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El antecedente parlamentario de Burke a Sobre la revolución francesa. Y respuesta de Tracy (1790)


Daniel Buzón

Escritor (España)

 

 

Resumen. En febrero de 1790, los progresos de la Revolución francesa, sobre todo tras la detención del rey en Versalles (octubre de 1789), alarmaban o entusiasmaban notablemente a la opinión pública europea. Burke mostró abiertamente su desaprobación en una sesión parlamentaria estableciendo los principios de su rechazo a la revolución como concepto radical y su defensa de la reforma política, reinterpretando la revolución Gloriosa inglesa. La respuesta de Tracy en la Asamblea constituyente de París muestra las diferencias de fondo en el pensamiento de ambos políticos y teorizadores: la prudente reforma de sistemas con antiguo arraigo nacional frente a hacer tabula rasa de una estructura social sobre la base de la ideología.

Palabras clave: Burke, Tracy, revolución, reforma, ideología

 

1.      Burke en el contexto inglés

El irlandés Edmund Burke (Dublín, 1729[1]- Beaconsfield, 1797) es la figura clásica más relevante de la teoría política anglosajona, aunque no presentó nunca sus pensamientos en un tratado sistemático, sino que fue impulsivo, con arranques líricos [2]. Es baladí referir aquí una detallada biografía. Hijo de madre católica y padre anglicano, consiguió medrar en el medio inglés gracias a sus estudios de abogacía, si bien desechados, y a su dedicación a la política.

Manifestó siempre una notable simpatía por los pueblos anejos al Imperio británico que anhelaban mayor libertad y justicia, como la misma Irlanda, las trece colonias americanas o la India. No obstante, fue muy reacio a los principios etéreos de la política ilustrada, que ya en su primera obra, Una Vindicación de la sociedad natural (1756), criticaba parodiando a Lord Bolingbroke [3].

Como miembro de los whigs de Rockinham le dio una posición ideológica avanzada su recelo ante la influencia de Jorge II sobre los miembros del Parlamento, que él describió en su teoría del doble gabinete. Asimismo su defensa de los levantiscos americanos lo convirtieron, junto con Charles James Fox, en un whig de vanguardia, hasta que la Revolución francesa vino a escindir el partido entre antiguos y modernos. Burke, alarmado ante las noticias que se recibían de Francia, se opuso a la furia revolucionaria y fue postergado y criticado por sus propios correligionarios. Desde entonces ha sido el bastión del liberalismo conservador.

Es esencial comprender el contraste entre las dos posturas de Burke. En cuanto a sus recelos contra la influencia real, cabe entender que había visto un riesgo para el sistema representativo en el caso Wilkes (1768-1769), personaje expulsado de la Cámara de los Comunes por publicar un semanario difamatorio contra el primer ministro del rey, Lord Bute (1762-1763), hombre de su confianza, no un político [4]. Sin embargo, Wilkes fue elegido diversas veces por el condado de Middlesex a partir de 1768, elecciones invalidadas por la Cámara. El 10 de mayo de ese año se produjo la matanza contra manifestantes favorables a Wilkes en Saint George’s Fields. Burke había dado un discurso en el Parlamento (marzo de 1769), criticando el desprecio por los sentimientos del pueblo, así como el posible aumento deliberado de efectivos militares que había precedido la mencionada masacre. Más tarde, en su panfleto político Del actual descontento (1770), trazó un programa para los whigs de Rockingham. El pueblo podía equivocarse, pero ello era más bien un síntoma de mal gobierno. Al Parlamento, como intermediario, le correspondía convertirse en una voz fiable y madura.

En línea con lo anterior no hay que olvidar que fue Burke quien desarrolló el concepto de representatividad[5], manifestado a sus electores de Bristol, que le reclamaban ceñirse al mandato imperativo. Burke mantuvo su principio, a costa de su reelección, porque creía en la autonomía de los miembros del Parlamento y aborrecía completamente del concepto de “democracia”, tal como se entendía entonces: el poder del populacho o una forma degradada de sistema político. De hecho, mostró notable oposición a los posteriores disturbios de Gordon, en la década de 1780.

[6]. La pérdida de las trece colonias precipitó, en marzo de 1782, la caída del tory North. Rockingham tomó las riendas del gobierno, con la colaboración de Shelburne y Fox. Burke fue elegido pagador del ejército y consejero privado.

Tras varias vicisitudes, los whigs perdieron el poder y, en 1783, Pitt el Joven formó el primer gabinete tory de una larga serie continuada de casi cincuenta años. Burke reaccionó acentuando la presión sobre Hastings (corrupto gobernador general de Bengala entre 1772 y 1785[7]. En 1788 se celebró el juicio político (impeachment), pero Hastings fue finalmente absuelto en 1795 por la Cámara de los Lores, lo cual vino a suponer una seria mancha en la hoja de servicios de Burke.

[8]. Los disturbios de Gordon le habían mostrado cómo podía comportarse la masa desbocada, sobre todo si era empujada a ello por la malévola ambición de ciertas asociaciones. Una de ellas era la Sociedad de la Revolución. Cuando el 4 de noviembre de 1789 se conmemoraba la Gloriosa, Richard Price pronunció un discurso elogiando los acontecimientos que se sucedían en Francia y deseando que el Parlamento inglés se transformara pronto en Asamblea nacional. Burke, que estaba al corriente de cuanto se producía en Francia y de su impacto en Inglaterra [9], leyó angustiado un registro del mismo y empezó a escribir una carta a Dupont, la cual creció hasta convertirse en sus Reflexiones sobre la Revolución en Francia, que dio a la luz en noviembre de 1790. Antes de esta publicación, manifestó por primera vez en público sus opiniones al respecto de la Revolución francesa en su discurso, en la Cámara de los Comunes, del 9 de febrero de 1790, cuya traducción es objeto del presente estudio.

El discurso tuvo rápida difusión a través de la prensa, que publicó síntesis del mismo el 10 de febrero[10]. Burke se preocupó de publicar el 20 de febrero un resumen con sus tres intervenciones en el debate, para deshacer malentendidos generados por una fama distorsionada del discurso. El Registro Parlamentario editó ese año su propia versión de toda la discusión parlamentaria, a partir de uno de los periódicos, el Diary[11]. De todos modos, a la redacción del Registro llegó también aquel resumen, que, con una explicación inicial,  fue incluido en nota, aunque solo hasta la primera intervención de Burke[12].

Tuvo mayor fama el resumen que Burke se preocupó de publicar varias veces más aquel 1790. Contiene su primera intervención, con un breve sumario de las respuestas de Fox y Sheridan y sus otras dos intervenciones. Así se editó en el octavo volumen de las obras completas de Burke, en 1803. Lo reprodujo el volumen XXVIII de la Historia Parlamentaria (1816), colocando en nota el breve párrafo introductorio, pero solo hasta la primera intervención de Burke[13]. Luego retomó la redacción del Registro Parlamentario[14].

El debate se desarrollaba alrededor del incremento de efectivos militares. Grenville, secretario de Estado, y el primer ministro William Pitt habían estado reclamando cierta confianza parlamentaria en el gabinete gubernamental, doctrina atacada por Burke porque venía a subvertir, de nuevo, el papel del Parlamento, como garante constitucional. Era preciso tener presente la ley sobre motines [15], según la cual, si la balanza de poderes europea (en la que España y Francia desempeñaban papeles preponderantes) estaba amenazada, era justo confiar en el gobierno; pero, si no era así, debía reconsiderarse. Fue entonces el análisis de la situación europea lo que condujo a Burke a examinar con profundidad los resultados de la revolución en Francia: la descripción es desoladora. En su intervención, no puede menos de enfrentarse a sus correligionarios, Fox y Sheridan, que habían alabado la defección de parte del ejército real francés durante las algaradas[16], en un debate previo, el 5 de febrero. Asimismo, en la intervención anterior a la de Burke, Fox se había mostrado “exultante”[17]. Burke no se resistía a las reformas, sino al contrario, como mostraba su carrera política anterior, en referencia a las leyes que consiguió aprobar en 1782 [18]. Pero no consideraba equiparables la Revolución francesa y la Gloriosa, acaecida en Inglaterra, en 1688. Ese es el núcleo de su intervención: el sistema inglés era el perfeccionamiento y la recuperación de la antigua constitución medieval y de su consiguiente estructura estamental, basada en el equilibrio de poderes[19], mientras que los desafueros franceses eran el arrasamiento de todo vínculo social sobre la base de fantásticas teorías libertarias.

Este es, asimismo, el corazón de sus posteriores Reflexiones, que, publicadas a finales de año, tanta notoriedad le granjearían de inmediato. La Revolución francesa era un fenómeno extraordinario en la historia, aunque en tanto que “extraño caos de ligereza y ferocidad”[20]. Advertía confusión en el modo como se interpretaba la revolución inglesa, asimilándola a la francesa y alegando imaginarios derechos de elección del propio rey. Lo cierto, opinaba, era que en 1689 la línea de sucesión se mantuvo en la persona de la reina María. Una revolución era, en definitiva, un recurso extremo, que se aplicaba con pragmatismo y la mayor sensatez posible. De hecho, dichas revoluciones habían sido, en verdad, restituciones de la antigua constitución inglesa, que garantizaba las libertades de los ingleses desde la Carta Magna de 1215. O al menos así lo creían Burke y la mayoría de sus contemporáneos. Esas libertades no eran conceptos abstractos, inaprensibles, sino derechos escritos y tangibles, heredados de los antepasados.

Burke aceptaba la ascensión social, pues no creía en títulos ni privilegios fosilizados[21], pero de manera discriminada. En cuanto a la propiedad, es para él desigual por naturaleza. Los derechos naturales no existen de modo práctico, sino solo abstracto. Los verdaderos derechos son civiles, adquiridos gracias a una convención social basada en la renuncia a una vida independiente. Se parece a Rousseau en el principio del contrato. Difiere en no creer que hubiera derechos previos determinados, excepto la primera ley de la naturaleza, la de la defensa propia. “Los hombres (dice) no pueden disfrutar a la vez los derechos de un estado incivil y de un estado civil”. Al entrar en la sociedad se obtienen derechos tangibles, relativos a voluntades precisas. “Puesto que las libertades y las restricciones cambian según las épocas y las circunstancias, aceptando modificaciones infinitas, no pueden ser establecidas por ningún tipo de norma abstracta; y no hay nada más necio que hablar de ellas sobre la base de aquel principio”[22].

El 6 de mayo de 1791, las disputas dialécticas entre Burke y Fox en sesión parlamentaria llegaron a su punto álgido. La angustia de Burke respecto del ambiente de agitación revolucionaria se hizo palpable en uno de sus discursos más encendidos, a propósito del Acta sobre los ajenos, el 28 de diciembre de 1792, cuando lanzó una daga al suelo, para significar que los franceses se estaban armando contra Inglaterra. Estas actuaciones le valieron el apodo de loco irlandés[23]. Estuvo del lado de los realistas (de hecho dio hospedaje a algunos huidos, como el obispo de Auxerre, que le había acogido en su casa junto a su hijo en enero de 1773[24]), llegando incluso a alegrarse de la revuelta de la Vendée.

Recibió multitud de críticas, que le retrataban como incoherente. Por ello escribió una Apelación de los viejos whigs a los nuevos, en 1792. Pero continuó sacudiendo el cobre con otros panfletos como Una carta a un miembro de la Asamblea Nacional (1791) o Pensamientos sobre los asuntos en Francia (1791). En 1794 fue sustituido en el Parlamento por su hijo Richard, quien poco después murió. El rey le asignó una pensión de 25.000 libras, que le valió un ataque del duque de Bedford, al que respondió con la Carta a un noble Lord. Un año antes de morir, se opuso a la tregua de Inglaterra con Francia en sus Cartas sobre una paz regicida.

 

2.      Tracy en el contexto francés

Antoine-Louis-Claude Destutt, conde de Tracy (París, 1754 - 1836[25]), fue, al revés que Burke, un noble que acogió los principios más especulativos de la Ilustración y su plasmación en la Revolución francesa. Tracy descendía de la familia Stutt, radicada en Escocia, de donde cuatro hermanos emigraron para asentarse en Francia (1420) y servir, en la guerra de los Cien años, en la guardia del futuro Carlos VII. Uno de ellos obtuvo el Borbonés y su descendencia el marquesado de Tracy en Nivernais (Tracy sur Loire). Fue una dinastía afecta a la corte y comprometida en las empresas de la monarquía. El padre de Tracy murió en 1766 a causa de las heridas sufridas en la batalla de Minden (1759). La madre, ya viuda, empleó todos los medios en la formación de su hijo. Le asignó como preceptor a un tal De Bailly, personaje instruido en ciencias. En 1771, cuando contaba 16 años, Tracy viajó a Ferney para conocer a Voltaire[26]. A partir de 1771 el joven aristócrata estudió, en Estrasburgo, en la Escuela de artillería y en la Universidad. Siguió los cursos de Koch, que en 1777 publicaría sus Tablas sobre las Revoluciones en Europa. En los años sucesivos se interesó por la efervescencia de ideas de la Ilustración francesa [27].

En 1776, a la muerte de su abuelo, adquirió el condado de Tracy en Nivernais y el señorío de Paray-le-Fresil en el Borbonés. Al casarse en 1779 con Mademoiselle de Durfort-Civrac, sobrina nieta del duque de Penthièvre, este lo convirtió en coronel del regimiento del lugar. En noviembre de 1788 participó en los Parlamentos particulares del Borbonés y a principios del siguiente año fue elegido por la nobleza de esta provincia, entre otros dos, para representarla en los Estados Generales[28]. Se debatió entre posiciones encontradas: era favorable al voto particular, en detrimento del voto por Estados o estamentos (clero, nobleza y tercer estado), como le conminaba a defender el memorándum que contenía las instrucciones de la nobleza. Pero no participó en el juramento del Juego de la Pelota ni estuvo entre los que se unieron a la Asamblea nacional el 25 de junio de 1789[29]. Sin embargo, no dimitió de sus funciones (como sí harían sus otros dos compañeros) y el 27 de ese mes, cuando el rey transigió con el voto particular, se unió a la Asamblea junto con la nobleza y el clero.

Fue bien activo dentro de la Asamblea constituyente y, en julio, se opuso vivamente a la destitución de Necker. Respaldó la formación de una guardia nacional. Se situaba, como constitucionalista, entre los monárquicos, que se habían conformado con la Declaración de los Derechos del Hombre (4 de agosto) y los demócratas, contrarios a una representación desvinculada del control popular permanente. Resultaba ser más volteriano que rousseauniano[30].

En una de las sesiones de la Asamblea, abordó brevemente los ataques de Burke y acabó escribiendo el panfleto que aquí se publica. Tracy había leído el discurso del político irlandés en una publicación apresurada, que corría por Francia como libelo de la propaganda realista. Los antirrevolucionarios estaban necesitados de referentes extranjeros y cualquier aportación a su causa era publicitada con fervor. Tracy dijo pocas cosas en la asamblea, el 3 de abril de 1790[31]. Su publicación es una obra aparte, agrandada por el deseo de dar cumplida respuesta, que escribió el 26 de abril[32].

