estatismo)[9].

En este contexto, y en lo referente a la Historia que narramos, se consolidó la Beneficencia pública como sistema de control social y desarrollo económico, generando las primeras formas institucionales de Asistencia social moderna, y de manera posterior, dando paso a la Política social. Ahora bien, el origen inmediato de la Política social no fue igual en cada país. Aparece ligado a organizaciones caritativas-benéficas privadas en Inglaterra y EEUU, motores de la primera industrialización, y a la Beneficencia pública en la Francia republicana o en la Alemania bismarckiana, pionera esta última en la construcción de los Servicios sociales modernos. Pero en ambos casos, responde a una intensa secularización de la asistencia social caritativa o benéfica (en especial en los países de tradición protestante), vinculada de manera paralela a la de su propia Política Social general (Fernández y Caravaca, 2011).

v  La necesidad ciudadana.

El siglo XX asistió al triunfo del ciudadano. Al calor de las teorías de la “modernización” norteamericana, la citizenship derrumbó progresivamente los rescoldos del ideal proletario. Pero si bien en USA la libertad para ser y tener debía ser satisfecha por el Mercado, en Europa Occidental tenía que ser el Estado del Bienestar (Welfare State) el garante de las crecientes y libres demandas, al calor de la acentuada innovación y del desarrollo.

Este modelo político-social se basaba en los ya anunciados “derechos de ciudadanía”, que darán sentido a la extensión de los servicios públicos. Derechos generadores de las clases medias, como ejemplo de estabilidad  y prosperidad para erradicar la pobreza (promocionando a los sectores más humildes) y limitar la riqueza (redistribuyendo los beneficios de los apoderados). De este modo, mediante el pleno empleo, la fiscalidad progresiva y los recursos universales (de raigambre keynesiana) el liberalismo económico sería controlado por la democracia participativa. Ahora bien, la mímesis progresiva a uno y otro lado del Atlántico (entre Washington DC y la Unión europea) en la aceptación de la sociedad liberal de consumo, conlleva la transformación sustancial de esos derechos hacía posiciones más individualistas.

Inicialmente, en el seno del Estado del bienestar nacían los Servicios sociales de titularidad pública, como instrumento al servicio de la dimensión asistencia-integradora, tanto en el nivel general como en el específico de la Política social del Bienestar (De las Heras, 2005). Actualmente, en su mismo seno dichos Servicios, bajo administración pública o de la iniciativa privada, afrontan los retos transformadores de la globalización liberal, tanto en las grandes naciones como en las pequeñas vidas cotidianas. Pero en ambas etapas intervienen ante el delito como hecho social en busca de un Bienestar siempre complejo [10].

c)        Delito y Orden social.

¿Qué orden es justo y satisfactorio?. ¿Gobierno de la mayoría o libertad de la minoría?. ¿Unos deben mandar y otros obedecer?.

El Orden social es, en tercer lugar, la dimensión que nos explica cómo debe y puede organizarse políticamente la comunidad, a partir de la noción de justicia y la forma de bienestar. Poder político fundado, a la manera clásica, en la vis (fuerza), la auctoritas (autoridad) o la potestas (facultad);  distinguido en el mundo moderno por Weber entre el carisma (de la santidad al heroísmo), la tradición (la herencia adaptada) y la legalidad racional (el triunfo de la burocracia); y actualmente centrado en el debate entre la democracia liberal-social (el Occidente norteamericano) o la democracia soberana (el Oriente autoritario). Un Orden siempre presente, democrático o autocrático, justo o injusto, del que Ernst Jünger, como abogado del diablo señalaba: "necesito autoridad, aunque no crea en ella".  Ahora bien, esta dimensión se define siempre, mutatis mutandis, respecto al presupuesto político por excelencia: mando-obediencia; una relación que “divide el universo humano en dos categorías de hombres: de un lado aquellos que obedecen y del otro aquellos que mandan” (Molina, 2000: 82). Y que permite determinar y entender el tipo de Orden político-social: la capacidad de decisión del poder como voluntad, bien sobre el antagonismo político amigo-enemigo (Carl Schmitt) o sobre el fundamento de la decisión soberana (Julien Freund).

