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En torno a la obra del hispanista Paul Preston.

 

Pedro Carlos González Cuevas.

 

Profesor Titular de Historia de las Ideas y de las Formas Políticas en la Universidad Nacional de Educación a Distancia.

 

 

 

1. Un historiador militante.

    El romanticismo literario asoció España a la imagen, al estereotipo de un pueblo caracterizados por el apego a lo arcaico, a lo mágico, al fatalismo. Tal imagen era, en no escasa medida, un rescoldo de la Leyenda Negra. En cierta forma, el español significaba el romanticismo encarnado y vivido; el romanticismo hecho existencia. Lo cual se reflejaba en las figuras literarias arquetípicas del conspirador, del revolucionario, del gitano –o la gitana-, del mendigo, del contrabandista o del sacerdote católico militantemente tradicionalista. La imagen sobrevivió al propio romanticismo y, en gran medida, logró consolidarse a lo largo del siglo XX, como consecuencia, sobre todo, del estallido de la guerra civil de 1936. Todo ello tuvo importantes consecuencias en el desarrollo de las líneas generales del hispanismo de raíz anglosajona, de indudables antecedentes románticos. Buena prueba de ello fue el libro de Gerald Brenan, El laberinto español, al que luego siguieron las obras más sesudas, académicas y sistemáticas de Raymond Carr, Hugh Thomas y Gabriel Jackson. En un nivel historiográfico inferior, pueden destacarse igualmente las obras de polemistas como Burnett Bolloten o Herbert R. Southworth [1]. La obra hispanista del historiador Paul Preston pretende ser heredera de esta tradición historiográfica. Sin embargo, como tendremos oportunidad de ver, significa una clara regresión metodológica, historiográfica y ético-política con respecto a la representada por Carr y Thomas.

 

  Paul Preston nació en Liverpool el 22 de julio de 1946. Según su propio testimonio, creció en un ambiente obsesionado por la Segunda Guerra Mundial: “Todas las obsesiones de mi infancia, todos los tebeos, giraban en torno a la Segunda Guerra Mundial” [2]. De ahí su temprano interés por el período de entreguerras. A comienzos de los años sesenta, inició sus estudios de historia contemporánea en la Universidad de Oxford, con Raymond Carr. Posteriormente, paso a la Universidad de Reading, donde se impartía un master de Historia Contemporánea de Europa, uno de cuyo cursos, dirigido por Hugh Thomas, estaba dedicado a la guerra civil española. El conflicto español suscitó un vivo interés en Preston, porque veía en él la síntesis de toda la problemática del período anterior a la Guerra Mundial: “En la Guerra Civil estaban Stalin, Hitler, Mussolini, la política británica, la francesa, los anarquistas, los socialistas, los fascistas, católicos, campesinos, obreros”[3]. Cuando agotó todos los libros en inglés sobre el tema, decidió aprender el español, y se puso a leer ayudado por un diccionario, luego en discos y con la colaboración de unos estudiantes colombianos que se encontraban en Oxford. En 1969, vino por vez primera a España, residiendo en Málaga, Barcelona y luego en Madrid. Su objetivo era realizar su tesis doctoral sobre un tema español. En un primer momento, centró su interés en la derecha antirrepublicana; pero luego centró su estudio en la lucha entre los católicos y los socialistas a lo largo de la II República. Su estancia en España se prolongó hasta 1973. Su ideología era ya la de un radical de izquierdas y se autodefinía como “antifranquista”. Muchos de los estudiantes y profesores a los que conoció en Madrid militaban muy activamente en la oposición de izquierdas[4] . A ello se unió la consabida admiración romántica radical por “los anarquistas, por las colectivizaciones…”[5]. Preston se siente heredero del hispanismo representado por Brenan  y Carr. Se muestra menos entusiasta con respecto a Thomas y Jackson. Admira al historiador marxista español Manuel Tuñón de Lara. Pero considera su auténtico maestro al polemista norteamericano Herbert Rutledge Southworth[6].