El filósofo francés sabe, sin embargo, que puede estar leyendo una versión distorsionada[33]. De todos modos, decide atacar los argumentos del parlamentario irlandés para minimizar el impacto que puedan producir entre las filas revolucionarias o la jactancia entre las realistas. Su reacción no deja de ser la de un noble que se siente provocado a participar en un duelo. Esgrime sus argumentos contra las razones de Burke mostrando brío, indignación, atrevimiento para subvertirlas de raíz, respondiendo a ellas como si de insultos se tratara.

Inicia su ataque con una falsa adulación, sorprendiéndose de que puedan decirse tales cosas en el Parlamento inglés. Desde el primer momento, rechaza el pragmatismo de Burke, quien consideraba que en una república puede haber iguales sentimientos que los existentes en una monarquía. Tracy opone a ello el aprendizaje adquirido por los franceses de los principios de una política sana, es decir, el idealismo ilustrado. Niega la prosperidad de los tiempos de Luis XIV, aunque curiosamente reivindica los antiguos Estados Generales del XIV, como Burke y sus contemporáneos la antigua Constitución; pero, una vez perdidos, Tracy juzga conveniente realizar una revolución completa, no una restauración, que es por lo que aboga el parlamentario irlandés. En cuanto a los males, el aristócrata advierte que los franceses los han previsto, en pro de un bien mejor.

Se mofa elegantemente del consejo de Burke, es decir, imitar la constitución inglesa. Hay en ella algo valioso, es decir, las libertades personales, pero Francia va a intentar establecerlas sin faltar a la seguridad pública. De igual modo, apostilla, se recupera la antigua institución de los Jurados y se pone en marcha un cuerpo legislativo[34]. Francia no puede ir más allá en la imitación del sistema inglés, cuyos peores vicios ventila: el poder electivo del rey y, con otras palabras, la “influencia” del mismo en el gobierno (ya notada por el mismo político británico, como se ha dicho). Critica también la falta de asambleas en las provincias y el consiguiente exceso de importancia de los parlamentarios en Westminster. Son además blanco de la diatriba de Tracy los desmanes en la India, que eran, por otra parte, objeto de los desvelos del mismo Burke.

Puesto que el término democracia no gozaba de la mejor fama, Tracy se niega a atribuirlo al sistema francés, considerando además que aún se contaba con un rey. La democracia era el poder del pueblo, al modo griego, directa, sin representantes, y Francia los tenía. Reivindica la figura de Montesquieu, también alabada en su momento por Burke, e identifica su sistema con la nueva constitución francesa. Defiende asimismo la defección de los soldados para formar una milicia revolucionaria, como una muestra de patriotismo frente al servilismo y la crueldad del ejército real. En cuanto a la Declaración de los Derechos, defiende que la conducta da razón de ser a artículos que pudieran parecer confusos, como había sucedido en Estados Unidos.

El panfleto volvió a publicarse en 1794 como documento favorable a su demanda de excarcelación. En abril de 1790, se adhirió a la anticlerical y liberal Sociedad del 89, entre cuyos miembros se hallaban Condorcet, Sieyès, Cabanis, Bailly, Taillerand, La Fayette, Mirabeau. Tras disolverse la Asamblea constituyente, fue elegido, en noviembre de 1791, presidente del Directorio del departamento de Allier y reside en su castillo de Paray-le-Fresil[35]. En febrero del año próximo se enroló como mariscal de campo en el ejército que comandaba La Fayette en el marco de la guerra contra los reinos europeos. Un mes antes de que este abandonara Francia, en agosto de 1792, Tracy dimitió de sus funciones, sin duda alarmado por la deriva revolucionaria, y se retiró a Auteil, donde entró en el salón de Madame de Helvétius, uniéndose así a los ideólogos, el núcleo de los filósofos de segunda generación, como Condorcet, Volney y Cabanis, que recogían el testigo de los enciclopedistas [36]. Fue entonces cuando se dedicó al estudio de las ideas, de la filosofía, a la lectura de Buffon, al análisis de los recientes avances en química, obra de Lavoisier y Fourcroy. De ahí pasó a las leyes del pensamiento, de la mano de Locke y Condillac. Pero fue detenido el 2 de noviembre de 1793 por un destacamento del ejército revolucionario y confinado en la prisión de la Abbaye de París, antes de ser trasladado a la prisión de Carmes, donde compartió celda con Jollivet, futuro consejero de Estado durante el Imperio. En tal estado de reclusión leyó todas las obras de Condillac.

En octubre de 1794 fue liberado y volvió a su retiro en Auteil, donde completó su sistema filosófico. Al cabo de un año, gracias a Cabanis, se convirtió en miembro del Instituto Nacional, fundado por Daunou, dentro de una de las secciones de las Ciencias morales y políticas, la del “análisis de las sensaciones y las ideas”[37]. Presentó en el seno de la academia siete memorias sobre sus estudios acerca del entendimiento humano, que llamó Ideología. Después, al publicarse, le dieron considerable fama. Al mismo tiempo Cabanis publicaba sus trabajos. Aunque Destutt rechazó participar en la campaña de Egipto comandada por Napoleón y prefirió la filosofía, sí le apoyó tras el golpe de estado del 18 de brumario e integró el senado posterior.

Entre 1801 y 1815 publicó en entregas su mayor obra, los Elementos de Ideología, con el propósito de que se convirtiese en libro de texto de las escuelas centrales que fundara la Convención [38]. Son de 1801 también las Observaciones sobre el sistema de la Instrucción pública. En 1802 concedió la mano de su hija a Washington de La Fayette, hijo del insigne político, con quien estrechó así aun más antiguos lazos de amistad. Las ideas de los pensadores del círculo de Tracy despertaron el recelo de Napoleón (que fue, como se sabe, quien los bautizó efectivamente como los ideólogos [39]), hasta el punto de decretar en 1803 el cierre de la sección del Instituto Nacional que ocupaban. Sin embargo, la sociedad de Auteil continuó actuando, aunque a veces bien pensionada por el régimen bonapartista así como vigilada por la policía de Fouché[40].

Su gran obra política fue el Comentario sobre el Espíritu de las Leyes, que mandó, sin esperanzas de que superase la censura imperial, a los Estados Unidos, donde alcanzó notoriedad publicado en 1811 en la traducción al inglés del mismo Thomas Jefferson. No vería la luz en francés hasta su publicación, en Lieja, en 1818[41]. En este libro Destutt expurga a Montesquieu, al que sin embargo admira [42]. Rechazando los cuatro gobiernos que el filósofo señalara (republicanos, aristocráticos, monárquicos y despóticos) y los principios que los sustentan, la teoría de Tracy establece dos tipos de gobierno: los generales o nacionales (en “que todos los derechos y todos los deberes pertenecen al cuerpo entero de la nación”) y los especiales[43]. Los primeros son los que obedecen al interés de todos, mientras que los otros son los que acatan preferencias particulares. Se establecen grados de desarrollo para los tipos de gobiernos generales, desde la barbarie a la civilización. La Democracia pura, solo posible entre pueblos primitivos, se torna por sus vicios en tiranía, ya sea una aristocracia o una monarquía. Se da sin embargo un modelo más sofisticado, el de la Democracia representativa, basada en una constitución a que se adhieren los ciudadanos voluntariamente[44]. Dice Tracy que la representación solo pudo nacer tras la invención de la imprenta y no fue hasta tres siglos más tarde cuando realmente se desarrolló. “El principio conservador de este gobierno es el amor de los individuos a la libertad y a la igualdad” y en él predomina el respeto a los derechos del hombre.

El poder legislativo debía estar en manos de una numerosa asamblea y el poder ejecutivo estaría formado por un colegio de hombres de Estado, que ejercieran durante un tiempo preciso [45]. Serían elegidos por el pueblo mediante cuerpos electorales congregados en distintos distritos. Hay asimismo un poder conservador, colocado sobre los anteriores y seleccionado por una primera asamblea constituyente, que controla las extralimitaciones constitucionales de los otros poderes y que elige a los jueces. Este sistema representativo no excluye, antes al contrario, se inserta en una monarquía constitucional [46], el mismo modelo que defendía en su opúsculo de abril de 1790.

Las diferencias fundamentales entre el sistema defendido por Burke y el que Destutt se atreve a esbozar en el capítulo XI de su obra, cruciales para entender las dos posiciones políticas manifestadas en los textos que siguen, radican en las dos concepciones de soberanía ya mencionadas: el sistema británico la basa en el Parlamento, mientras que el desarrollo de la Ilustración y Revolución francesas la deposita en la entera nación; así pues, la fórmula inglesa vuelve siempre al acuerdo político entre el rey de la casa Hannover y un parlamento formado por potentados terratenientes y comerciantes, mientras que la solución gala pretende dar cumplimiento a los anhelos de una voluntad popular. Aquel acuerdo, el de la constitución de 1688, establecía un precioso equilibrio de poderes que (defendía Burke) no convenía arruinar echándole encima el peso de los filosóficos ideales ilustrados. En cambio, para los revolucionarios, Francia se había abierto camino a fuerza de minar y resquebrajar mediante dichos ideales el absolutismo borbónico y toda la obsoleta máquina monárquica y nobiliaria se desmoronó para ceder al pueblo la inveterada concentración de su poder, la soberanía. No obstante las divergencias, hay concomitancias entre Burke y los ideólogos: estos últimos no están a favor de la degeneración feroz de una democracia completamente popular, sino de regímenes regulados, liberales[47].

A la muerte de Cabanis (1808), Destutt le reemplazó en la Academia Francesa. Votó la destitución de Bonaparte, en 1814, adhiriéndose a la Restauración borbónica, como fórmula de orden y paz, e integró luego la cámara de los Pares. Celebró sin embargo la llegada de una nueva era, con la revolución de julio de 1830, y el advenimiento de una monarquía más liberal [48]. En cualquier caso, en los últimos quince años, la progresiva ceguera le redujo a una existencia más bien vegetativa y retraída, hasta que murió en 1836.

 

3.      Traducciones

 

3.1. Edmund Burke

 

3.1.1.      Debate sobre los presupuestos del ejército. 1790 [49]

[Desconfianza respecto del incremento del gasto militar]

El señor Burke dijo que desaprobaba, de todo corazón, la doctrina inconstitucional que había sido reconocida aquel día según la cual estaba bien aumentar sistemáticamente los efectivos del ejército en tiempos de completa paz y por ello mismo estaba decidido a que ninguna consideración sobre la tierra pudiera llevarlo a darle su apoyo. Si se acababa imponiendo este procedimiento, él debía manifestar que la política de la Gran Bretaña no había estado nunca tan falta de sentido ni había sido tan absurda. El Estado padecería sus perniciosos efectos, es decir: a partir de aquel momento la opinión de cualquiera de los miembros de aquella Cámara o de todos en su conjunto sería inútil, porque de acuerdo con aquel procedimiento se incrementarían nuestros efectivos militares simplemente de acuerdo con el antojo, el capricho, la duda o la quimera que algún ministro pudiera tener acerca de posibles peligros futuros.

El Ministro de Hacienda[50] y su honorable colega (el señor Grenville) habían reconocido que reestablecer efectivos militares no tenía ninguna relación con el actual estado de Europa. Entonces, si no importaban las circunstancias, ¿qué lo motivaba? Los dos honorables caballeros habían basado todos sus argumentos sobre el principio general de que es propio de la política estar prevenido y habían afirmado que la seguridad de nuestras posesiones en las Indias Occidentales dependía de tener una fuerza proporcionada a aquel objeto. Suponiendo que este principio estuviera bien fundamentado, ¿cómo iba a saber la Cámara su alcance? O, como había sugerido el sentido común de su honorable amigo, ¿cómo estaban tan seguros de que la fuerza que ahora se aprobaba enviar a las islas de las Indias Occidentales era suficiente para protegerlas de cualquier ataque lanzado por sorpresa? ¿En qué se basaba aquel principio y en qué autoridad yacía en ese momento su aplicación para ser igual a su objeto? ¿Se había pedido la opinión de algún gran oficial del ejército y, si era así, dónde estaba registrada para consultarla? El país estaba lleno de personajes de esa valía y la Cámara podía contar en ese sentido con algunos de sus miembros. Ni uno de ellos había expresado todavía su parecer sobre este asunto, pero esperaba que el honorable General (Sir George Howard) con cordón azul, que él veía allí en su sitio, se dignase declarar si la fuerza establecida en los presupuestos para las Indias Occidentales era suficiente para prevenir cualquier sorpresa. Él se sometería a una autoridad así. Cuique sua arte credendum est[51].

Pero todo aquel asunto se reducía a una cuestión de confianza y los honorables caballeros habían argumentado que la Cámara actuaba de acuerdo con la Constitución si depositaban, en todo momento, un cierto grado de confianza en el Ministro en relación con el ejército. Él estaba dispuesto, tanto como el que más, a aceptar que hay ocasiones en que un Ministro debe disfrutar de una parte alícuota de confianza depositada en él respecto del ejército, pero ¿era el momento actual el adecuado para que un Ministro reclamara confianza sin límites o para que la Cámara se la garantizara en relación con aquel punto? Si él hubiese visto que Francia disfrutase de un erario opulento y de un ejército bien disciplinado habría dado su confianza al Ministro cuando este le hubiese pedido aumentar el ejército, pero todo el mundo sabía que no se daban los requisitos para tal confianza. El actual Parlamento, y le preocupaba constatarlo, era un Parlamento de confianza y ellos, ciertamente, habían cumplido muy bien con el objeto de su elección. El Ministro había gozado de su confianza durante mucho tiempo y ahora venía a pedir que de nuevo se la prestaran otros siete años más. Los argumentos que había oído a la otra parte de la Cámara era más lógico esperarlos de novatos salidos de escuelas e institutos antes que de políticos experimentados, porque estaba seguro de que habían servido el suficiente tiempo como para haber adquirido experiencia. El argumento de la confianza no era más que un tópico y el celo necesario en un Parlamento, siempre que se tratara del ejército, debía levantarse en su contra, como un tópico opuesto al anterior.

 

[Posibles amenazas]

Pero no iba a entrar en un capítulo de tópicos. Él deseaba ver cómo el Ministro actuaba en relación con ese tópico. ¿Por qué clase de poder imaginaba que las Indias Occidentales podían ser sorprendidas? ¿Por Francia? Sabía bien que no había peligro. ¿De quién se sospechaba un ataque? ¿Acaso de nuestros buenos aliados, Prusia y Holanda? ¿Acaso de Suecia? ¿De Dinamarca? ¿De Rusia? ¿De los inocentes suizos? ¿O quizá de Polonia? ¿Es que Polonia tenía ejército? ¿O acaso la Administración temía a aquel viejo coco al que les enseñaron de niños a tener miedo, el Papa? ¿Imaginaban que era capaz de invadir las Indias Occidentales enviando sus belicosos mirmidones desde Civitavecchia? De hecho, sus miedos infantiles le recordaban la fábula de la liebre y las ranas. Una liebre se acercó al agua y de pronto la alarmó un ruido. Preguntó y se le dijo que el ruido lo hacían unas ranas a las que había asustado al llegar y que escapaban tirándose al agua. ¿Era acaso aquel animal orejudo, el español, al que tenían tanto miedo? El español era demasiado indolente y supino como para intentar algo así y nos había temido siempre mucho más de lo que normalmente imaginábamos. España no se atrevería nunca, sin la asistencia de una confederación de poderes, a abrir hostilidades contra nosotros, sobre todo en las Indias Occidentales. Estaba ya demasiado en juego lo suyo propio y era tan incapaz de defenderlo como nosotros éramos capaces, ahora mismo, de invadírselo.