En última instancia, respecto al Orden, ¿quién manda?, ¿quién decide?: ¿las mayorías o  las minorías, las elites o las asambleas, los técnicos o los elegidos?. Sobre este presupuesto, y en cada ordenación, el delito es una amenaza o una oportunidad para el mantenimiento y la transformación del Orden vigente. Durkheim nos hablaba de esa función legitimadora o adaptativa del hecho delictivo como “fenómeno social”. A partir de él, se materializa o se cambia el conjunto de normas legales mediante el cual se concreta la ordenación de la convivencia en la comunidad. “Apartarse del buen camino” que marca la sociedad, que señala nuestro Orden. Esta acepción del verbo latino delinquere nos demuestra el origen social de un hecho delictivo que, pese a las lógicas diferencias sobre el significado y el alcance del mismo en diferentes épocas y territorios, alude a ciertos tipos de acciones, omisiones y comportamientos, individuales o colectivos que una sociedad determina objetivamente, tipifica legalmente y castiga punitivamente (a través del Derecho penal), al transgredir las normas recogidas por el ordenamiento jurídico vigente (realizado por el legislativo).

El que manda impone la ley y el orden en la comunidad; los que obedecen deben cumplir, bajo pena de sanción. Esta impronta social se liga a la misma definición jurídica del delito: permite reforzar el orden tradicional impuesto por una elite política, eliminado toda disidencia o desviación, o cambiar el reparto de poder a manos de una nueva elite. Marca, pues, el principio de Legalidad del Delito: “Nullum crimen sine scripta, stricta, certa et praevia lege” (no hay delito sin ley, cierta y previa), ya que para Serrano Maíllo (2004) “donde hay un grupo humano existen una serie de normas que de manera formalizada o no regulan las relaciones entre sus componentes”, ya que, en todas las sociedades, “existen y han existido, una serie de conductas que se han prohibido o bien, han sido de obligado cumplimiento bajo la amenaza de un mal”.

En España, por ejemplo, el artículo 10 del Código Penal refleja la definición de lo que se entiende por falta o delito: “las acciones y omisiones dolosas o imprudentes penadas por la Ley”. Una ley hecha siempre por los representantes políticos de la ciudadanía que recogen, o pretenden recoger, las demandas sociales plasmadas electoralmente, y que prefiguran el orden socio-jurídico vigente, como señalaba el artículo 18 de la Declaración de los Derechos Humanos: “toda persona tiene derecho a que se establezca un orden social e internacional en el que los derechos y libertades proclamados en esta Declaración se hagan plenamente efectivos”; así como el derecho“(…) a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona”. En cada momento histórico, como diría Koselleck (1993), se define lo que es legal de lo que no lo es, qué es delictivo y qué deja de serlo, qué tolera la sociedad y qué rechaza punitivamente. Así podemos encontrar una clasificación actual de la delincuencia a nivel nacional (Leganés y Ortolá, 1999; Herrero, 2007):

1.      La delincuencia tradicional (lesiones, violaciones, homicidios): a) Criminalidad de subsistencia y pasional: uso de la fuerza en la delincuencia convencional, recurrente o tradicional, sin apenas evolución. Son los delitos en los que prevalece la vis (fuerza), la violencia, la intimidación y la improvisación; es decir, los denominados delitos clásicos contra el patrimonio (robos en sus diferentes variedades, hurtos,…), contra la vida (asesinatos, homicidios,…), contra la libertad sexual (agresiones sexuales, violaciones,…), etc; b) Criminalidad astuta: utilización de la inteligencia, de manera premeditada o adaptativa, en la comisión de los delitos. El criminal aplica su intellegentĭa ante la debilidad psicológica de la víctima, la confianza o el desconocimiento. En esta modalidad se puede encontrar desde el pequeño timo hasta la gran estafa (con medios tradicionales, o con tecnología moderna).

