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La tesitura del pensamiento

 

Luis R. Oro Tapia

 

Universidad Central de Chile (Chile).

  

 

¿Qué pone en marcha el pensamiento? ¿Cuándo nos ponemos a pensar con cierta radicalidad? ¿Qué nos empuja a pensar? La respuesta a estas preguntas en Platón y Aristóteles es unánime. Para ambos es el thaumazein. Por cierto, Platón afirma que la disposición a filosofar tiene su principio en el thaumazein y éste es la piel del filósofo (Cf. Teetetos 155d). Por su parte, Aristóteles sostiene que en virtud del thaumazein comenzaron antaño y todavía comienzan los hombres a filosofar (Cf. Metafísica, A, 2 982 b).

 

¿Qué es la filosofía? Es el nombre de una actividad. La nota distintiva de dicha actividad —la filosofía— es que ella consiste en un preguntar, pero no es cualquier preguntar, se trata de un preguntar radical. Para dimensionar los alcances de esta afirmación es pertinente precisar qué se entiende por preguntar y qué se entiende por radical.

 

Preguntar no es lo mismo que interrogar. Preguntar es poner algo en tensión, es ponerlo en entredicho, en tela de juicio. ¿Qué es lo puesto en cuestión? Lo que hasta la víspera era absolutamente seguro, lo cierto, lo obvio. En suma, lo que era evidente en sí mismo, es decir, lo que no requería de razones ni de justificación alguna para ser tenido por cierto. Pero puede ocurrir que eso que es obvio, que es evidente, de sopetón deje de serlo. La magnitud del golpe y la brusquedad de éste produce un quiebre, una fractura en los cimientos, una crisis de fundamentos. Dicho metafóricamente: no se quiebra un ventanal, ni la rama de un árbol; lo que se fractura son las vigas maestras de la edificación, lo que se hace astillas es el tronco del árbol.

 

El preguntar implica, por consiguiente, introducir la incertidumbre, la duda, donde antes había certezas, seguridades. Dudar es vacilar. Ello implica moverse entre dos opciones que son incompatibles y respecto de las cuales no se tiene una certeza absoluta. Quien titubea, quien vacila, no se siente seguro. Se pregunta desde la duda con la esperanza de tener por respuesta una certeza. De hecho, el preguntar es un movimiento que parte de la inseguridad y que va en pos de la certeza. La respuesta a la pregunta sería lo seguro, lo estable, lo cierto, lo firme.

 

La palabra radical proviene del vocablo latino radix, que significa raíz. Por consiguiente, lo radical tiene que ver con la raíz de algo, con aquello que lo sostiene, que lo nutre y que permite que ese algo —en última instancia— sea lo que es, es decir, que exista. Ahora bien, ¿qué peculiaridad tiene el preguntar radical? Con las preguntas radicales —o, si se quiere, fundamentales, debido a que interpelan los cimientos de cualquier concepción de la vida o bien la viga maestra de determinada concepción del mundo— lo mínimo que nos ocurre es que se nos resquebraja nuestra estructura de creencias, las seguridades habituales tambalean y la tierra firme que nos sustenta se torna temblorosa. Al quedarnos sin piso —en griego ‘piso’ se dice byssos, que también significa fondo y fundamento— experimentamos lo abisal. Al olfatear lo abisal y mirar el abismo padecemos la sensación de vértigo y casi simultáneamente sentimos la contracción de la boca del estómago. Acto seguido sobrevienen las náuseas. Son los inequívocos síntomas de la angustia. En tales momentos la incertidumbre y el miedo nos invaden y nos asedian por doquier. Nada, absolutamente nada es seguro, ni acogedor, ni esperanzador. Todo resulta amenazante y se nos presenta como riesgoso. Es una peligrosidad fantasma, porque irrumpe por todas partes y, a la vez, puntualmente por ninguna en específico. El horizonte temporal se encoge; el pasado y el futuro quedan subsumidos en el presente. Es un presente continuo, absoluto, eterno. No hay paraíso perdido que valga la pena añorar ni esperanza alguna que nos venga a auxiliar. Es la angustia desbordada, absoluta, en su plenitud. No hay escapatoria. Es la máxima expresión del thaumazein. Es la noche de los tiempos. Pero como decía un viejo filósofo berlinés: la lechuza —el búho de Minerva— emprende su vuelo al atardecer. La hora crepuscular es la hora del pensamiento.