De hecho, dijo el señor Burke, había viajado casi por toda la geografía de Europa y no podía encontrar un solo poder del que debiera esperarse la menor sorpresa en nuestras islas de las Indias Occidentales.

 

[Situación en Francia]

Al mirar el mapa de Europa veía, efectivamente, una gran brecha, un vasto vacío, que ya no tenía la menor relevancia, y era el espacio ocupado por Francia, el único poder, cuando Francia tuvo poder, al que este país debía estar ojo avizor, al que con derecho podía mirar con envidia. Ahora Francia no valía para nada:

Iacet ingens littore truncus[52].

Y su recuperación del vigor y de la capacidad de ataque, lo sabían todos, no podía ser súbita, sino gradual y, por lo tanto, nuestra preparación para la defensa debía ser proporcionadamente gradual. Pero el honorable caballero había señalado que era fácil destruirla y difícil reconstruirla. ¿No podría aplicarse ahora mismo a Francia? Él consideraba muy indiscreto tratar para nada la situación interior de Francia en aquella Cámara, pero ya se había empezado a hablar de ello y tarde o temprano habría que discutir lo que había pasado en Francia. Por lo tanto, quería aprovechar la oportunidad para observar que Francia no podría reconstruir fácilmente lo que había destruido de golpe. Ello le llevaba naturalmente a lo que había sido, lo confesaba, el motivo principal por el que había bajado aquel día y que le había impulsado a levantarse más que cualquier otro punto tocado durante el debate: ello le inducía a expresar su parecer sobre lo que se había hablado, cuando él no estaba en la Cámara, acerca de los últimos acontecimientos en Francia.

 

[Diferencias con la Revolución inglesa]

En un debate previo se había dedicado un cumplido al ejército francés y un noble vizconde (Fielding) había comparado lo que ha pasado en Francia con lo que vino en llamarse nuestra Revolución de 1688. Negaba que la comparación fuera acertada o que se mereciera el cumplido. Este país no le debía su constitución a lo que se llamó la Revolución. No hicimos, de hecho, ninguna revolución ni obtuvimos una nueva constitución. El país abandonó al hombre que gobernaba y tenía las riendas del poder ejecutivo porque este hombre quería cambiar la constitución [53]. Pero la constitución se mantuvo. Las leyes, los derechos de los súbditos y la religión fueron los mismos de antes. La iglesia, legalmente instituida, recibió, efectivamente, nuevo lustre proveniente de la liberalidad que la adornó desde 1688, gracias a la tolerancia que se introdujo en ella. Nuestra constitución se fijó y se confirmó.

 

[Situación en Francia, segunda parte. El modelo revolucionario francés: la Asamblea Constituyente]

¿Algo de lo que ha pasado en Francia era comparable con esto? Desde la última vez que tuvo el honor de dirigirse a aquella Cámara, todo había sido destruido en Francia, ejército, leyes, religión, modales, jerarquía y la propia constitución. ¡Extraordinarios arquitectos! En dos o tres meses lo habían destruido todo y, si por la ley de la gravedad las cosas bajan, todo el mundo sabe que suben lenta y trabajosamente. En Francia una democracia cruel, ciega y feroz había arramblado con todo. Puesto que la conducta de los franceses la determinaba la barbarie más salvaje e insensible, no habían adoptado más sistema que la resolución de destruir todo orden, subvertir todo convenio y reducir todos los rangos y posiciones de los hombres a un único nivel general. Ansiosos por controlarlo todo y no queriendo esperar a conseguir una constitución mejor, habían aniquilado su antigua forma de gobierno y en su lugar habían traído la anarquía y la confusión. Una sanguinaria turba sin ley había derrocado al gobierno constituido. Y, a buen seguro, el despotismo democrático era el más abominable de todos.

 

[El ejército de ciudadanos]

Tenían un ejército que no reconocía superior y su señal de combate era un alarido de guerra: su libertad era libertinaje y su religión, ateísmo. Si se fijaba en el ejército, veía un ejército sin General, sus oficiales llevados con dogales al cuello[54]. El ejército, sin ninguna disciplina, incluso se atrevía a intimidar a quienes estaban deliberando sobre los destinos del país. Esta democracia cruel, ciega y feroz había abusado del poder hasta tal punto y la conducta de los que formaban el ejército regular del rey había sido tal que se habían unido a la chusma licenciosa y le habían entregado la espada que les había confiado el gobierno de acuerdo con la antigua constitución. Estas gentes, habiéndose armado así y sin reconocer jerarquías, habían cometido toda clase de excesos, habían manchado sus huellas de sangre y habían identificado, por venganza, a todo hombre de rango o nacido caballero. Habían arrebatado y arrojado sus títulos nobiliarios a las llamas y quizá habían destruido su casa y sus propiedades. Tal había sido el grado de terror que habían provocado que la Asamblea Nacional no se había atrevido a reprocharles su conducta sino que debió aceptar la mortificante humillación de enviar unas excusas por haber siquiera aludido a ella. Y la única solución que encontraron fue formar otro ejército, bajo el nombre de guardia municipal, para supervisar a la guardia nacional. Así pues, el país tenía que pagar dos ejércitos sin poder disponer de ninguno de ellos. Se convirtió en Caput nil timendum, et corpus inutile [55].

El señor Burke declaraba que condenaba y vituperaba, tanto como le era posible, el espléndido despotismo y la cortés tiranía de Luis XIV, pero admitía que hubiera preferido que el último gobierno de Francia continuara antes que ser testigo de un sacrificio tan horrible para la humanidad. Si se fijaba en la iglesia, la perspectiva era igual de penosa. En vez de reformar para introducir la tolerancia, habían eliminado todo anhelo y forma de religión y habían levantado un directo y peligroso sistema de infidelidad. Al grito de aristócrata [56], su contraseña, echaban abajo todo ante sí. Resumiendo, su único propósito parecía ser destruir todas las clases, anivelar toda distinción, separar obediencia y protección, ponerle fin a la subordinación, conseguir que el soldado renegara de su oficial, el niño de su padre y el súbdito de su soberano.

 

[Francia como ejemplo]

Quien prestara atención a estos acontecimientos estremecedores ¿podría imaginar de verdad que no había menos peligro de parte de Francia como enemiga que como amiga? Insistió en la potente descripción de la deplorable servidumbre y opresión que prevalecieron en Francia durante un largo período y en los efectos que los últimos y peligrosos principios niveladores (como los llamó) podían tener sobre nuestra propia constitución, según la cual la misma Cámara de los Comunes era una especie de aristocracia. Después, recalcó que esperaba sinceramente del cielo que ninguna idea de dejarse influir por lo que había acabado de pasar en Francia pudiese anidar entre nosotros, la cual pudiera convencer a algún hombre o grupo de este país que debiera imitarse cualquiera de las últimas operaciones ejecutadas en Francia.

 

[Diferencias con la Revolución inglesa: la constitución]

Veía con arrobo los varios efectos de nuestra excelente constitución desde cualquier punto de vista, pero sobre todo en relación con el ejército. Entre nosotros, el ejército estaba bajo un único comandante en jefe, es decir, el rey en su trono, a cuyo poder se había confiado como cabeza del gobierno ejecutivo. Su existencia, de todos modos, dependía tanto de los votos de aquella Cámara como de la voluntad del Parlamento. Por lo tanto, en este país, mientras el Parlamento cumpliera con su deber, era muy difícil que se pervirtiera el verdadero propósito de mantener una fuerza regular o que los efectivos del ejército necesarios para proteger las fronteras del reino se convirtieran en un instrumento interno para la opresión de los súbditos, el quebrantamiento de las leyes o la destrucción de la constitución. Se había extendido más hablando sobre lo que había pasado en Francia porque había prestado más atención a los boletines de la Asamblea Nacional y a todas las operaciones llevadas a cabo en aquel país que otros muchos, que probablemente tenían menos tiempo libre para detenerse en investigaciones de aquel tipo. Por la impresión general que se había formado, temía que nos dejáramos arrastrar por el consejo de cualquier hombre, por más merecida autoridad que tuviera, a imitar cualquiera de los hechos acaecidos en Francia. Recordaba a la Cámara los efectos opuestos producidos por la extrema tiranía, por un lado, y el extremo libertinaje, por otro, respectivamente ejemplificados por los años de paz del reinado de Luis XVI y por los tiempos presentes.

 

[Francia como ejemplo: el absolutismo y la falsa libertad]

Durante el reinado de Luis XVI se ejerció en Francia el despotismo más completo, que pasó inadvertido por la elegancia de las finas artes y la plausible muestra de modales cultivados. Nosotros imitamos entonces de Francia sus refinamientos. En consecuencia, nuestro gobierno se volvió insensiblemente despótico y el pueblo gemía bajo la opresión de una cortés y brillante tiranía. Habíamos visto a Francia en los dos extremos y sabíamos que los efectos eran igualmente terribles. Así pues, la Cámara debía tomar nota del ejemplo y tener cuidado de no imitar ahora a Francia.

 

[Disensiones con Fox]

Había una serie de hombres demasiado fatuos para reconocer que, en todo momento, seguían el parecer de otros, los cuales, sin embargo, consideraban que se rebajaban si daban su brazo a torcer en cualquier asunto. Él no se reconocía entre ellos. Se sentía elevado a mayor altura gracias a las mayores habilidades de otro hombre y, con esa actitud, había escuchado siempre las opiniones de su muy honorable amigo (el señor Fox). Esperaba por tanto que lo que había dicho aquel día su muy honorable amigo (que había observado con exultación lo que había pasado en Francia, y lo que se le había escapado en un debate previo sobre la lección dada por el ejército francés, que podría llevar a los ingleses a mirar a los ejércitos con menos animadversión que antes) no debía considerarse como un síntoma de que su muy honorable amigo quisiese favorecer alguna intriga que introdujese alguna peligrosa innovación en cualquier parte de la constitución.

Era sabido que había hombres en este reino que apoyaban las selváticas teorías de aquellos tiempos y que, extraviados por especulaciones visionarias, estaban preparados para profanar lo que debía ser considerado sagrado y que -él confiaba en Dios- siempre permanecería así: la constitución del país. Estaba seguro de que su muy honorable amigo, sin específicos motivos, no se dejaría inducir a prestar su ayuda a tales propósitos. Por más penoso que le hubiese sido y que le fuese en un futuro disentir de las opiniones de su muy honorable amigo en cualquier punto, él se opondría, aunque fueran los amigos más queridos del mundo los que actuaran en contra de lo que él juzgaba como el primer principio, el más indispensable, digno de recuerdo continuo para cualquier miembro del Parlamento: una adhesión religiosa a la constitución. Él confiaba en que, en aquella ocasión, la Cámara sería lo bastante justa y bienintencionada como para no malinterpretar aquella declaración suya y sospechar que había cambiado o abandonado los principios con que había tenido el honor de actuar siempre.

Estaba convencido de que el sentido común, la virtud y la prudencia de su muy honorable amigo le impedirían degradar tanto la dignidad de su temperamento. Lo resguardaban de ello la moderación que había adornado siempre ese temperamento suyo. Confesó que no sabía bien cómo podía, sin ser tachado de adulador, decir todo lo que pensaba de su muy honorable amigo en su presencia. Pero, puesto que no había otro hombre más bendecido de humanidad y su buena disposición, que lo convertía en el último hombre capaz de cometer abusos de poder y el primero en combatirlos, lo distinguía como el más apropiado para detentarlo, por ello era él el hombre en quien Burke, a su anciana edad, depositaba, como un legado, su esperanza de que un día acabara gobernando aquel país.

Tras una serie de expresiones afectuosas hacia el señor Fox, el señor Burke manifestó, en conclusión, que había hablado con audacia. Pero ¿qué le había hecho hablar así? Debía dar la misma respuesta que se dice que Solón dio a un príncipe o político que le cuestionaba: “se había vuelto atrevido con la edad”. No molestaría más rato a la Cámara y reconocía que le importaba muchísimo dejar tras de sí la misma constitución, las mismas máximas, las mismas leyes y los mismos derechos que él había admirado durante tanto tiempo. Si es que debían ser modificadas o su aplicación debilitada o cambiada la sustancia de la constitución, consideraba que era mejor que el tiempo que pudiera desear permanecer entre ellos llegara casi de inmediato a su fin. Y, sin embargo, no podía creer que hubiera razones para temer que pudieran darse esos cambios deletéreos y esas dañinas circunstancias, pero él se consideraba a sí mismo irresistiblemente obligado a manifestar sus sentimientos, para que sus compatriotas y conciudadanos supieran que iba a rechazar la menor veleidad al respecto con vehemente e inextinguible aborrecimiento.

 

[Fox agradeció los elogios y dedicó otros tantos a Burke. Recordó que el día anterior había manifestado que tenía hacia los ejércitos permanentes menos recelo constitucional tras ver que en Francia sus integrantes habían mostrado cómo al convertirse en soldados no habían dejado de ser ciudadanos y que no iban a ser el instrumento de un déspota. Pero ello no quería decir que estuviera a favor de la democracia. Estaba en contra de cualquier forma pura de gobierno: monarquía absoluta, aristocracia absoluta o democracia absoluta. Defendía un gobierno mixto, como el inglés. No quería que se le malinterpretara en su defensa de la libertad, si aplaudía la acción de los soldados franceses. Consideraba la constitución inglesa como perfecta, sin necesidad de innovación, que él no favorecería a través de camarillas o cualquier otro medio. Que las crueldades de la revolución francesa no eran de recibo, pero había que ser comprensivo con un pueblo oprimido por el despotismo. Su opinión, sin embargo, sobre la revolución inglesa era distinta de la de Burke, porque ciertamente le parecía semejante a la francesa. Solo que en Francia el despotismo había llegado más lejos.]

 

[Segunda intervención de Burke]

El señor Burke respondió que él podía asegurar a su muy honorable amigo, sin la menor zalamería o exageración, que la amputación de un miembro le dolería menos que disentir de su opinión, en público y ásperamente. No se le pasaba por la cabeza que su muy honorable amigo pudiera participar en algún peligroso complot contra la constitución. Estaba seguro de lo contrario. Sus comentarios pretendían advertir a quienes no poseían el brillante talento y la esclarecida perspicacia de su muy honorable amigo, cuya moderación era uno de los rasgos distintivos de su personalidad política, y prevenirlos contra sentimientos que él consideraba perjudiciales al buen gobierno. Estaba muy contento, de todos modos, por haber manifestado, en su intervención anterior, su opinión de forma tan clara que había conseguido arrancar de su muy honorable amigo una explicación tan satisfactoria para él como para aquella Cámara o para cualquiera que la hubiera oído, y de ello estaba convencido.