2.      La criminalidad moderna, que crea nuevas formas de delincuencia o vincula viejos delitos con nuevas formas de realizarlos o usarlos, en el contexto espacio-temporal de cada sociedad, siendo algunos de sus posibles rasgos: Utilización excesiva de la violencia: desde el vandalismo “por motivos mínimos” (deporte) o por “motivos máximos” (protesta ciudadana), dentro de la siempre polémica identificación: de manera planificada o de forma espontánea; Nacimiento, o exposición pública antes desconocida, de formas de violencia familiar, entre la pareja, entre padres e hijos, contra menores o contra ancianos, de causas diversas: desde la desestructuración familiar extendida, hasta la difusión de prácticas sociales o consumo de sustancias alienantes tendentes a la misma; Uso de medios técnicos para el fraude o el robo: lanzas térmicas, tarjetas de crédito falsas o manipuladas, armas de fuego sofisticadas, u ordenadores que sirven para planificar y ejecutar delitos; Creación de organización mafiosa para el desarrollo de delitos ligados a las demandas ilegales contemporáneas: desde el tráfico de drogas, juego, prostitución hasta formas de corrupción y enriquecimiento ligados a modelos de desarrollo socioeconómico concreto (desde la burbuja inmobiliaria hasta formas de vida exitosas); Difusión masiva (en realidad o en ficción televisiva) de los delitos contra la vida y la propiedad, que bien pueden legitimar prácticas ilegales o producir en ciertos casos el efecto llamada; Generación de nuevas formas de terrorismo, ligadas a convicciones ideológicas de amplio calado, y manifestadas con el uso de nuevas redes sociales y mecanismos tecnológicos.

De esta manera podemos encontrar una serie de delitos comunes a la sociedad occidental, que subrayan ese origen, como causa o consecuencia, del hecho social delictivo:

Ø  Los delitos informáticos: ejecutados con medios informáticos (estafas, falsedades, fraudes, robo de datos, espionaje industrial, pornografía infantil, etc.) o cometidos contra estos mismos medios (copias de programas, introducción de virus, etc.). Hechos que afectan a la intimidad, a los recursos y hasta a los mismos negocios de los usuarios, y que algunos casos, como en el de las descargas ilegales, se convierten en prácticas toleradas por gran parte de la comunidad.

Ø  Las infracciones por derechos de autor: uso gratuito de recursos culturales o empresariales ante necesidades de consumo masivo, de promoción personal o de competencia económica (piratería de películas, música, hasta el plagio, etc.).

Ø  Las estafas-masa: prácticas de fraude masivo en sectores atractivos mediáticamente y ante sectores sociales necesitados de oportunidades de negocio, dinero o empleo, que reflejan las demandas de dinero fácil.

Ø  El tráfico de drogas: comercialización por vías informales de productos estupefacientes considerados ilegales por sus repercusiones sociosanitarias y demandados (por moda, adicción, publicidad) por miembros de la comunidad, generando redes delictivas de producción y distribución de los mismos; aunque en ciertos países se tolera bien la generación bien el consumo de determinadas sustancias por cuestiones económicas o culturales.

Ø  La delincuencia organizada: mafias de diverso origen (italiana, turca, rusa, iraní, nigeriana, cárteles de Colombia, etc..) que gestionan de manera comunitaria recursos o servicios considerados ilegales y demandados como oportunidad de negocio ante la debilidad del Estado o ante una amplia demanda social (desde el tráfico de drogas, de armas, de niños, chantaje, blanqueo de capitales, hasta la coerción y control de la vida local).

Ø  La corrupción política o ciudadana, como medio de promoción social, subsistencia personal o cohesión comunitaria, siendo ciertas prácticas toleradas por conveniencia social, por presión colectiva o por el derecho consuetudinario, y que afectan a nivel microsocial (desde la factura sin iva al trabajo sin contrato) y macrosocial (desde la corrupción de las instituciones hasta de las empresas).

Ø  Los delitos contra el medioambiente: acciones que puedan dañar el medioambiente realizadas directa o indirectamente por el hombre; desde el desarrollo intensivo de los procesos de urbanización o las prácticas de consumo masivo de productos manufacturados, hasta el empleo de materias que deterioran el entorno natural (radioactividad, nuevos gases tóxicos, contaminación de aguas, residuos industriales), y que han sido tolerados en ciertos lugares y momentos en aras del desarrollo socioeconómico progresista, o pretendidamente minimizados con la concreta “cultura del reciclaje”.