 

Es verdad que no podemos disponer a nuestro arbitrio de nuestras tónicas anímicas. Ellas no sólo nos cogen, nos agarran, también nos sobrecogen y aprisionan por un tiempo. No somos absolutamente libres frente a ellas. Pero una vez que salimos del ojo del huracán, una vez que pasa el temporal, viene el momento de la reflexión, del análisis de lo ocurrido. Es la hora de la creatividad, de la refundación, de la reinterpretación de la realidad, de reconstruir un mundo con los restos del naufragio existencial. A tal tarea se abocan los sobrevivientes de cualquier catástrofe existencial —que son como los sobrevivientes del Maelstrom de Edgar Alan Poe— y de la cual existen abundantes testimonios en la Bildungsroman.

 

En síntesis, bien podríamos definir metafóricamente el thaumazein como un trauma, una laceración, una herida en carne viva que nos produce un enorme desasosiego, una conturbación del alma. Vistas así las cosas, el origen del pensamiento filosófico no está exento de dolor; sería —desde la perspectiva, socrática— un parto doloroso… demasiado doloroso… Así es la mayéutica… Por eso no es insólito que quien oficia de partero tenga que padecer los rencores de las personas a las que asistió en el alumbramiento. Incluso cabe la posibilidad de que tenga que padecer el afán de vendetta de estas últimas, como le ocurrió a Sócrates.

 

Me parece que el poema Los heraldos negros de César Vallejo deja entrever el temple anímico de una persona que ha transitado por los dominios del thaumazein. El poema dice así:

 

Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé! 
Golpes como el odio de Dios; como si ante ellos, 
la resaca de todo lo sufrido 
se empozara en el alma... ¡Yo no sé! 

Son pocos; pero son... Abren zanjas oscuras 
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte. 
Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas; 
o los heraldos negros que nos manda la Muerte. 

Son las caídas hondas de los Cristos del alma 
de alguna fe adorable que el Destino blasfema. 
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones 
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema. 

Y el hombre... Pobre... ¡pobre! Vuelve los ojos, como 
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada; 
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido 
se empoza, como charco de culpa, en la mirada. 

Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!

 

En una sociedad que es hedonista y que, además, reniega de la concepción trágica de la existencia humana ¿quién estará dispuesto, hoy, a padecer el thaumazein?, ¿quién querrá vivir, hoy, la experiencia del thaumazein? La respuesta es pocos. También es verdad que siempre han sido pocos. Pero dicha escasez ha aumentado en la actualidad, debido a las peculiaridades del mundo contemporáneo a las que me he referido en el escrito El neoliberalismo como horizonte cultural. Sólo deseo agregar que rehuimos experimentar el thaumazein, porque al hacerlo nos inunda una sensación de radical desolación. De hecho, quien lo experimenta se siente profundamente extrañado de todo, hasta de sí mismo, y quiere huir de la extrañeza, de los efluvios de angustia, de los abrojos. Quien lo hace desecha la posibilidad de conocer lo que a él le suscita la conturbación. En definitiva, huye de sí mismo y reniega del imperativo que manda, en primer lugar, conocerse a sí mismo para luego conocer a los demás y al mundo.