En cuanto a innovaciones, él no era para nada enemigo de reformas. De hecho, deberían tacharlo de loco si, después de haber sido un conocido reformista en varios ámbitos, ahora se mostrara enemigo de toda reforma. Todo cuanto a él le importaba proteger y preservar eran los fundamentos de la misma constitución, que deberían ser siempre sagrados. En general, había desaprobado la existencia de clubes y asociaciones e iba a resistir, con todas sus fuerzas y cualidades, cualquier intento de destruir o debilitar los esenciales principios de nuestra incomparable forma de Gobierno, en cuya defensa, si ello fuera necesario, emplearía hasta su última gota de sangre.

Habiendo echado mano de nuevo del ejemplo de las formas francesas, en tiempos de paz, y habiendo sostenido que, como fuera el caso durante el reinado de Luis XIV, Francia se había mostrado a menudo más peligrosa para este país entonces que en período de guerra, el Señor Burke, en conclusión, hizo otra vez el ardiente panegírico del Señor Fox. Asimismo repitió y reafirmó la doctrina que había mantenido en relación con el asunto de la Revolución.

 

[Sheridan declaró que estaba en completo desacuerdo con Burke respecto de la Revolución francesa, puesto que le parecía tan justa como lo había sido la inglesa. Defendió a la Asamblea Nacional y manifestó que no entendía qué quería decir Burke cuando la acusaba de haber subvertido leyes, justicia y rentas públicas, cuando estas eran, respectivamente, arbitrariedades despóticas, parcialidades de jueces venales y bancarrota nacional. La Asamblea se había encontrado con males ya inveterados, que solo una enmienda de raíz podía remediar, como deseaba toda Francia, unida como un solo hombre. Sheridan aborrecía también los desmanes sangrientos revolucionarios, pero era el envilecimiento del régimen despótico lo que había hecho capaces a los franceses de tales actos. Podía haber sin duda instigadores de crueldades, pero no podía hacerse responsable de ellas a la Asamblea Nacional, cuyo propósito había sido mantener el orden, sin que pudiera atribuirse a sus acciones el apelativo de “Democracia sangrienta, feroz y tiránica”. Sheridan no aceptaba la afirmación de Burke: que Francia había recibido una buena constitución de su Monarca. Y preguntaba sardónicamente si les esperaba en el campamento del mariscal Broglio[57] o en la Bastilla. Él nunca abonaría la recuperación del despotismo, porque ello iba contra los derechos de la humanidad y, además, contra los intereses de la propia Inglaterra, que iba a gozar de mayor paz si en el país vecino se instalaba un gobierno justo. No deseaba, de todos modos, el escarnio de la nobleza francesa ni del rey, y alababa vehementemente a La Fayette y Baily, entre otros. Volvía sobre la Revolución inglesa de 1688, en la que no veía solo, como hacía Burke, el reemplazo de un monarca por otro, sino el fruto de una era que dio efectiva libertad al país, basada en los derechos del hombre.]

 

[Tercera intervención de Burke]

El Señor Burke respondió que lamentaba de veras tener que declarar públicamente que a partir de aquel momento su honorable amigo y él se disociaban en términos políticos. Sin embargo, en el mismo momento de la separación, esperaba que su honorable amigo, porque así lo había llamado por costumbre, le hubiera tratado con cierto grado de amabilidad o que, si no debía escucharle con cierta parcialidad, le hubiera hecho la justicia, por lo menos, de reproducir sus ideas tal como eran, en virtud de antiguos lazos de amistad. Pero, por el contrario, había malinterpretado sus observaciones tan cruel como inesperadamente. El honorable caballero había considerado apropiado achacarle el ser el abogado del despotismo, aunque, al principio de su intervención anterior, había reprobado expresamente toda medida que llevara aparejada la menor apariencia de despotismo. Todos cuantos le conocían debían reconocer, si no querían cometer la más inmerecida infracción de la justicia natural, que él era el enemigo profeso del despotismo, de cualquier tipo que fuera, ya en la forma de la espléndida tiranía de Luis XIV, como había afirmado antes, o en la de la ultrajante democracia del actual Gobierno de Francia, que anivelaba toda distinción social. El honorable caballero también le había acusado de haber difamado a la Asamblea Nacional y de haberla estigmatizado como fuente de una Democracia sangrienta, cruel y feroz.

Él preguntaba a la Cámara si había proferido una sola sílaba referida a la Asamblea Nacional que pudiera fundamentar la fórmula que el honorable caballero atribuía a sus palabras. Él se sentía autorizado para rechazar positivamente tal imputación, puesto que -así lo esperaba- toda la trayectoria de su vida había probado, al menos, que era un fiel y tenaz defensor de la libertad. Estaba además preocupado porque veía que había personas en el país que concebían teorías de gobierno no completamente consistentes con la seguridad del Estado y que quizá estaban listos para transferir a este reino, con el propósito de realizar sus propios planes, por lo menos una parte de aquella anarquía que campaba en Francia.

No obstante, si el honorable caballero lo consideraba culpable, ¿por qué no le atacaba como enemigo del país? Parecería suficiente responder al cargo de calumniar a la Asamblea Nacional: “¿qué tiene que ver ella con nosotros?”. Pero él declaraba que no difamaba a la Asamblea Nacional, a la que concedía un papel irrelevante en aquel debate, porque para él la sustancia del poder residía en la República de París, cuya autoridad prevalecía como modelo para todas las Repúblicas de Francia. La República de París tenía un ejército a sus órdenes y no a las órdenes de la Asamblea Nacional.

El honorable caballero había preguntado que de dónde debían esperar los franceses una constitución mejor, si acaso del mariscal Broglio, cuando comandaba su ejército, o quizá debían buscarla en las mazmorras de la Bastilla. ¿Era aquella una manera justa y noble de tocar este asunto o era lo que debía esperarse en el momento de terminarse la amistad? ¿No era más bien evidente que el honorable caballero había sacrificado su amistad en aras de alcanzar alguna fugaz popularidad? Si de todos modos era así, él se veía en la obligación de contestarle, por más que siguiera después admirando el talento del honorable caballero, que su argumento era básicamente ad invidiam[58], y que todo el aplauso que esperaba conseguir de los clubes apenas valía la pena del sacrificio que había decidido hacer a cambio de logro tan insignificante.

 

[El Coronel Phipps aclaró que en un debate anterior había querido resaltar la diferencia entre el comportamiento del ejército inglés en los disturbios de 1780 y el del francés específicamente en relación con aquellos soldados franceses que asaltaron Versalles para presionar a la Asamblea Nacional, entonces deliberante. Sostenía este punto de vista porque en Francia no se tenía propósito de defender la libertad ni los derechos civiles, mientras que en Inglaterra los soldados habían crecido aprendiendo ambos conceptos. Apoyaba a Burke en su defensa de la constitución y en sus temores al respecto. No se podía comparar las revoluciones inglesa y francesa porque la primera dio resultados felices, la segunda producía anarquía y confusión.

Pitt alabó a Burke su defensa de la constitución y manifestó estar de acuerdo con él en los principios, pero no deseaba entrar en detalles sobre lo que había sucedido en Francia, como impropios de aquella Cámara.

Sir George Howard aseguraba a Burke que un ejército permanente en las islas de las Indias Occidentales estaba perfectamente fundamentado. Deseaba que los asuntos de Francia condujeran a una mejor constitución, pero no veía adecuado discutirlo en aquella Cámara, si bien estaba de acuerdo con Burke en rechazar innovaciones en el sistema inglés.

El vizconde Fielding sostuvo sus opiniones del pasado viernes respecto de los soldados ingleses en el año 1688 y repitió que los soldados franceses habían actuado inspirados por los más honorables principios, como militares y como ciudadanos.

Tras la intervención de Courtenay, irrelevante para este asunto, la Cámara aceptó los presupuestos militares y se levantó la sesión.]

 

3.1.2.      El discurso sobre los presupuestos del ejército. 1790[59].

[Introducción]

El discurso del señor Burke sobre el informe de los presupuestos del ejército no ha sido recogido correctamente en algunas publicaciones. Es importante para él que no se le malentienda. El asunto que salió a colación incidentalmente durante el debate es muy relevante. Se considera que reseñar los principales puntos y la sustancia del discurso bastará a satisfacer el propósito. Si en el resumen, por defecto de la memoria de la persona que lo aporta, se detectara alguna diferencia respecto del discurso tal como se dio, no será en nada –piensa el editor- que pueda suponer la retractación de las opiniones que mantuvo entonces, o en ninguna clase de dulcificación en las expresiones con que fueron manifestadas.

El señor Burke habló durante un tiempo considerable para rebatir los argumentos en  los que habían insistido el señor Grenville y el señor Pitt a favor de mantener crecientes efectivos militares en tiempos de paz y contra una desconfianza importuna hacia los ministros, en quienes había que poner una confianza completa, sujeta a su responsabilidad, en atención a su conocimiento del estado real de los asuntos; sucedía a menudo que no podían revelar la precisa situación de los mismos sin violar el secreto constitucional y político, necesario para el bienestar de su país.

 

[Desconfianza respecto del incremento del gasto militar]

El señor Burke dijo en sustancia: que, dependiendo de las circunstancias, la confianza podía convertirse en un vicio y la desconfianza en una virtud. Que la confianza era la más peligrosa de las virtudes públicas y la desconfianza, en la casa de los Comunes, el más tolerable de los vicios públicos; especialmente cuando se trataba del coste de ejércitos permanentes en tiempos de paz.

Que en el decreto anual sobre motines se consideró que el propósito del ejército anual era mantener el equilibrio de poderes en Europa. Que fuera mayor o menor dependía, por lo tanto, del verdadero estado de dicho equilibrio. Si el incremento de efectivos militares en tiempos de paz que se le pedía al Parlamento iba de acuerdo con el aspecto manifiesto de ese equilibrio, la confianza en los ministros, examinada en detalle, sería muy apropiada. Si el incremento no se basaba para nada en dicho aspecto, él creía que la desconfianza podía tener, y debía tener, mucho que ver en este asunto.

 

[Posibles amenazas]

Que a él no le parecía, pasando revista a toda Europa, que corriéramos el menor peligro político de parte de ninguno de los estados o reinos que la componían, ni que ningún otro poder extranjero, más allá de nuestros aliados, estuviera en condiciones de desequilibrar la balanza.

 

[Situación de Francia]

Que, en cuanto al equilibrio de poderes, Francia había sido hasta entonces nuestra mayor preocupación. La presencia o la ausencia de Francia variaban completamente todas nuestras especulaciones en relación con aquel equilibrio.

Que a Francia, en este momento, en términos políticos, había que considerarla borrada del sistema europeo. No era fácil determinar si podría aparecer otra vez en él como una potencia preponderante. Pero por el momento consideraba a Francia como políticamente inexistente y muy probablemente le costaría mucho tiempo retomar su activa existencia previa: Gallos quoque in bellis floruisse audivimus [60] podría ser seguramente el modo de hablar de la siguiente generación. No iba a negar que era nuestro deber tener un ojo puesto en aquella nación y estar preparados según se percibieran síntomas de su recuperación.

Que debíamos preocuparnos de su fuerza, no de su forma de gobierno; porque las repúblicas estaban tan sujetas como las monarquías a la ambición, la envidia y la ira, causas habituales de la guerra.

Pero si, mientras siguiera en tal síncope, tuviéramos que ir incrementando nuestros gastos, nos iríamos convirtiendo nosotros mismos en un contrincante mucho menos capaz contra ella cuando llegara la ocasión de armarse.

Se decía que tan rápido como cayó podía volverse a levantar. Él lo dudaba. Porque la caída desde una altura se da con velocidad acelerada pero es difícil alzar un peso otra vez a la misma altura, y opuesto a las leyes de la gravedad física y política.

En efecto, Francia, en términos políticos, estaba en mal estado. Había perdido todo, incluso el nombre.

Jacet ingens littore truncus,

Avolsumque humeris caput, et sine nomine corpus[61].

Estaba estupefacto, estaba alarmado y temblaba ante la incertidumbre de toda grandeza humana.

Desde el descanso estival de la Cámara habían pasado muchas cosas en Francia. Los franceses se habían revelado como los más hábiles arquitectos de ruinas que haya habido jamás en el mundo. En tan poco tiempo habían echado abajo por completo su monarquía, su iglesia, su nobleza, sus leyes, sus rentas públicas, su ejército, su armada, su comercio, sus artes y sus manufacturas. Habían hecho el trabajo por nosotros, sus rivales, de un modo como jamás lo hubieran conseguido veinte Ramillis o Blenheims[62]. En caso de haberlos conquistado completamente y de que Francia yaciera postrada a nuestros pies, nos avergonzaríamos de enviar a los franceses una embajada de paz que pudiera imponerles una ley tan dura y tan destructiva a la postre hacia su nación como la que ellos mismos se han impuesto.

 

[Francia como ejemplo]

Francia, por el mero hecho de ser un país vecino, había sido y en cierto modo siempre debía ser objeto de nuestra vigilancia, ya fuera por su poder actual o por su influencia y ejemplo. Ya había hablado de lo primero. En cuanto a lo segundo (su ejemplo), debía decir unas pocas palabras: porque, a causa de su ejemplo, nuestra amistad y correspondencia con aquella nación ya había sido, y podría volver a ser, más peligrosa para nosotros que la peor hostilidad.

 

[El ejemplo del absolutismo]

En el siglo pasado, Luis XIV había erigido la fuerza militar más grande y mejor disciplinada que se había visto hasta la fecha en Europa, y con él había afianzado un despotismo perfecto. Aunque tal despotismo estuviera ufanamente adornado de maneras, galantería, esplendor, magnificencia y hasta ataviado con los imponentes atuendos de la ciencia, la literatura, las artes, no era, en cuanto al gobierno, nada más que una pintada y dorada tiranía: en religión, una intolerancia dura, severa, la mejor compañera y asistente de la despótica tiranía que prevalecía en su gobierno. El mismo tipo de despotismo se infiltraba en todas las cortes de Europa, el mismo espíritu de magnificencia desproporcionada, el mismo amor por los ejércitos permanentes, más allá de los recursos del pueblo. En concreto, nuestros gobernantes de entonces, el rey Carlos y el rey Jaime[63], se enamoraron del gobierno de su vecino, tan halagüeño al orgullo real. La concomitancia en los sentimientos trajo contactos igual de peligrosos para los intereses y libertades de su país. Hubiera sido conveniente que la infección no pasara del trono. La admiración por un gobierno floreciente y triunfante, libre de cualquier control sobre sus acciones, y que parecía por ello alcanzar sus objetivos de forma más rápida y efectiva, caló en cierto modo en todos los rangos de la sociedad. Los buenos patriotas de aquellos días, sin embargo, pugnaron contra ello. No buscaron otra cosa con mayor ansia que cortar toda comunicación con Francia y lograr un total alejamiento de su ejemplo. Y se consiguió en cierto modo gracias a la corriente animosidad entre los que favorecen su sistema religioso y los que defienden el nuestro.