 

    Tras su retorno a Inglaterra, organiza en la Universidad de Reading seminarios sobre la crisis del régimen de Franco, con la colaboración de Southworth, Manuel González García, Norman Cooper, Seelagh Ellwood, etc [7]. Al mismo tiempo, colabora en revistas y diarios como New Society, The Times Literary Suplement, Cuadernos de Ruedo Ibérico, Sistema, etc. Su trayectoria universitaria ha sido muy exitosa. Impartió clases en la Universidad de Reading, entre 1973 y 1991. Más tarde ejerció de profesor de Historia Contemporánea en el Queen Mary College de la Universidad de Londres. Luego pasó a la London School of Economics and Political Science como catedrático y director del Centro Cañada Blanch para el Estudio de la Historia Contemporánea de España. Ha sido titular de la cátedra Príncipe de Asturias de Estudios Hispánicos en la London School of Economics. Se casó con la historiadora y psicóloga Gabrielle Asdfhord Hodges y tiene dos hijos: James y Christopher[8].

 

 

    Paul Preston es un historiador de metodología imprecisa. Su izquierdismo radical no le ha aproximado a los grandes representantes del marxismo británico como Edward Palmer Thompson, Eric J. Hobsbawm o Christopher Hill. Su pensamiento histórico viene a ser una curiosa amalgama de marxismo vulgar, individualismo metodológico, empirismo y, sobre todo, de lo que algunos historiadores italianos han denominado peyorativamente “moralismo sublime”, es decir, juicios de valor al servicio de una ideología[9]. Así, en una entrevista, dijo: “Nunca he sido un marxista convencido. Los sistemas cerrados de creencias me provocan repulsión, sean de derechas o de izquierdas. Sin menospreciar la historia social, el hecho es que yo personalmente me he dejado atraer por los individuos. Me interesa más la transición que hay del movimiento de masas a la acción individual, porque resulta que siempre hay una persona que se levanta y habla como portavoz de la masa”. A su entender, el método histórico consiste en “reunir todo el material humanamente posible de conseguir, leerlo con los  ojos más críticos que se pueda, hacer un análisis honesto y escribir las conclusiones de la forma más amena posible”. “A veces  una anécdota personal –continua Preston-ilustra más al personaje o un proceso social que páginas y páginas de análisis. El truco está en toda la investigación que hay detrás del hallazgo de la anécdota, y luego cierta veteranía para saber como colocarla”. Con respecto al tema de la objetividad o la empatía del historiador, el hombre de Liverpool sostiene: “Yo creo que hay honestidad; pero no objetividad. ¿Quién otorga la objetividad?”[10]. En resumen, su método consiste en la acumulación de testimonios, anécdotas, datos, chascarrillos y opiniones que avalen y consoliden sus prejuicios ideológicos.

 

     Así, en su obra historiográfica prima clara y rotundamente el pathos sobre el logos. Su evidente animadversión por la figura de Francisco Franco se extiende al conjunto de la derecha española, a la que tiende a identificar con el autoritarismo, el fascismo y el golpismo[11]. La antítesis está representada por las izquierdas españolas, a las que Preston intenta absolver de cualquier crítica histórica. Para el historiador británico, la experiencia de la II República española es algo sagrado, intocable, “una de las joyas de la corona de la izquierda europea y estadounidense”[12]. Y lo mismo ocurre con el socialismo, el anarquismo e incluso el comunismo. Resulta significativo que en el vocabulario prestoniano el anticomunismo siempre se encuentra acompañado de un vocablo de matiz negativo o peyorativo: “feroz”, “amargo”, ya sea en el caso de Julián Besteiro, John Doss Passos o Jorge Semprún[13].

 

2. Historia y tragedia: II República y guerra civil.

    Los estudios de Paul Preston sobre la historia contemporánea de España se centran en la II República, la guerra civil, el régimen de Franco y la transición al Estado de partidos. Siguiendo la tipología elaborada por Hayden White[14][14podemos decir que su trama narrativa es de claro sesgo trágico; su modo de argumentar, mecanicista; y su enfoque ideológico, radical. Para Preston, la historia contemporánea de España resulta trágica, porque es, a su entender, el fallido intento de transformación de su sociedad, que significa el triunfo, por lo menos hasta 1982, de las fuerzas sociales y políticas más retrógradas y autoritarias representadas por el conjunto de las derechas españolas. En todo ello subyace la mediocre tasa de desarrollo económico español, la existencia de un sistema de propiedad “cuasifeudal”, un capitalismo industrial incipiente y una oligarquía política corrupta[15].