 

Veamos el caso de una persona que mira a los ojos, que le frunce el ceño, al thaumazein y que corre el riesgo, conscientemente, de ser inundado y desbordado por él. Esa persona es Altazor. A pesar de que él teme rodar por grietas abisales, decide afrontar el miedo, para aventurarse a explorar el enigma de sí mismo, a fin de librarse del cómodo blindaje que le otorgan sus prejuicios. El personaje del poeta Vicente Huidobro lo experimenta así:

 

Yo soy Altazor el del ansia infinita

El descorazonado hambriento de eternidad

Hecho de carnes labradas de angustia.

Yo soy Altazor

Prisionero en la jaula de su destino

Donde no hay evasión posible.

Altazor, se rompió el diamante de tus sueños en un mar de estupor.

Altazor, ¿por qué perdiste tu primera serenidad?

Altazor, ¿quién sembró la angustia en la llanura de tus ojos?

¿Por qué de repente un día sentiste el terror de ser?

Y esa voz que te grita vives y no te sientes vivir

Altazor, ¿quién hizo converger tus pensamientos al cruce de todos los vientos del dolor?

Estás perdido, Altazor

Solo en medio de un naufragio.

Solo en medio del universo.

La nebulosa de la angustia pasa como un río.

Altazor, morirás. Tu voz se secará.

Y la tierra seguirá girando sobre su órbita precisa...

Sólo quiero saber por qué.

Por qué.

Por qué.

Soy protesta y araño el infinito con mis garras

Y grito y gimo con miserables gritos oceánicos

El eco de mi voz hace tronar el caos…

 

Quien pone en marcha el pensamiento es el thaumazein. Esa es su tesitura. Las cuitas son el aguijón de la genuina vida intelectual. El dolor nos descuaja de nuestras seguridades y comodidades, de nuestras certezas y prejuicios garantizados, y nos sumerge de sopetón en la incertidumbre radical. Él nos arranca de nuestra zona de confort, pese a que nos esforzamos por blindarnos frente a él, a fin de permanecer invulnerables a sus embestidas y, en última instancia, a sus secuelas existenciales e intelectuales. Por eso, en el día a día, obturamos las rendijas por las cuales puede irrumpir la incertidumbre. Así, ahuyentamos la posibilidad del pensamiento. Nos basta, en el mejor de los casos, con razonar. Por decirlo de alguna manera: navegamos sin cuestionarnos las indicaciones de los mapas y la valía de las rutas. De hecho, nos desplazamos cómodamente usando algo así como un piloto automático, sin siquiera razonar.

 

El dolor activa nuestras potencialidades intelectuales y en el acto mismo pone en funcionamiento nuestra inteligencia. Así, el sufrimiento es uno de los resortes de la vida espiritual. Él es un mal relativo; en cuanto, finalmente, puede devenir en un bien. Pero si no se produce una aceptación del dolor, la afirmación que sostiene que “no hay bien que por mal no venga” es una mera frase vacía. Para que no sea una frase huera es indispensable convertir la mera vivencia de un tropiezo doloroso en una experiencia. Sólo estará libre de cometer un error quien lo ha vivido y lo ha padecido hasta el final, hasta convertirlo en un bien. Es decir, quien ha asimilado intelectualmente un tropiezo, un golpe, un fiasco, y no quien los niega o quien los maldice.

 

Una vida sin dolor es una vida anodina, anestesiada, y, al final del día, artificial. En ella hay conocimiento, pero no saber; hay entendimiento, pero no comprensión; hay erudición —y quizá pedantería—, pero no filosofía ni, menos aún, sabiduría.

 

La vida es alegría y movimiento; es devenir y sufrimiento. Es, en definitiva, contingencia. Pero rehuimos la contingencia —por consiguiente, el riesgo y la libertad— y nos afanamos en incrementar la seguridad. Por eso no es insólito que penalicemos a quien nos arranca, como diría Vicente Huidobro, “de nuestras seguridades cómodas, de nuestras plantaciones de precepto”, de los prejuicios que nos apoltronan y nos ahorran el esfuerzo de tener que pensar por nosotros mismos.