 

[El ejemplo de la falsa libertad]

A día de hoy el mal ha cambiado completamente en Francia: pero allí hay un mal. Ha variado la enfermedad. Pero ambos países son y serán vecinos y los innatos hábitos mentales de la humanidad son tales que la actual destemplanza de Francia resulta ser mucho más contagiosa que la antigua. Y es que no es fácil propagar entre la gente la pasión por la servidumbre, pero todos los males del tipo opuesto halagan nuestra natural inclinación. En aquel caso, en el del despotismo, está el foedum crimen seruitutis. En este último, la falsa species libertatis y por ende, como dice el historiador, pronis auribus accipitur[64].

En los últimos tiempos, corríamos el peligro de quedar atrapados, a causa del ejemplo de Francia, en las redes de un implacable despotismo. No hace falta decir nada de aquel ejemplo. Ya no existe. El peligro actual que se corre a partir del ejemplo de un pueblo cuyo carácter no conoce término medio es, en cuanto al gobierno, el peligro de la anarquía; el peligro de ser arrastrados, a causa de la admiración por el fraude y la violencia triunfantes, en pos de la imitación del exceso de una democracia irracional, sin principios, proscriptora, confiscadora, saqueadora, feroz, sangrienta y tiránica. En cuanto a la religión, el peligro que proviene de su ejemplo ya no es la intolerancia, sino el ateísmo; un vicio necio, innatural, enemigo de toda dignidad y consolación para la humanidad; que parece que en Francia, durante mucho tiempo, se ha encarnado en una facción, acreditada y casi confesa.

Estos son los peligros que nos llegan ahora de Francia. Pero, a su juicio, lo peor de su ejemplo estriba en que el ejército haya adoptado recientemente la ciudadanía, y el conjunto de la ordenación, o más bien desordenación, de sus tropas.

 

[Disensiones con Fox]

Sentía que a su muy honorable amigo (el señor Fox) se le hubiera podido escapar una palabra de satisfacción sobre esa circunstancia o que dejase ver que, a causa de ello, estaba menos en contra de ejércitos permanentes. Él atribuía enteramente esta opinión del señor Fox a su reconocido celo por la mejor de todas las causas, la Libertad. Que solo con inefable dolor podía mostrar el menor atisbo de que disentía de su amigo, cuya autoridad él siempre tendría en mucho al igual que cualquier persona bien pensante –quae maxima semper censetur nobis et erit quae maxima semper[65]. Tenía tanta confianza en el señor Fox que podía darse por descontada. Que no se avergonzaba de confesar tal grado de docilidad. Que la elección, cuando está bien hecha, fortalece nuestro intelecto en vez de oprimirlo. Que aquel que tiene que solicitar el auxilio de un entendimiento igual dobla el propio. El que se beneficia de un entendimiento superior alza sus potencias hasta el nivel del entendimiento superior al que se une. Él había encontrado el beneficio de tal unión y no se apartaría de él a la ligera. Prácticamente deseaba que se entendiera, en todo momento, que sus sentimientos iban de acuerdo con las palabras del señor Fox. Y deseaba que aquel honorable caballero tuviera una participación señalada en el poder, lo cual consideraba como uno de los mayores beneficios para al país. Porque sabía que el señor Fox había combinado con su grande y magistral entendimiento aquella moderación natural, en su máximo grado, la cual es el mejor correctivo del poder. Sabía además que era de la disposición más sencilla, inocente, franca y benevolente, desinteresado en extremo, de un temperamento agradable y apacible incluso en exceso, sin una gota de bilis en toda su naturaleza.

A partir del hecho de que él se atreviera a señalar una o dos expresiones de su mejor amigo, la Cámara debía darse cuenta de cuánta era su inquietud por mantener alejada la destemplanza de Francia de la menor serenidad de Inglaterra, donde estaba seguro de que algunas personas débiles se habían mostrado muy dispuestas a recomendar que se imitara el espíritu de reforma francés. Él se oponía enérgicamente a la menor tendencia a introducir una democracia como la francesa, tanto en relación con los medios como en relación con el fin mismo. Tanto le afligiría que tal cosa pudiera intentarse o que cualquiera de sus amigos pudiera incurrir en tales medidas (aunque él estaba lejos, muy lejos, de creer que pudieran) que abandonaría a sus mejores amigos y se uniría a sus peores enemigos para oponerse tanto a los medios como al fin y para resistir a todo ejercicio violento del espíritu de innovación, tan alejado de todos los principios de la verdad y la sana reforma, un espíritu bien pensado para subvertir estados, pero del todo incapaz de enmendarlos.

Que no era él enemigo de reformas. Prácticamente todos los asuntos de los que se había ocupado, desde el primer día en que se sentó en aquella Cámara hasta la hora presente, tenían que ver con reformas. Y cuando no se había empleado en corregir abusos se había empleado en evitarlos. Huellas de ese carácter suyo podían encontrarse en las actas de Estatutos. A su juicio, todo aquello que hiciera pedazos innecesariamente la estructura del estado no solo estorbaba cualquier reforma verdadera sino que introducía males que reclamarían, pero quizás en vano, nueva reforma.

 

[El modelo revolucionario francés: la Asamblea Constituyente]

Que él consideraba a Francia muy insensata. Se enorgullecían de lo que en el fondo era una desgracia para ellos. Se habían vanagloriado (y había gente en Inglaterra que había creído apropiado compartir esa gloria) de haber hecho una revolución, como si las revoluciones fueran buenas por sí mismas. A los amantes de revoluciones les parecen poca cosa todos los horrores y todos los crímenes, producidos por la anarquía, que conducen a su revolución, la asisten según avanza y pueden, virtualmente, acompañarla mientras se establece. Ha sido destruyendo su país como los franceses se han abierto camino hasta una constitución mala cuando ya estaban del todo en posesión de una buena. Estaban en posesión de ella el día que los Estados se reunieron en órdenes separados[66]. Tenían que haberse preocupado de asegurar la estabilidad e independencia de los Estados, respetando aquellos órdenes, bajo el monarca en el trono, en caso de que hubieran sido virtuosos o inteligentes, o les hubieran dejado seguir su propio juicio. A partir de ahí, el deber de estos Estados era enderezar agravios.

En vez de enderezar agravios, y mejorar el mecanismo del estado, a lo que eran llamados por el monarca y enviados por su país, se vieron obligados a tomar un rumbo muy distinto. Primero destruyeron todos los equilibrios y contrapesos que servían para fijar el estado y darle una dirección estable, los cuales proporcionaban serios correctivos contra cualquier espíritu violento que pudiera prevalecer en cualquiera de los órdenes. Estos equilibrios ya existían en la más antigua de sus constituciones, y en la constitución de este país y en la constitución de todos los países de Europa. Los barrieron de un plumazo y lo fundieron todo en una masa incongruente y mal trabada.

Una vez hecho esto, inmediatamente, y con la más atroz perfidia y rompiendo toda fe entre los hombres, dieron un hachazo a la raíz de toda propiedad, y en consecuencia de toda prosperidad nacional, mediante los principios que establecieron y el ejemplo que dieron de confiscar todas las posesiones de la iglesia. Compilaron y publicaron una especie de regla y compendio de anarquía, llamado los Derechos del Hombre, con un abuso tan pedantesco de principios elementales que hubiera avergonzado a los niños en la escuela. Pero esta declaración de derechos ha tenido para ellos efectos peores que la mera frivolidad y pedantería, ya que por su propia autoridad y nombre destruyeron sistemáticamente todo asidero de autoridad civil o religiosa en las mentes del pueblo. Mediante esta declaración disparatada, subvirtieron el estado y condujeron a calamidades tales que ningún otro país ha llegado a sufrir antes, si no era a causa de una larga guerra. Y esa declaración, al final, podría producir una guerra semejante y, acaso, muchas más.

Para ellos la cuestión no era entre despotismo o libertad. Sacrificaron la paz y la potencia de su país, pero no en el altar de la Libertad. Sin hacer ninguna clase de sacrificio podían haber alcanzado la Libertad, y mayores garantías de libertad que las obtenidas. Se han metido ellos solos en todas las calamidades que sufren. Y no lo han hecho para conseguir una constitución como la británica. Al contrario, se han lanzado de cabeza en esas calamidades para evitar caer en nada que se le parezca.

Que si al final tenían completo éxito en lo que se proponían, como era muy probable que pasara, y establecían una democracia, o una turbamulta de democracias, en un país de las características de Francia, establecerían un gobierno pésimo, una pésima forma de tiranía.

 

[El ejército de ciudadanos]

Que el peor efecto de todo su proceder se daba sobre las tropas, que habían convertido en un ejército apropiado para cualquier cosa menos la defensa. Que, si se trataba de considerar, como principio abstracto, si los soldados debían olvidar que son ciudadanos, estarían de acuerdo; aunque, como suele pasar cuando hay que aplicar principios abstractos, había que pensar muy bien en el modo de unir el carácter del ciudadano con el del soldado. Pero, aplicando el concepto a los eventos ocurridos en Francia, donde los principios abstractos se imbrican con las circunstancias, creía que su amigo estaría de acuerdo con él en que lo que había pasado allí no proporcionaba motivo de exultación, ya fuera en calidad de hecho o como ejemplo. Aquellos soldados no eran ciudadanos, sino meros asalariados amotinados y sucios mercenarios desertores, completamente desprovistos de cualquier noble principio. Su comportamiento era uno de los frutos de aquel espíritu anárquico, desde cuyos males tendrían que recurrir a una democracia como a una especie de refugio justo los menos dispuestos a ello. Su ejército no era un cuerpo disciplinado y constituido por respetables patriotas, ciudadanos del estado, que resisten a una tiranía. Nada de eso. Se trataba de soldados comunes que desertaban abandonando a sus oficiales para unirse a un populacho furioso y licencioso. Se trataba de una deserción para abrazar una causa cuyo único propósito verdadero era anivelar todas aquellas instituciones e romper todos aquellos lazos, naturales y civiles, que regulan y cohesionan a la comunidad mediante una cadena de subordinaciones. Era soliviantar a soldados contra oficiales, a criados contra señores, a comerciantes contra clientes, a obreros contra patronos, a inquilinos contra arrendadores, a curas contra obispos y a hijos contra padres. Que esta causa suya no era enemiga de la servidumbre sino de la sociedad.

Deseaba que la Cámara considerara cuánto agradaría a sus miembros ver sus mansiones derruidas y saqueadas, sus propias personas maltratadas, insultadas y destruidas; tirados sus títulos de propiedad y quemados en su cara; y ellos mismos con sus familias empujados a buscar refugio en alguna otra nación de Europa, no por haber cometido alguna falta, sino solo por haber nacido caballeros, y hombres con propiedades, y ser sospechosos de querer preservar su reputación y su posición. La deserción en Francia fue para colaborar con una sedición abominable, cuyo principio, bien declarado, era una implacable hostilidad contra la nobleza y los señores propietarios, y cuyo salvaje grito de guerra era “contra la aristocracia[67], grito sin sentido, sanguinario, con el que se animaban unos a otros a saquear y asesinar, mientras que, alentados por hombres ambiciosos de otras clases, iban triturando todo lo respetable y virtuoso de su nación y deshonrando casi todo aquello por lo que antes sabíamos que existía en el mundo un país llamado Francia.

Él sabía demasiado bien, y lo comprendía tan bien como cualquier hombre, lo difícil que era conciliar un ejército permanente con una constitución libre, o con cualquier constitución. Un cuerpo armado y disciplinado, por sí mismo, es peligroso para la libertad. Pero indisciplinado es una desgracia para la sociedad. En este último caso, sus componentes no son ni buenos ciudadanos ni buenos soldados. ¿Qué se les ha ocurrido a los franceses frente a una dificultad como esta, casi por encima de las facultades humanas? Han sometido su ejército a una variedad tan grande de principios de deber que más podría engendrar litigantes, pleitistas y amotinadores que soldados[68]. Para contrarrestar el ejército real, han levantado otro, que acata otra autoridad, y que han llamado ejército municipal –un equilibrio de ejércitos, no de órdenes [69]. Han destruido a estos últimos del modo más insultante y opresor. Los estados pueden existir, y es la mejor manera, gozando cada uno de una parte de los poderes civiles. Los ejércitos no pueden existir bajo un comando dividido. Él pensaba que este orden de cosas era ya, de hecho, un estado de guerra en el país o, en el mejor caso, solo una tregua, pero no la paz.

¡Qué cosa más horrible es un ejército permanente cuando nadie se hace responsable de él en su conjunto ni de ninguna de sus partes! En la situación en que se encuentra ahora el ejército real francés, ¿tiene la corona responsabilidad sobre él como un todo? ¿Hay algún general que pueda hacerse responsable de la obediencia de una sola brigada? ¿O algún coronel de la de un regimiento? ¿O algún capitán de la de una compañía? Y en cuanto al ejército municipal, reforzado como está por los nuevos ciudadanos-desertores, ¿bajo qué órdenes está? ¿Es que no los hemos visto, no comandados por su mando oficial, sino arrastrándolo de una cuerda atada al cuello, cuando ellos mismos, o aquellos a los que ellos acompañaban, procedían a cometer los más atroces actos de traición y asesinato[70]? ¿Esto son ejércitos? ¿Estos son ciudadanos?

En una dificultad como la de conciliar un ejército permanente con un estado, él pensaba que nosotros habíamos respondido mucho mejor. No hemos confundido a nuestro ejército a base de principios de obediencia contradictorios. Lo hemos puesto bajo una única autoridad, con un simple (o común) juramento de fidelidad. E inspeccionamos anualmente el conjunto del mismo[71]. Eso es lo que se podía hacer de modo seguro.

 

[Diferencias con la Revolución inglesa]

Estaba un poco preocupado porque esta cosa rara, llamada en Francia Revolución, fuera comparada con el glorioso acontecimiento llamado comúnmente en Inglaterra Revolución, y que se comparara la conducta que tuvo la tropa en aquella ocasión con el comportamiento de algunas de las tropas francesas en el presente caso. En aquel período la flor y nata de la aristocracia inglesa invocó al Príncipe de Orange, un príncipe de sangre real en Inglaterra[72], para defender su antigua constitución, y no para anivelar toda distinción. Los líderes de la aristocracia que comandaban las tropas se pasaron con sus distintos regimientos, en órdenes, a este príncipe, al libertador de su país, al que habían llamado. Los líderes aristocráticos hicieron levas de cuerpos de ciudadanos que se enrolaron por primera vez en esta causa. La obediencia militar cambió de dirección, pero no se interrumpió la disciplina militar en el principio que la funda. Las tropas estaban preparadas para la guerra, pero no predispuestas a amotinarse.