Ø  La delincuencia juvenil: ligada a problemas de integración familiar de los jóvenes (familias rotas, desestructuradas, disfuncionales), a problemas de promoción social (falta de servicios educativos o formativos adecuados),  a la ausencia de identidades colectivas de amplio calado (nacionales, religiosas, solidarias) o al impacto de formas culturales de éxito personal y material rápido (difundidas por los medios de comunicación); como medio de protesta individual, de socialización, o de misma promoción para algunos de los miembros más jóvenes de la sociedad (Soto, 2005).

Ø  La delincuencia en actividades económicas: en el deporte o la alimentación, en la función pública o la empresa (con los clientes y los trabajadores), en el mercado financiero y en los pequeños mercados ilegales de cada barrio; búsqueda de la supervivencia, el beneficio o éxito personal (escala de subsistencia o a gran escala).

Ø  Los delitos sexuales, de manera directa y personal (desde la violación a los abusos a menores o mujeres), o de manera indirecta y pretendidamente anónima (desde la pederastia hasta el ciberacoso); y que se pretenden explicar desde la recurrencia de ciertas patologías psicosexuales o desde teorías sobre la imparable hipersexualización social (Lascurain, Bacigalupo, y Rodríguez, 2011).

El Orden social vigente establece, así, a cada acción delictiva una pena, relacionada con lo que cada sociedad determina en relación a las variables que aportan Quisbert y Machicado (2007), pudiendo señalar a partir de un  presupuesto (lo que no se debe hacer o lo que se manda hacer) y de una consecuencia jurídica: por las formas de la culpabilidad (doloso o culposo); por la forma de la acción (comisión, omisión propia o impropia); por la calidad del sujeto activo (comunes o especiales); por la forma procesal (de acción pública, dependientes de instancia privada); por el resultado (materiales o formales); por el daño que causan (de lesión, de peligro).

2.  PENSAMIENTO CRIMINOLÓGICO  E IDENTIDAD SOCIAL.

El delito puede ser considerado, desde la Política social, como modalidad de desviación social. Desviación que nace de o genera "identidades criminales" que explican y justifican, a grosso modo, la violación, por acción u omisión, de las normas de comportamiento y convivencia que una colectividad establece como normalidad ciudadana; siempre respecto del contexto sociocultural que la define como tal, del marco jurídico que regula su contenido, y de la mentalidad colectiva que legitiman la reprobación o permite la aceptación de la misma (Lamnek, 1987).

Identidades que unen o desunen desde el robo, el conflicto, el delito, el crimen; de los más simples aceptados por unos u olvidados por otros, de los más impactantes que cambian la sociedad o la asustan. Así, a modo de resumen, podemos resumir las principales teorías explicativas, generadas desde la sociología, la antropología y la criminología sobre el origen social del delito y las identidades asociadas:

·        Teoría de la anomia o la identidad como “desviación social” (Merton, 1964): un paradigma estructural-funcionalista marcada por el magisterio de Talcott Parsons [1902-1979], que partía de la detección de una serie de medios de “presión social” del sistema hacia el ciudadano, en pro del ascenso social o para alcanzar ciertos niveles de bienestar material (Parsons, 1982); presión que obligaba o provocaba que ciertos individuos bien fueran “derrotados” por el sistema (al no poder obtener una función normalizada y productiva) o bien "tomen atajos" (posiciones de mayor riqueza).

·        Teoría de la asociación diferencial (Sutherland , 1955) o las identidades delictivas aprendidas: explicación fundada en la interacción grupal de los ciudadanos en el proceso de socialización cultural y vital; en función de la clase social de referencia se explicaba la reproducción generacional de comportamientos de manera diferenciada según la estratificación social. Por ello, para esta teoría la conducta criminal formaba parte de un proceso de aprendizaje social continuo, donde el infractor aprendía las estrategias de supervivencia, y los códigos y técnicas asociadas a esta conducta, propias del grupo al que pertenece.