 

Pensar no es lo mismo que razonar. La distinción es necesaria para comprender la índole de cada uno de ellos. El razonamiento supone algún tipo de encofrado o, por lo menos, de andariveles o rieles por los cuales transita. Se razona a partir de ciertas premisas. Es decir, de un a priori que otorga sólidos puntos de apoyo. En tales premisas o fundamentos se asienta el razonamiento. Si las premisas se suponen recíprocamente, se puede construir una estructura argumental que tiene pretensiones de sistema, en cuanto se basta a sí misma, debido a que las conclusiones remiten a las premisas y aquéllas validan a éstas. Por eso, como decía el maestro de la Selva Negra, la ciencia no piensa. ¡Pero, sí, razona…! ¿Cómo lo hace? A partir de un conjunto de premisas, axiomas o preceptos que incardinan su proceder. Ellos, en efecto, operan como barandillas o andariveles. Pese a la aclaración, la aseveración la ciencia no piensa sigue siendo enigmática.

 

Para poder elucidar su sentido es pertinente preguntarse por la especificidad del pensar. En parte ya lo hemos hecho en los párrafos precedentes. Ahora sólo nos resta precisar cómo se relaciona el pensar con el razonar. Para que ello se aclare volvamos a foja cero, al momento inicial, al del thaumazein, al momento de la catástrofe. A ese instante en que la realidad destroza nuestras esperanzas, cuando una mala noticia arrasa el jardín de nuestras ilusiones.  O al instante en el cual el tiempo se detiene y las lágrimas vertidas se aconchan, como un sedimento cenagoso, en las grietas del alma.

 

Ese es el momento en que se derrumba el andamiaje de categorías, conceptos y supuestos. Tras el desplome, en la masa viscosa de escombros, con dificultad se pueden reconocer las esplendorosas creencias de la víspera y entrever los rasgos de las formas preexistentes. En la eventualidad de que ellas se pudieran ver con toda nitidez de nada servirían, pues serían inútiles para lidiar con la realidad. De hecho, devienen en espadas de cartón. Como ya es inoficioso razonar con ellas, necesariamente se debe comenzar a pensar. Así, el pensamiento tiene visos de naufragio existencial. Por eso, paradojalmente, florece en medio de las ruinas de la debacle. Sobre ellas retoña y prospera. Por eso también tiene algo de augural y, por lo mismo, tiene pretensiones fundacionales.

 

En síntesis, cuando las antiguas categorías y conceptos se derrumban, lamentablemente, se tornan inermes, devienen en inservibles y se transmutan en estorbos. En consecuencia, dejan de cumplir su función vital, esto es, brindar seguridad, estabilidad o certezas. En tales circunstancias, urge vitalmente buscar un nuevo punto de apoyo, un asidero, para habérselas con las cornadas de la realidad, para mantenerse a flote en medio de los restos del naufragio, para poder sobrevivir. Recién ahí, en ese preciso momento, comienza la faena del pensar. Flor de fango, eso es el pensamiento, en cuanto germina en la cenagosa y enrevesada realidad. En la eventualidad de que prospere, otorgará los fundamentos para llevar a cabo razonamientos y así urdir nuevos sistemas.

 

Desde esta perspectiva, nada más ajeno al pensamiento que el razonamiento ideológico; nada más distante del pensamiento que el razonamiento científico; nada más opuesto a la faena del pensar que el proceder de un técnico o de un burócrata.

 

En conclusión, la relación que hay entre pensamiento y razonamiento es de género a especie, por consiguiente, primero es el pensamiento y sobre éste se empina el razonamiento. Pero los razonamientos, aunque se articulen como sistemas, en algún momento son infartados por la realidad que los desborda y, finalmente, se resquebrajan y derrumban… Cuando ello ocurre, nuevamente, es la hora del pensamiento…

 

 

 

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