Pero el comportamiento del conjunto de la nación inglesa fue tan diferente del caso francés como lo fue el de los ejércitos ingleses. A decir verdad, las circunstancias de nuestra Revolución (así la llamamos) y las de la francesa son justamente opuestas entre sí en prácticamente cada particular, y en todo el espíritu del procedimiento. En nuestro caso se trataba de un monarca que aspiraba a un poder arbitrario, en Francia se trata de un monarca arbitrario que empieza, sea por lo que sea, a legalizar su autoridad[73]. Había que resistir al primero, al segundo había que conducirlo y enderezarlo. Pero en ninguno de los dos casos había necesidad de cambiar la estructura del estado, a menos que no se quisiera echar a perder el gobierno, que de hecho solo tenía que ser corregido y regulado por leyes. En nuestro caso nos deshicimos del hombre y conservamos las partes constituyentes del estado. Allí se deshacen de las partes constituyentes del estado y se quedan con el hombre. Lo que nosotros hicimos en verdad y en sustancia, bajo una luz constitucional, fue prevenir una Revolución, no hacerla. Tomamos sólidas precauciones, resolvimos cuestiones dudosas, corregimos anomalías en nuestra legislación. No hicimos ninguna revolución en las partes estables, fundamentales de nuestra constitución, no la hicimos, ni tampoco ninguna clase de alteración. No dañamos a la monarquía. Quizá podría incluso decirse que la fortalecimos de modo muy notable. La nación conservó los mismos rangos, las mismas clases, los mismos privilegios, las mismas inmunidades, las mismas normas de propiedad, las mismas jerarquías, el mismo orden en la ley, en las rentas y en la magistratura, los mismos Lores, los mismos Comunes, las mismas corporaciones, los mismos electores.

No se perjudicó a la Iglesia. Su posición, su majestad, su esplendor, sus clases y dignidades siguieron como hasta entonces. Se la conservó en su plena eficiencia, y se la purificó solo de cierta intolerancia[74], que era su mayor debilidad y desgracia. La iglesia y el estado fueron los mismos antes y después de la Revolución, pero más reforzados en sus partes.

¿Se hizo poco si resulta que no se llevó a cabo una revolución en la constitución? ¡No! Se hizo todo lo que había que hacer, porque empezamos reparando, no destruyendo primero todo. En consecuencia el estado floreció. Gran Bretaña, en lugar de yacer como muerta, en una especie de trance, o expuesta como otras, en un acceso de epilepsia, a la compasión o a la irrisión del mundo a causa de sus movimientos salvajes, ridículos, convulsos, capaces solo de esparcir los propios sesos contra el pavimento, se levantó sobre la media incluso respecto de cómo había sido antes. Empezó entonces una era de mejorada prosperidad nacional, y aún continúa, no ya intacta, sino en crecimiento, a pesar de la devastadora mano del tiempo. Se alzaron todas las energías del país. Inglaterra no mantuvo nunca una mayor serenidad, ni un brazo más vigoroso, frente a todos sus enemigos y a todos sus oponentes. Bajo su poder Europa respiró y revivió. Donde quiera aparecía como protectora, afirmadora o vengadora de la libertad. Se hizo y se mantuvo una guerra contra la misma fortuna[75]. Se firmó poco después el tratado de Ryswick[76], que limitó por primera vez el poder de Francia: enseguida vino la gran alianza [77], que sacudió los cimientos del espantoso poder que amenazaba la independencia de la humanidad. Los estados de Europa descansaban felices bajo la sombra de una monarquía grande y libre, que sabía cómo ser grande sin poner en peligro la paz en su propia casa, o la paz interna o externa de cualquiera de sus vecinos.

 

[Epílogo]

El señor Burke dijo que se hubiera sentido muy mal si no hubiera expresado estos sentimientos. Se acercaba el fin de su carrera natural, probablemente aún más el fin de su carrera política; que estaba débil y cansado y necesitaba reposo. Que tenía pocas ganas de controversias, o lo que venía en llamarse una oposición minuciosa. Que en aquella época de su vida, si no podía conseguir algo mediante, por así decirlo, el peso de sus opiniones, ya fuera natural o adquirido, no servía para nada y resultaba indecoroso intentarlo por la simple disputa. Turpe senex miles[78]. Que por eso mismo se había preocupado poco del asunto del ejército, ni del de las rentas, ni de casi cualquier otro, en detalle, desde hacía algunos años. Que, de todas maneras, él cumplía con su deber[79]. Estaba lejos de criticar ese tipo de oposición. Al contrario, más bien la alababa mucho, cuando había fundado motivo para ella, y los caballeros tenían el vigor y la capacidad necesarios para llevarla a cabo. Cuando se daba una gran ocasión, él estaba y estaría, mientras continuara asistiendo al Parlamento, entre los más activos y diligentes, como esperaba haber mostrado la última vez [80]. En cuanto a la constitución, deseaba pocas alteraciones en ella. Se contentaba con no haberla dejado peor en cuanto le había correspondido servirla.

 

[Opinión de Fox][81]

El señor Fox se levantó entonces y declaró, en sustancia, que él, en relación con el ejército francés, no pasaba más allá del principio general, según el cual aquel ejército mostró que no iba a convertirse en instrumento de avasallamiento de sus propios conciudadanos, pero no entró en los particulares de su conducta. Declaró que no tenía afición por la democracia. Que él siempre consideró malo cualquier gobierno simple, sin contrapesos. Una monarquía simple, una aristocracia simple, una democracia simple, todos estos gobiernos los tenía por imperfectos y defectuosos. Todos eran malos por sí mismos: solo era buena la combinación entre ellos. Que esos habían sido siempre sus principios, en los cuales había estado de acuerdo con su amigo, el señor Burke, a quien dedicó un buen número de agradables halagos, que el señor Burke, estoy seguro, sabe bastante bien que no merece si no fuera por la reconocida bonhomía del señor Fox. El señor Fox pensaba, no obstante, que, a menudo, el señor Burke se dejaba llevar demasiado lejos por el odio que profesaba por la innovación.

 

[Segunda intervención de Burke]

El señor Burke dijo que sabía bien que el señor Fox había tenido esas invariables opiniones, que eran un buen fundamento en el que su país podía depositar su confianza. Pero había temido que camarillas con muy distintas intenciones pudieran estar preparadas para abusar de su gran nombre, contra su carácter y sentimientos, y aprovechar así su credibilidad para dar aliento a sus maquinaciones destructivas.

 

[Intervención de Sheridan]

Se levantó entonces el señor Sheridan y profirió un vivo y elocuente discurso contra el señor Burke, en el cual, entre otras cosas, dijo que el señor Burke había calumniado a la Asamblea Nacional francesa y había soltado reproches contra personajes de la talla del marqués de La Fayette y del señor Bailly[82].

 

[Tercera intervención de Burke]

El señor Burke dijo que no había calumniado a la Asamblea Nacional francesa, que consideraba que no importaba mucho en el asunto que se discutía. Que él pensaba que la sustancia de todo el poder residía en la república de París, cuya autoridad guiaba a todas las repúblicas de Francia, o cuyo ejemplo seguían estas[83]. La república de París tenía a un ejército bajo sus órdenes y no bajo las órdenes de la Asamblea Nacional.

N. B. No recuerdo que el señor Burke mencionara a ninguno de aquellos caballeros –al señor Bailly seguro que no. Aludió, sin duda, al caso del marqués de La Fayette [84], pero que llegara a calumniarlo es cosa que deben decirla quienes estuvieran al corriente del asunto.

 

[Epílogo]

El señor Pitt concluyó el debate con adecuada gravedad y dignidad, y con reserva para con las dos partes en relación con Francia, como corresponde a una persona en posición ministerial. Dijo que todo lo que había manifestado solo tocaba a Francia siempre que esta pudiera unir los beneficios de la ley y el orden, que él creía que podría conseguirlo pronto gracias a la libertad que había adquirido. También expresó una serie de pensamientos civiles en relación con los sentimientos del señor Burke en la medida en que concernían a este país.

 

3.2.Destutt de Tracy

 

3.2.1.      El señor De Tracy al señor Burke[85]

Como en la Asamblea Nacional francesa no se aceptan digresiones tan largas como las que se permiten en el Parlamento británico, no pude decir, en mi opinión dada el 3 de abril, más que algunas palabras sobre el discurso del señor Burke del día 9 del pasado febrero.

Me limité a adelantar que dicho discurso era una indecencia en la augusta Asamblea de los representantes de una nación libre, mostraba una notable ignorancia de las acciones y de los principios de la Asamblea Nacional francesa y que el honorable miembro que lo pronunciara no había podido sacar ideas tan falsas sino de fuentes bien impuras.

Esas son las verdades que ahora debo probar con mayor detalle; pero, ante todo, tengo que aclarar que solo conozco el discurso del señor Burke por los extractos que han publicado a toda prisa los malcontentos con Francia, que se apropian aun más apasionadamente de una autoridad respetable, tomada de un país extranjero, cuanto más desacreditadas están las que tienen en su patria.

Así pues, yo cito el extracto que conozco y no puedo, con razón, garantizar su fidelidad. Lo seguiré punto por punto y, para empezar, considero que el señor Burke no ha comprendido el genio de nuestra Revolución, porque cree que Inglaterra debe regular el número de sus tropas de acuerdo con nuestras fuerzas y no con nuestras intenciones. Nos considera tan peligrosos para su reposo ahora que vivimos bajo un gobierno justo, prudente, popular, fundado sobre la moral y el anhelo de felicidad entre los hombres, como cuando nos gobernaba el gabinete intrigante, inquieto y envidioso del ministro de un déspota, y expresa esta falsa idea mediante este adagio insustancial: las Repúblicas, exactamente igual que las Monarquías, están sujetas a la ambición, a la envidia, etc. Llamó la atención del honorable miembro sobre esta primera palabra. Me parece que el hábito adquirido de observar cómo son los gobiernos actuales le ha impedido conjeturar cómo pueden llegar a ser. Y no creo equivocarme si le aseguro que la nación francesa está ya demasiado empapada de los principios de una política sana como para que sus vecinos puedan temer que les provoque sin razón cuando haya llegado a su máxima prosperidad. Pero asimismo le respondo que nuestro patriotismo es demasiado poderoso como para que sea prudente provocarle, incluso en el estado de síncope en que nos imagina, y que al menor intento no haría falta una gran memoria para recordar que Gallos in bellis floruisse. ¿Es pues razonable que un hombre libre piense que un Pueblo, que se batía gloriosamente por los intereses de un Amo, no tendría valor si defiende una Patria que ama?

Pero sigamos. El elocuente orador habla de la rapidez de nuestra caída, como si fuera cosa de ayer, y aprovecha la ocasión para extasiarse a propósito de la inestabilidad de las cosas humanas. Sin duda se trata de un hermoso pensamiento que demuestra cierta filosofía, pero me hace pensar que el señor Burke identifica la época de nuestra caída justo con la de nuestra restauración, puesto que esta última se da ahora, mientras que nuestra caída es anterior y ha sido gradual, lo cual seguramente no ha podido escapársele a tan gran político. En efecto, sin remontarnos al siglo XIV, cuando por ignorancia perdimos las Asambleas de la nación y el germen que teníamos de una verdadera Constitución, fueron el orgullo y la misma gloria de Luis XIV los que echaron los fundamentos de nuestra ruina, los que nos hicieron confundir la gloria con la magnificencia, los que nos han alejado de la verdad, única fuente del bien. Los reveses que padeció ese Rey, consecuencia necesaria de sus mismos éxitos, propiciaron los desarreglos de la Regencia [86], parte de cuyas heridas curó el largo despotismo de Luis XIV, aunque abriendo otras y llevándonos a sufrir todas las desgracias que provocaban la incapacidad y la depravación de sus ministros y validos. Solo empezamos a remediar todos estos males cuando ya colmaban el vaso. Pero ya se ve que eran bastante antiguos como para que pueda nadie considerarlos un súbito acontecimiento, y la complacencia con que el Orador evoca los tiempos de Ramillies y de Hocstet me muestra que los echa de menos, porque tal complacencia no cuadra del todo con el pomposo elogio que hace del ejército de Luis XIV, que por otra parte lo merecía, a pesar de los famosos desastres que causaron los vicios de la Corte. Y cuando considero cuán formidable era ese ejército de un déspota francés y recuerdo al mismo tiempo que las propias tropas romanas se habían vuelto despreciables bajo los Emperadores, me atrevo a pensar que los soldados franceses, bajo el reino de la Ley y de la Libertad, se harán acreedores de alguna estima de parte de sus detractores. Para no dejarme nada, debería apuntar este verso latino:

Haec tunc nomina erant, nunc sunt sine nomine terrae[87].

Es pues gracias a semejante ironía como un político profundo debía señalar el sorprendente patriotismo por el que todas las Provincias del Imperio francés se han apresurado a renunciar a todo Privilegio, convencidas de que no lo hay igual a la Libertad y de que ninguna distinción particular vale más que la unión general.

Ciertamente, hay que dar demasiada importancia a las palabras, y demasiada poca a las cosas, para lamentar que se hayan perdido algunos viejos nombres por culpa de tanta abnegación por el bien de la Patria. Y, si esta misma operación despierta la sátira, me temo que se trate de una decisión ya tomada esa de criticar todo lo que hacemos.

Pero me apresuro a llegar al punto del discurso en el que el señor Burke nos suelta el mayor número de injurias: puede sospecharse que es ahí donde se muestra más falto de razones.

Primero determina que el acontecimiento conocido comúnmente como la Revolución de Inglaterra de 1688 es a fin de cuentas una restauración. Puede ser correcto porque no se trataba, según creo, más que de volver a dar vigencia a la Constitución que ya existía y que un rey imprudente quería destruir. Pero, aceptando que sea verdad que a Inglaterra le bastaba con una restauración, ¿hay que creer por fuerza que Francia no necesitaba una revolución completa? Él se complace en pensar que la hemos hecho por capricho y le gusta describirnos, felicitándonos por nuestra revolución, como niños que se jactan de haber roto un vaso valioso.

Pero yo le pregunto al honorable miembro qué nos aconseja, por nuestro bien, conservar del antiguo orden de cosas, él que hace un momento nos ha pintado gimientes en las ataduras de un furioso despotismo y bajo los tormentos de la intolerancia sombría y huraña, digna compañera y fiel asistente de la tiranía. Son sus propias palabras (pág. 6 y 7): son de una exactitud y de una energía perfectas. Yo solo añadiré esta reflexión: y es que, para ser consecuente con ellas, no debería habernos reprochado llevar a cabo una revolución completa, sino que debería habernos alabado el coraje que tuvimos de acometerla, y ¡quizá hubiera sido generoso y justo al lamentar los males que nos cuesta!, pero son males que ya hemos previsto, los hemos mirado de hito en hito con firmeza y a los cuales nos hemos consagrado por un noble amor a la libertad y a la humanidad.