 

 

    Su tesis doctoral, La destrucción de la democracia en España, resultó ser una réplica directa a la obra de otro discípulo de Raymond Carr, Richard A. H. Robinson, Los orígenes de la España de Franco. Profesor en la Universidad de Birmighan, Robinson sostenía, en su libro, que la derecha católica articulada en torno a la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA) no era culpable del fracaso de la II República. Antes al contrario, la responsabilidad del estallido de la guerra civil recaía en el conjunto de las izquierdas españolas, particularmente en el PSOE, que fue el primero en intentar llevar a cabo una auténtica revolución social mediante el recurso a la insurrección violenta, como se demostró en octubre de 1934. La adopción por parte de los socialistas de una estrategia extremista y bolchevizante hizo imposible la consolidación del régimen republicano[16].

 

 

    No tardó Paul Preston en dar réplica a los argumentos de Robinson, a quien acusó de utilizar un “tono casi polémico” a lo largo de su obra. En su opinión, el profesor de Birminghan incurría en el error de juzgar y no dar una interpretación matizada y razonada del proceso histórico que abrió el camino a la guerra civil española: “La tarea del historiador sigue consistiendo en aclarar la compleja interacción de las derechas e izquierdas y no en la distribución de responsabilidades, sobre todo del levantamiento de octubre. Ya que si puede argüirse que la derecha obró movida por el instinto de conservación y por miedo al bolchevismo, también debe tenerse en cuenta que la acción de los socialistas estuvo motivada por la hostilidad de la derecha moderada hacia ellos y hacia la reforma, y más que nada por su entusiasmo hacia los fascismos europeos”[17].

 

    Por desgracia, Preston incurrió en los mismos vicios que denunciaba en la obra de su adversario. Sus tesis tuvieron una primera exposición en su prólogo a la antología de la revista Leviatán publicada por la editorial Turner en 1976. A diferencia de la mayoría de los historiadores españoles, Preston considera que Leviatán fue “la empresa intelectual más importante realizada dentro de los confines del PSOE”, “por una vez, los izquierdistas españoles estaban a la vanguardia de un debate en el que se centraba la atención de los socialistas de toda Europa”. Los artículos publicados en la revista proporcionaban “las bases empíricas para el debate crucial…sobre la necesidad de un partido auténticamente revolucionario que se enfrentase a la amenaza comunista (sic)”. A su entender, en sus páginas se teorizó la “aparente radicalización” del PSOE, protagonizada por Francisco Largo Caballero, fruto, a su vez, de la presión de los militantes  de base. En opinión del historiador británico, Largo Caballero era tan sólo un “revolucionario aparente”, un “seguidista”, un “sindicalista pragmático”, cuya única preocupación era “el bienestar material de la organización sindical de la UGT”, aventajar a la CNT y evitar la ruptura abierta con sus afiliados. Esta radicalización aparente fue consecuencia, al mismo tiempo, del éxito de la derecha política y social a la hora de bloquear las reformas propugnadas por los socialistas durante el primer bienio republicano; lo que mostró al sector socialista capitaneado por Largo Caballero los “límites del reformismo”. En ese sentido, la aportación de Leviatán fue “intelectualizar esa visión”[18].

 

 

     En La destrucción de la democracia en España, Preston desarrolló plenamente estas tesis. A su entender, la radicalización de los socialistas “no fue nunca completa”. Siguió considerando a Largo Caballero “un sindicalista pragmático”. Los objetivos socialistas no eran revolucionarios; perseguían, ante todo, “aliviar las condiciones de aguda miseria en que se encontraba Andalucía en la primavera de 1931”. El proceso de radicalización del PSOE comenzó en el verano de 1933 cuando se vio obligado a salir del gobierno, aunque, según Preston, nunca fue “más allá de la retórica”. En definitiva, Largo Caballero se radicalizó por “la intransigencia de la burguesía”. Además, el historiador británico cree que los socialistas tenían buenas razones para  rechazar los resultados  de las elecciones de 1933: manejos caciquiles, promesas de trabajo y amenazas de despidos por parte de caciques y empresarios, matones armados que impidieron hablar a algunos dirigentes socialistas, etc, etc. Preston considera, sin embargo, que la participación de los socialistas en la intentona de octubre de 1934 fue, en realidad, “poco entusiasta” y, al mismo tiempo, “espontánea”; y que los socialistas esperaban que “nunca fuera necesario poner en práctica el levantamiento con que amenazaban”. Incluso llega a calificar de “gesto heroico” la rebelión de Companys en Cataluña. Y es que, a su juicio, la insurrección de octubre tuvo, en el fondo, efectos muy positivos. Gracias a la revolución, “los socialistas fueron salvados del inexorable avance de la CEDA hacia un Estado autoritario por la militancia de su propia base”, porque demostró que “la clase obrera no permitiría el establecimiento pacífico del fascismo”.