·        Teoría sobre la desorganización social (Shaw  y Mckay, 1942) y las identidades  comunitarias sobrevenidas: explicaba el origen social del delito desde el concepto de organización urbana y comunitaria. Según su clasificación, aquellos individuos que nacen en ámbitos socio-geográficos donde los mecanismos de organización comunitaria (como las organizaciones de vecinos) están ausentes o son débiles, tienen posibilidades de desarrollar más actividades ilegales.

·        Teoría del etiquetado o de la reacción social (Becker , 2009) o las identidades sociales adquiridas: teoría centrada en el estudio del proceso de atribución y control social de las definiciones estereotipadas de contenido negativo o etiquetado (labeling), su vinculación con los mecanismos de estigmatización de determinados colectivos situados en los estratos bajos de la sociedad, y su repercusión institucional.

·        Teoría de las oportunidades diferenciales (Cloward , 2008; Cloward y Olihn, 1966) y las identidades deseadas: la ausencia o no de oportunidades legales explicaba, para este modelo sociológico (“strain theory of criminal behavior”), la génesis de las actividades delictivas. Frente a interpretaciones funcionales sobre la “irresponsabilidad individual”, Cloward sostenía como la pobreza y la falta de programas sociales favorecían y legitimaban la eclosión de conductas criminales en el seno de los sectores más humildes de la sociedad.

·        Teoría de la cultura de la clase baja (Miller , 1958) y las identidades marginales: desde la antropología cultural se centraba el estudio en el proceso de construcción cultural de las acciones y comportamientos violentos desde los ambientes socioeconómicos más desfavorecidos; así se explicaban los fenómenos como las bandas (gangs), compuestas por jóvenes de ambientes de clase trabajadora en busca de un estatus propio, en lucha contra la autoridad social, económica y cultural.

·        Teoría de la subcultura de delincuencia (Cohen , 1966) y las identidades alternativas: ante la dificultad de individuos determinados para acceder a los medios normalizados de socialización, se desarrollan subgrupos culturales que fomentaban pautas de comportamiento ajenas o alternativas a las dominantes; desde ellas podían generarse acciones delictivas como instrumentos de promoción social y económica en el espacio común (como ejemplo la cultura gánster norteamericana). 

·        Teoría del control (Hirschi, 1969) y las identidades impuestas: paradigma que explica el control social como un instrumento básico y eficaz para que los individuos puedan anticipar las consecuencias que les pueden ocasionar la comisión de un delito, buscando la conformidad social; para ello es necesario revisar el sistema de relaciones sociales, la posición en la estructura de oportunidades, la implicación en actividades cotidianas lícitas y productivas, y el conjunto de valores y creencias (en relación a la aceptación de la autoridad).

·        Teoría de las subculturas de violencia (Wolfgang  y Ferracuti, 1982) y la identidad conflictiva como forma de vida: incidía en el proceso de socialización cultural como el medio que explicaba la prevalencia de las actividades criminales violentas; proceso donde se percibía el uso de la violencia como normalizado, al ser mínimo el conocimiento de vías alternativas y pacíficas de resolución de conflictos y logro de estatus.

 

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[1] Esta predisposición ideológica, tan usual en ciencias sociales, se muestra inconsistente solo con el caso de Suecia y Dinamarca, dos de los países más desarrollados del mundo, que presentaban en 2010, según Eurostat, una tasa de criminalidad (delitos y faltas por 1000 habitantes) del 125% y del 88,4% respectivamente, muy por encima de la media europea (67,5%) y del caso español (45,1%). Incluso la tópica explicación de los mismos a partir de la “famosa” cultura ciudadana escandinava, de denuncia y responsabilidad colectiva, que podría aclarar estas cifras elevadas, parece demostrar como el delito surge de “fracturas sociales” no solo de naturaleza socioeconómica, sino posiblemente, moral.

[2] Véase su obra representativa Ultime lettere di Jacopo Ortis (1802-1803).

[3] La clasificación que ofrecemos supone un análisis teórico sujeto a confrontación.