Este excelente equilibrio de fuerzas de órdenes separados, que nos alaba el señor Burke, no existe en Inglaterra, porque la Cámara de los Pares no guarda ningún parecido con lo que eran aquí las clases privilegiadas, pero dicho equilibrio existía desde hacía mucho en Francia y es él el que nos había llevado al gobierno que el señor Burke acaba de describir. Solo por ello estoy convencido que de él no podía venir también el remedio. No pudiendo entrar a desarrollar esta gran cuestión, invito al señor Burke a leer las obras que tratan de ella y que seguramente no ha visto. Le invitaré incluso a leer solamente la narración de lo que sucedía en nuestros precedentes Estados Generales.

Pero nuestro mayor error, según nuestro vehemente detractor, ha sido no limitar nuestros esfuerzos a darnos una Constitución exactamente igual a la inglesa. Respeto en cualquier ciudadano un amor tan ferviente por la Constitución de su país, pero me gustaría que un célebre político no la amara con una pasión tan ciega que le impidiera verle los defectos. De hecho el señor Burke no ha caído siempre en este error, porque solo un momento antes reconoce haberse ocupado casi constantemente de su reforma. Por qué entonces criticar que nosotros no tuviéramos en cuenta, para nuestra creación, lo que él quiere destruir.

Es cierto que en la constitución inglesa hay cosas admirables, admiradas por todos y que nosotros adoptamos: la libertad de pensar, de hablar y de escribir; nos encargamos de naturalizarla en Francia e incluso de reglamentar sus efectos mediante leyes aun mejores, si es posible. La libertad individual la hemos reconquistado y sin atentar para nada contra ella trataremos de conciliarla, mejor que nuestros vecinos, con la gran policía, la seguridad pública.

El valioso uso de los Jurados, señor Burke, nos dará doblemente la razón en cuanto a este asunto, porque en nuestro caso no es más que una restauración. Ya los teníamos, pero se sorprenderá al enterarse de que esta restauración es en la práctica más difícil que muchas creaciones, hasta tal punto el despotismo nos ha desnaturalizado y atrapado en sus mallas. Es una de sus expresiones.

No voy a hablar de la permanencia de un cuerpo legislativo, órgano de la voluntad de la nación. No creo que haya nadie que contradiga su necesidad.

Estas son las cosas que merecen realmente nuestros anhelos y nuestros esfuerzos, pero el señor Burke nos aconsejaría imitar:

-esas magistraturas hereditarias que conceden a la propiedad de un solo individuo el derecho de gobernar a la gente a su pesar.

-ese uso del rey de Inglaterra de nombrar a los jueces, es decir, de reemplazar con la elección de un ministro la confianza del pueblo, tan necesaria a un hombre público, y de la cual, solo por esa elección, debería ser privado.

-esa desigual repartición de los representantes de la nación inglesa, que facilita a tal punto la influencia ministerial, que esa corrupción pública y reconocida ha resultado ser una parte integrante de la Constitución, una especie de segunda Cámara dentro de la de los Comunes, tan adaptada a todos los resortes políticos que es uno de los más poderosos de entre esos contrapesos tan elogiados, y habría quizá menos peligro en quitar a los ingleses un buen número de buenas instituciones que en destruir ese vicio.

¿Nos aconsejaría adoptar la captura de marineros, obra maestra del despotismo en un pueblo que alardea de ser libre; esa falta de Asambleas administrativas en las Provincias, que, la verdad sea dicha, resulta una parte de la importancia individual de los miembros del cuerpo legislativo, pero, por esa misma razón, es una disminución considerable de la libertad de la nación, y causa necesariamente a veces la ignorancia y el olvido de sus intereses; esa enorme complicación de impuestos; todos esos reglamentos mercantiles y prohibitivos, que favorecen a algunos comerciantes ávidos a expensas de los agricultores, etc., etc., etc.?

No, no sirve de nada que se nos proponga imitar esos defectos de nuestros vecinos, quienes solo estarían a salvo de una parte de su funesto influjo gracias al excelente espíritu público que los anima. Pero ese espíritu nace entre nosotros de las admirables instituciones que nos damos. No vamos a envidiarles esas inmorales y fulgurantes fortunas que amasan sus administradores en Bengala, y que aguzan la avaricia de todo un pueblo, ni ese espíritu dominante y envidioso que ha animado ya demasiado a su gobierno, y creemos seriamente que antes al contrario ellos nos envidiarán el amor por la igualdad, por la moderación y por la justicia que fundamenta ya al nuestro.

Y no se trata de crear una democracia, como dice el respetable hombre al que combato. ¿Acaso ignora que una democracia es el Gobierno en el que todos hacen las leyes y ellos mismos las ejecutan?

En Francia, en cambio, nos dotamos de Representantes para hacerlas y de un Monarca único, inamovible, hereditario, para ejecutarlas[88].

¿Es que hay semejanza?, le pregunto.

No, no es una democracia lo que estamos instaurando, y menos aún una liga de democracias confederadas, puesto que hemos refundido en un solo cuerpo todas las partes del Imperio francés, esfuerzo de virtud y de prudencia, que dará solidez y perfección a nuestra obra, a pesar de las críticas irreflexivas que acabo de rebatir. Digo irreflexivas, porque creo haber demostrado que se basan en dos errores: uno, que debíamos limitarnos a reformar, es decir, a consolidar y recolocar a un gobierno opresor y corruptor, cuyo genio era dividir a todas las clases de ciudadanos y todas las partes del Imperio, para enfrentarlas entre sí, y dominarlas a todas; el otro, que hemos hecho mal al atacar de raíz ese genio pernicioso para poner en su lugar, como fundamento, el amor por la igualdad y por la unión, valioso sentimiento que el mismo Montesquieu, ese ilustre apologista del gobierno bajo el que vivía, no duda en honrar con el nombre de verdadera virtud y que considera el principio del gobierno republicano.

Sí, apelo a ese gran Hombre, de algunas de cuyas palabras se ha abusado demasiado, y cuya sombra se indigna por no haber osado presentar sus ideas completas y al ver que esta reticencia autoriza a emplear su imponente autoridad para mantener principios que él desaprueba.

Si alguien le hubiera dicho: sus descendientes crearán un gobierno fundado sobre ese principio que usted honra llamándolo la verdadera virtud, no se dará la inquieta turbulencia de la democracia, porque será una asamblea de representantes electos la que haga las leyes, sí que se dará la actividad de la monarquía, porque sus leyes serán mantenidas, ejecutadas, defendidas por un solo hombre, por un rey poderoso; ese rey no podrá equivocarse en la elección de los agentes de su poder, porque la voz pública designará a todos por él; no habrá que temer ni el despotismo del mandatario, ni la aristocracia de los grandes, se amará a la patria por inclinación, se la servirá por honor, todos los intereses se aunarán para mantener el orden; ciertamente hubiera respondido: se han satisfecho todos mis deseos, he aquí adonde apuntaban mis esfuerzos, he aquí el gobierno inglés perfeccionado, he aquí el objetivo que yo indicaba, cuando elogiaba los sentimientos republicanos, cuando describía el horror del despotismo y cuando recomendaba los contrapesos y los poderes intermediarios de la monarquía limitada. No les queda ya a mis queridos franceses sino aprobar sabias leyes bajo la salvaguarda de las costumbres mediante la institución de una buena educación pública. Y estaría maravillosamente sorprendido al enterarse de que él mismo y un inglés respetable son las únicas autoridades dignas de atención que se citan para oponerse a tan noble designio.

Vuelvo al señor Burke. Después de haber rechazado sus disparos contra el genio de nuestras instituciones, le pregunto si realmente está satisfecho de lo que ha dicho sobre el ejército francés. Si ha vuelto a pensar en ello, me atrevo a creer que ya se ha arrepentido.

Establece, y con mucha razón, que está fuera del alcance del genio humano el problema de conciliar la existencia de un ejército aún subsistente con la de una constitución libre, y para ser justos debería haber añadido que la posición de Francia hace todavía más difícil ese problema para ella que para Inglaterra, obligándola a mantener a muchas más fuerzas. Coincidimos en esta dificultad con el señor Burke, y algunas obras, que ya se han publicado sobre este particular, demuestran que muchos franceses la han considerado en tanto que hombres de estado, y bajo todos sus aspectos, pero cuanto mayor es el obstáculo más, para ser sensatos, habrá que examinar detenidamente la forma de superarla, antes de juzgarla.

Para ser simplemente razonable, hubiera hecho falta esperar, para denigrar a nuestra constitución militar, que fuera hecha. Ahora bien, se sabe que el señor Burke la ha declarado detestable el 8 de febrero y que aún ni siquiera se ha esbozado en el instante en que escribo, el 26 de abril.

Le diré que se equivoca torpemente si confunde el estado pacífico y permanente que queremos establecer con la situación pasajera y verdaderamente hostil en la que hemos estado y en la que en cierto sentido nos encontramos aún.

Sí, señor, estábamos en un verdadero estado de guerra, cuando ministros opresores hacían desfilar tropas para intimidar a la capital y dispersar a los representantes de la nación. ¿Qué es lo que han hecho los buenos ciudadanos, es decir, casi todos los franceses? Han tomado las armas; de ahí vienen esas guardias nacionales que aún existen sin una verdadera constitución y casi sin más regla que el patriotismo que las anima. ¿Qué es lo que han hecho los soldados? Han abandonado las banderas que se portaba contra sus hermanos.

Creo que no hay un solo hombre, por muy austero que sea, que pueda denostar estas dos acciones. Que se han seguido ciertos desórdenes; que ha habido ciudadanos exaltados que se han reunido en armas en provincias alejadas, mucho después ya de que hubiera cesado el peligro, y han abusado del estado de fuerza que les otorgaba su unión, para dar órdenes inútiles o enojosas, para atribuirse poderes que no les corresponderían en un estado de cosas más tranquilo, y que incluso en el momento presente no deberían atribuirse. Eso es verdad. Que los soldados de algunos cuerpos, ofuscados por las circunstancias del momento, recelando de las intenciones de sus oficiales, a los que veían en general como seres privilegiados, y además descontentos con la situación, han roto la disciplina, y no han comprendido bien que, antes que jactarse de antemano de su patriotismo, debían posponer hasta el último extremo el voto necesario, aunque molesto, de que no obedecerían nunca órdenes opresoras. Eso también es cierto. Que la Asamblea Nacional no ha castigado los excesos de ese celo, ha temido entregar otra vez tan grandes fuerzas a manos de malintencionados al desagradar, mediante una severidad prematura, a sus propios partisanos y al exigir lo imposible, es decir, una mesura perfecta incluso en pleno entusiasmo. Que se ha limitado pues a contener ese fuego que no debía ni podía apagar; les ha exigido a todos el juramento de obedecer a la Nación, a la Ley y al Rey, y ha dirigido las voluntades hasta que ha tenido tiempo para trazar los deberes. Esto también es cierto.

Pero no veo ahí más que nobles motivaciones en el pueblo y una prudente conducta en sus representantes. En cualquier caso, lo que quizá podría sorprender a un político si se preocupara de reflexionar sobre ello, lo que podría admirar deliciosamente a un filósofo, amigo de la humanidad, si nos observara, es el hecho de que esos ciudadanos, que se han vuelto más poderosos que sus superiores, han puesto ellos mismos todas sus fuerzas y han sacrificado sus intereses para mantener el orden público y pagar sus impuestos.

Es el hecho de que esos soldados, efectivamente liberados del yugo, han cumplido con su servicio con una pulcritud admirable, y han ejercido sobre sí mismos y sobre sus camaradas una policía ejemplar y más severa de lo que había sido nunca.

Es en fin el hecho de que al mismo tiempo que los representantes del pueblo han calmado a sus bravos y celosos defensores les han escondido que estaban y que aún están expuestos ellos y su obra, a pesar de las respetables intenciones del monarca, a la activa malevolencia de una tropa de poderosos descontentos, que llevan su audacia y su perturbación hasta ufanarse de sus perversos proyectos, al mismo tiempo que la Asamblea, de la cual una sola palabra podría provocar su perdición, vela por mantenerlos a salvo.

Me atrevo a creer que estos rasgos son grandes, son hermosos, son dignos de los franceses; que, mejor comprendidos en un futuro, forzarán a sus detractores a avergonzarse de su precipitación, y que el mañana probará que una nación cuya masa es también generosa, cuyos mandos son igualmente prudentes, no podía dejar de alcanzar la felicidad y la libertad que tanto merece.

Permítaseme decir todavía que es muy temerario creer que hay ateísmo donde se ven virtudes, y que si nuestra declaración de los Derechos es un galimatías nuestra conducta le sirve de excelente comentario. Ha sido en el momento en que América se ha ocupado de un galimatías parecido cuando se ha vuelto invencible contra todas las fuerzas de Inglaterra.

En cuanto al epíteto de pedantesca, responde a afirmaciones superficiales y falsas, despachadas con un tono doctoral. Me disgusta que un hombre célebre haya adoptado ese tono para decir semejantes cosas. Estoy convencido de que lo lamenta, o lo lamentará, más que yo mismo. El tiempo le aclarará las ideas. Su única equivocación es haber creído demasiado fácilmente en informaciones falsas y haberse precipitado. Si no me hubiera forzado a hablar el interés por mi patria hubiera respetado en silencio incluso sus errores.     

No puedo soltar la pluma sin pagar un justo tributo de admiración y de reconocimiento al generoso Conde de Stanhope, que ha tomado nuestra defensa, animado por un amor puro hacia la verdad y la humanidad[89]. Cumplo con un deber muy caro a mi corazón rindiendo un homenaje público a sus virtudes.

¡Ojalá puedan ellas enseñar a todos los hombres que el patriotismo no consiste en odiar a los vecinos sino en granjear para la nación de la que se forma parte la estima y la benevolencia universales!

N.B.: Esta obra es del 26 de abril de 1790. Añadiría muchas cosas si la rehiciera, porque los acontecimientos han avanzado mucho desde entonces, pero aquello de lo que me congratulo y que prueba que no he cambiado es que no veo en ella nada que deba suprimirse o cambiarse[90].

 

4.      Bibliografía

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[1] 12 de enero de este año o del siguiente, de acuerdo con Bromwich: 491.

[2] Touchard: 371. Hampsher-Monk: 30-31.

[3] “Sin emplear demasiadas fuerzas, los mismos ingenios que se utilizaban para destruir la religión se pueden utilizar para subvertir un gobierno” (traducido de Hampsher-Monk: 45-46; véase también Burke 2009). En su oposición a la metafísica legislativa coincidía con Bentham, puesto que odiaba a los filósofos franceses experimentadores en materia de ética (Touchard: 323 y 371), pero también la excesiva participación de los juristas (Burke 1984: 23). Según él, el ejercicio de la libertad se regía por el sentido común y el pragmatismo, no por triquiñuelas jurídicas. El Common Law era un edificio construido sobre la base de la tradición que generaban situaciones iguales a lo largo de los siglos, observadas y respetadas como precedentes por los jueces en sus sentencias (Hampsher-Monk: 36). Por ello Burke ha sido considerado un conservador y padre del conservadurismo en los inicios de la edad contemporánea, aunque algunos autores recientes lo rechazan como una simplificación (Bromwich: 19). Se lo definió, sin embargo, como un conservador procedimental, no substantivo: es decir, no creía que hubiera formas o tradiciones específicamente dignas de conservación (más allá de la religión), pero sí pensaba que a una sociedad no le conviene dejarse llevar por la pendiente de los cambios súbitos (Hampsher-Monk: 28).