[4] La “fractura social” es un recurso explicativo, a modo de metáfora, que utilizamos para englobar en un modelo heurístico el conjunto de problemas sociales, realizados individual o colectivamente, objeto de estudio e intervención social; problemas que alteran el normal funcionamiento de una colectividad determinada, en relación a los principios de Bienestar, Justicia y Orden que lo rigen, y que son consagrados jurídico-políticamente a partir de una serie reconocida (y por ella mínima) de derechos y responsabilidades.

[5] Véase su representativa La Vida es sueño (1635).

[6] Naciones Unidas define como prevención del delito aquella actividad que “engloba las estrategias y medidas encaminadas a reducir el riesgo de que se produzcan delitos y sus posibles efectos perjudiciales para las personas y la sociedad, incluido el temor a la delincuencia, y a intervenir para influir en sus múltiples causas  (UNODC, 2007: 303)

[7] En su obra De los delitos y las penas (1764).

[8] Quizás decrecer, ser más pobres, no aspirar a riquezas superfluas, puede hacernos más felices. Quizás así nuestro desarrollo sea interior, moral, y no tanto material. Así pensaban los promotores de la teoría del decrecimiento, surgida a mediados del siglo XX. Enunciada por primera vez por Nicholas Georgescu-Roegen en su obra The Entropy law and the Economic Process (1971) y formulada por E.F Schumacher en Small is Beutifull (1973). Aunque será Serge Latouche desde la Revue du MAUSS (Movimiento AntiUtilitarista en Ciencias Sociales) quién propondrá de manera concreta los pilares del modelo del decrecimiento.

[9] Fueron malos tiempos, pues, para la Caridad, ante nuevas fracturas sociales (“la pobreza industrial”) y nuevas propuestas ideológicas (liberalismo y socialismo). Fenómenos que mostraban, cuando no fomentaban, una nueva sociedad urbana y técnica compuesta por individuos pretendidamente libres en lo político y en lo económico (Gesellschaft), trasunto del “eclipse histórico” de la vieja comunidad de tradiciones seculares, de lealtades comunitarias, de creencias compartidas, de vinculación a la tierra y al “paisaje” (Gemeinschaft).  El humanismo cristiano daba paso a la Beneficencia pública, entendida como “Socorro de los pobres” (o en Inglaterra, pionera de la industrialización, como “derecho de pobres”), como sistema represivo de la mendicidad, secularizador de la tradicional asistencia religiosa, y promotor de los futuros Servicios sociales estatales.

[10] Pero la realidad puede superar siempre a la ficción. Los datos de criminalidad, como los aportados por el Ministerio del interior español en 2011, pueden darnos algunas lecciones acerca de ese origen social del hecho delictivo. Sin pretender ser exhaustivos, podemos señalar como en un contexto de crisis, de tanto impacto mediático en sus repercusiones socio-económicas, si bien la tasa de criminalidad en el año 2011 llegó al 48,4%, superando la del año 2000 en el que se alcanzó el 45,9%, fue similar a la de 2003, inferior a la media europea del 67,6% (Eurostat), y muy por debajo de la de países superdesarrollados como Suecia (121%) o Bélgica (95,1%). Mientras, la percepción de inseguridad ciudadana (CIS) bajó del 22% de los años 2002-2003 al 9-10% entre 2009 y 2010. Pero mientras decrecían entre 2000 y 2010 los delitos de supuesta naturaleza socioeconómica como aquellos cometidos contra el patrimonio (del 20,1% al 15,3%), la tasa general de robos (del 12,7% al 10%) y de robos con violencia (del 24,4% al 14,6%), o la tasa de sustracción de vehículos (del 56,9% al 14,2%), se aprecian niveles constantes y altos de delitos contra la vida, la integridad y la libertad de las personas (del 1,61 al 2,66%), la tasa de malos tratos en el ámbito familiar (del 6% al 16,4%), los delitos de blanqueo de capitales (de 46 a 175), o de posesión y consumo de drogas (de 85.215 a 319.819). Mayor cultura de denuncia y mayores recursos policiales pueden explicar ciertas claves de estos datos; pero como señalábamos al principio de este trabajo, parece haber algo más, algo más complejo en la comprensión social del delito (Ministerio del Interior, 2011).

 

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