[4] El partido de Rockingham, el que era más afecto a Wilkes, intentó de todos modos mantenerlo apartado de sí desde mayo de 1768, proporcionándole, a través de Burke, dinero para prolongar su estancia en Francia (Bromwich: 130-147, quien narra detalladamente las andanzas de Wilkes).

[5] Piedra angular del sistema de partidos (Lasky: 169). “Debe ser la felicidad y la gloria de un representante vivir estrechamente unido, en íntima correspondencia y en la más franca comunicación con sus constituyentes. […] Pero instrucciones autoritarias, mandatos promulgados que el miembro del Parlamento está obligado ciegamente a obedecer, a votar y a defender con argumentos, aunque vayan contra las más esclarecidas convicciones de su juicio y de su consciencia, esas son cosas totalmente desconocidas entre las leyes de esta tierra” (Discurso a los electores de Bristol, trad. de Bromwich: 224). Se trata de una teoría en ciernes desde el siglo XVII, presente después en los artículos 49, 53 y 63 de Madison en El Federalista, pero había sido Burke el primero en formularla, en el mundo anglosajón, en aras de la autonomía del Parlamento británico.

[6] “En primer lugar el pueblo de las colonias es descendiente de los ingleses. Inglaterra, Señor, es un país que respeta aún –espero- y antaño adoraba su libertad. Los colonizadores emigraron de aquí cuando esta parte de vuestro carácter era, con mucho, la predominante […]. Son por consiguiente, no sólo devotos de la libertad, sino devotos de la libertad conforme a las ideas inglesas y basadas en los principios ingleses. Como todas las abstracciones, la libertad abstracta es imposible de encontrar” (Burke 1984: 321). Burke rechazaba esos Derechos naturales, como se desprende de sus notas a su ejemplar de la obra de Thomas Pownall, Administración de las Colonias (Bromwich: 247).

[7] De hecho, Burke quiso emular, durante toda su carrera, al orador romano (Hampsher-Monk: 26, Bromwich: 24-25). En un debate en 1770, en la Cámara de los Comunes, se había llamdo a sí mismo “nouus homo” para defenderse de insidias sobre su posible condición católica (ibídem: 122-123).

[8] Asimismo, cuando atacaba a Hastings tenía en mente toda una clase de emprendedores corruptos, que amasaban fortunas en India y luego regresaban a Inglaterra para desjarretar las estructuras jerárquicas de la sociedad inglesa y corroer las instituciones (Burke 2015: 10-11 y 30). En 1795 escribiría “Nuestro Gobierno y nuestras Leyes están siendo asediadas por dos Enemigos, que están minando sus fundamentos, el Indianismo y el Jacobinismo”.

[9] Debía de consultar varios periódicos franceses: Journaux des Débats, los Procès-verbaux de la Asamblea Nacional, el Moniteur (Burke 2015: 281-282).

[10] Diary, Gazetteer, Public Advertiser, Argus (Burke 2015: 281).

[11] Parl. Reg. 80-101.

[12] Parl. Reg. 80-88. “Con temor a desviarnos de la imparcialidad con que hemos intentado siempre producir los Registros Parlamentarios, no solo hemos insertado, al plasmar un debate de tanta importancia para el público, nuestro informe precedente del discurso del Señor Burke, sino el siguiente resumen, que debemos a un correspondiente”.

[13] Parl. Hist. columnas 351-363.

[14] Parl. Hist. columnas 363-374. Parl. Reg. 94-101.

[15] Cuyo preámbulo determinaba que el ejército era necesario “para la salvaguarda del reino, la defensa de las posesiones de la Corona de Gran Bretaña y para la preservación del equilibrio de poderes en Europa” (recogido y trad. de Burke 2015: 283, nota 2).

[16] Ciertamente, muchos se habían pasado al bando del pueblo en armas durante el 14 de julio y el 5 y 6 de octubre de 1789, y en 1790 las deserciones eran generales (Burke 2015: 286, nota 3).

[17] Burke (2015: 287, nota 1).

[18] Burke (2015: 288, nota 1).

[19] El modelo de constitución empírica es el inglés, sobre todo tras la Gloriosa de 1688, entendido como maravilloso ejemplo de libertad y acierto al establecer un sistema de equilibrio de poderes. Hay un eco de Montesquieu, admirador a su vez del modelo británico (Bromwich: 209-210). Mediante esa constitución, el pueblo legislaba a través de las dos Cámaras, la de los Comunes y los Lores. El rey podía vetar (derecho usado muy pocas veces) y nombraba a los ministros, pero las Cámaras podían rechazarlos o revocarlos mediante la censura (impeachment). A completar ese sistema bien sopesado concurren los partidos, defensores del interés nacional sobre la base de un principio determinado (Burke 1984: 28-29).

[20] Burke (1987: 9).

[21] Del debate que sostuvo en 1770, es posible inferir que creía en la necesidad de la meritocracia como fórmula de aceptación de los nuevos valores (Bromwich: 123).

[22] Burke (1987: 53).

[23] González Adánez: 147.

[24] Burke (1844, I: 424).

[25] Sirva de testimonio básico Mignet (1842), a quien también sigue el editor de Tracy (2011). Cf. Head.

[26] Tracy (2011: 10).

[27] Leyó a economistas fisiócratas, a Quesnay, Dupont de Nemours, Turgot, así como a los enciclopedistas y filósofos (Head: 6).

[28] En Tracy (2011: 16 y ss.), se analiza el cuaderno con el memorándum que la nobleza del Borbonés encargaba a sus procuradores, una mezcla de viejos privilegios y nuevas aspiraciones de sabor revolucionario.

[29] Head: 6.

[30] Tracy (2011: 19-20).

[31] De hecho, en el registro Arch. Parl. 533, Tracy se ciñe al asunto tratado por la Asamblea Nacional, la petición de protección económica que la Compañía francesa de las Indias Orientales le dirigía, en relación al comercio de telas, frente a la competencia de la Compañía inglesa. Tracy se manifestó a favor (como la izquierda de la Asamblea) de la liberalización del mercado y del fin del monopolio.  

[32] Se corresponde con la que aquí presentamos: Tracy (1791). Contamos con alguna traducción coetánea al inglés: Tracy (1790).

[33] Se cuenta con las traducciones Burke (1790b y 1790c), a partir del resumen que cedió a los redactores del Parlamento el mismo político británico.

[34] En definitiva, el panfleto toma tres principios: la unidad del cuerpo político, la elección de representantes para el cuerpo legislativo y un monarca; los cuales se corresponden con el juramento de La Fayette, y después del pueblo, durante el 14 de julio: fidelidad a la nación, a la ley y al rey (Tracy 2011: 23).

[35] Tracy 2010: 20, 37-38. Head: 8.

[36] Madame d’Helvétius era viuda del filósofo sensualista desde 1771 y en su mansión acogía esa selecta sociedad intelectual, cuya fama a lo largo de estos dos siglos ha sido desigual, a menudo injusta (Gusdorf: passim, 30-38 y 305-307; cf. Moravia y Cabanis-Destutt de Tracy: introducción). El término ideología fue un neologismo forjado por Tracy en un trabajo de 1796-1798 presentado al Instituto Nacional (Memoria sobre la facultad de pensar), y que sus correligionarios aceptaron (Gusdorf: 359-360).

[37] Cabanis-Destutt de Tracy: XV-XVI. Gusdorf: 307 y ss.

[38] Las cuales sin embargo serían sustituidas pronto, en 1803, por los liceos creados por Bonaparte (Gusdorf: 537).

[39] Los motejaba además de “miserables metafísicos” cuando se oponían a la repatriación de los emigrados, porque sus especulaciones ideológicos contradecían una política positiva y eficaz (Cabanis-Destutt de Tracy: XIV; Gusdorf: 320; ellos se llamaban a sí mismos “ideologistas”, ibídem: 360-361).

[40] Gusdorf: 318-325.

[41] Gusdorf: 543.

[42] Hay, no obstante, diferencias insalvables, entre una teoría del Antiguo Régimen, la que Montesquieu delinea, y un modelo representativo, como el de Tracy (Cabanis-Destutt de Tracy: XXVII). Véase la traducción en Tracy (1821), reproducida parcialmente en el estudio antes mencionado.

[43] Tracy (1821: 45 y ss.).

[44] Si bien Burke, como se ha dicho, perfiló el concepto de representatividad en pro de la soberanía parlamentaria británica, el concepto de “representante” tuvo su propio desarrollo dentro de la teoría política francesa, arrancando al menos de la concepción ya recogida en la entrada correspondiente de la Enciclopedia (1751): “Los representantes de una nación son los ciudadanos escogidos […]”, en que se continúa citando a los Estados o parlamentos medievales, incurriendo ya, sin duda, en un anacronismo (entonces había solo procuradores de los estamentos).

[45] Tracy (1821: 222 y ss.).

[46] Gusdorf: 328.

[47] Gusdorf: 297-300. La suspensión del rey (verano de 1792) y el radicalismo creciente de la Convención (a partir de septiembre de 1792), que desemboca en el Terror, irán alejando de la escena política a los ideólogos, pronto considerados enemigos por Robespierre.

[48] Gusdorf: 292, 539 y 551.

[49] Parl. Reg. [80-104; las intervenciones de Burke: 80-94, 97, 100-101]. Se han añadido entre corchetes unos títulos temáticos propios, que corresponden, grosso modo, con los utilizados aquí para la siguiente versión. Asimismo, entre corchetes, se insertan en cursiva resúmenes de las intervenciones de los otros parlamentarios (Fox, Sheridan, Pitt, etc.) o del final de la sesión, que son factura del actual editor y traductor. En la edición mencionada (Parl. Reg.), están en redonda y por extenso.

[50] O Canciller de Hacienda, el mismo William Pitt.

[51] Antigua máxima jurídica, que reza: Cuilibet in arte sua perito est credendum, “hay que confiar en el experto en cada materia”.

[52] “Yace él, un inmenso tronco, en la playa” (Virgilio, Eneida, II: 557). Véase abajo esta cita por extenso en el pasaje paralelo de la otra versión.

[53] Jacobo II.

[54] Referencia a La Fayette en el asalto a Versalles, el 5 y 6 de octubre de 1789.

[55] “Cabeza que no hay que temer y cuerpo inútil”.

[56] En francés en el original.

[57] Oficial de la guerra de los siete años (1756-1763).

[58] Como decir ad hominem.

[59] Burke (1803: 1 y ss). Cf. Burke (1790a, que también sigue Burke 2015: 281 y ss.).

[60] “Oímos decir que los Galos habían sido florecientes en la guerra” (Tácito, Agricola, XI 4).

[61] En nota se recoge con un asterisco: «El Señor Burke, probablemente, tenía en mente este pasaje, y le turbaban aprensiones concomitantes: ‘Haec finis Priami fatorum; hic exitus illum / sorte tulit, Trojam incensam, et prolapsa videntem / Pergama; tot quondam populis, terrisque superbum, / Regnatorem Asiae. Jacet ingens littore truncus, / Avolsumque humeris caput, et sine nomine corpus. / At me tum primum saevus circumstetit horror; / Obstupui: subiit chari genitoris imago’». Este es el fin de los destinos de Príamo; este es el final / que le tocó, ver Troya incendiada y arruinado / Pérgamo; antes, tan poderoso en pueblos y en territorios, / rey de Asia. Yace él, un inmenso tronco, en la playa / y la cabeza arrancada de los hombros, y sin nombre / un cuerpo. Entonces a mí me asaltó por primera vez el cruel horror; / me callé: recordé la imagen de mi querido padre (Virgilio, Eneida, II, 554-560).

[62] Victorias de Inglaterra sobre Francia, en 1704 y 1706.

[63] Carlos II y Jacobo II.

[64] “El vergonzoso crimen de la servidumbre; una falsa apariencia de libertad; se acoge con oídos favorables”. La última cita está variada: Pronis auribus accipiuntur. Tácito, Historias, I, 1.

[65] “Que nosotros consideramos la mayor y así lo será siempre”, Virgilio, Eneida, VIII, 271-272.

[66] Los Estados Generales convocados por Luis XVI. Los anteriores habían sido en 1614.

[67] En francés en el original: “a l’Aristocrate”.

[68] En nota: «han jurado obedecer al rey, a la nación y a la ley».

[69] Es decir, la Asamblea Nacional había liquidado la balanza de poderes contenida en los Estados Generales (fundamento de un ulterior sistema bien trabado al modo de la constitución inglesa), constituidos por órdenes o estamentos (iglesia, nobleza y tercer estado), para concluir, arrastrada por los acontecimientos, con un equilibrio de ejércitos, un sinsentido a ojos de Burke.

[70] Los actos del 5 y 6 de octubre.

[71] Las leyes anuales sobre motines, Annual mutiny act.

[72] Guillermo III era hijo de la hija mayor de Carlos I.

[73] Se refiere respectivamente a Jacobo II (1688) y a Luis XVI, cuando intentó utilizar el ejército para apaciguar al pueblo, desde junio hasta octubre de 1789.

[74] La ley de Tolerancia de 1689.

[75] La guerra de los Nueve años.

[76] 1697.

[77] La de 1701 contra Francia.

[78] “Es vergonzoso un soldado viejo” (Ovidio, Amores, I, IX, 4).

[79] El juicio Hastings (Burke, 2015: 294).

[80] La crisis de la Regencia (Burke, 2015: 294).

[81] Aquí se acaba el sumario que recoge el Parl. Reg.

[82] Jean-Sylvain Bailly, alcalde de París a la sazón.

[83] Se refería a la Comuna de París, de 1789.

[84] En efecto, solo había hablado de los acontecimientos en Versalles, el 5 y 6 de octubre.

[85] Tracy (1791).

[86] La de Felipe, duque de Orleáns, sobrino de Luis XIV.

[87] “Estas entonces eran nombres, ahora son tierras sin nombre”. Virgilio, Eneida, VI, v. 776, pero variado (Haec tum erunt nomina, etc.): “Estos serán un día los nombres, ahora son tierras sin nombre”.

[88] Cuando no ha querido cumplir con ese deber nos hemos desembarazado de él. Ello es consecuencia de los principios establecidos en este escrito [nota añadida en la reedición de 1794].

[89] El conde de Stanhope, miembro de la Cámara de los Lores, escribió a Burke una primera respuesta, que después agradecería Tracy. Él había asistido también a la sesión en la Sociedad de la Revolución, aquel 4 de noviembre (Burke 2015: 287, nota 3).

[90] Este párrafo es una apostilla de la edición de 1794 (Tracy, 2001: 62).

[91] Folleto en infolio en octavo (in-8), conservado en la Biblioteca Nacional de Francia, consultable en gallica.bnf.fr. No llevando fecha de edición, el catálogo en línea lo data c. 1791.

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