 

 

    Tolerante hasta el irenismo con la izquierda socialista, Preston carga las tintas sobre la CEDA, cuyo objetivo era “lanzar todo el peso de las masas campesinas tras la oligarquía territorial”, “defender sistemáticamente los intereses de la elite agraria a lo largo de la República”, “bloquear la vía reformista de la República, alterando totalmente la opinión socialista sobre las posibilidades de la democracia burguesa”; todo lo cual aceleró “la polarización de la política republicana y creó el contexto en el que las actividades de los conspiradores catastrofistas adquieren una relevancia falsa”. De esta forma, Preston relaciona directamente a la CEDA con el fascismo europeo. A su entender, el fascismo español no puede reducirse a Falange Española, sin que impregna al conjunto de las derechas –carlistas, socialcatólicos, monárquicos-, “en cuanto a su ideología, su desprecio a la democracia, su uso de la violencia como método político”. El proyecto corporativo defendido por la derecha católica no era “esencialmente diferente del fascismo tal y como se veían ambos fenómenos en aquel tiempo”; y perseguía situar a España “en línea con Italia, Austria, Alemania y Portugal”. Por otra parte, su defensa del catolicismo era meramente instrumental, ya que servía de defensa a “la estructura de la sociedad existente bajo la monarquía”. Su  propaganda recordaba a Goebbels; era “deliberadamente distorsionadora de la situación política”. El accidentalismo era mera “oportunismo” y su rechazo de la violencia, “reconocimiento de su debilidad”. La base social católica no pasaba de ser “un público rural, semianalfabeto y políticamente inmaduro”. Las críticas de Preston se extienden al Partido Radical de Alejandro Lerroux, “un partido sin ideas ni ideales”, infiltrado de elementos monárquicos, cuya alianza con la CEDA servía al “fascismo de Gil Robles”[19].

 

 

    Con respecto al carlismo, Preston se ha mostrado perplejo; en alguna ocasión, ha sostenido su anacronismo; en otras, lo ha relacionado con el fascismo. Incluso ha llegado a ver en Falange Española  una variante del integrismo. A ese respecto, Preston parece confundir tradicionalismo y carlismo, lo que es completamente falso[20]. No menos carente de base es que el conservador, monárquico y aristocratizante partido  Renovación Española aparezca, en una de sus obras, como “un partido fascista de clases medias”[21].

 

    ¿Qué entiende Preston por fascismo? Dado su abierto desdén por la historia de las ideas políticas y su imprecisa metodología, el historiador británico se muestra, en no pocas ocasiones, ambiguo, dubitativo e incluso contradictorio. Preston parece haber leído, o al menos cita, a Renzo de Felice, Eugen Weber, George L. Mosse o Ernst Nolte, pero no parece haber sacado unas conclusiones claras de dichas lecturas. Por un lado, estima que todos los fascismos tienen en común la síntesis entre nacionalismo y socialismo, una combinación de imperialismo agresivo y, como respuesta a la amenaza marxista, una preocupación por solucionar “los males económicos del momento”. Sin embargo, por otro lado, parece ceñirse a la interpretación marxista clásica. Lo fundamental no es la ideología, sino la función social en el contexto de “la naturaleza y desarrollo del capitalismo correspondiente al que estaba vinculado”[22].

 

 

    Sea cual sea su interpretación del fenómeno fascista, Preston llegó a la conclusión de que la guerra civil fue “la inevitable culminación del intento de imponer soluciones más o menos fascistas (sic) a la crisis española”[23]. Así, Preston presenta la guerra civil en paralelo con la revolución cubana y del Chile de Allende. A su modo de ver, fue la “última gran causa”, en la que el proletariado “se enfrenta a la doble tarea de combatir al viejo orden  el viejo orden y construir uno nuevo”. A pesar de la revolución social ocurrida en la zona frentepopulista tras el fracaso del golpe de Estado, Preston estima que la II República siguió siendo una democracia, “incluso durante la guerra”. La derrota frentepopulista fue consecuencia de la ayuda de Hitler y Mussolini a Franco y de la política de “no intervención” seguida por Inglaterra y Francia. En cambio, la ayuda de Stalin a la República estuvo encaminada a que hubiera “una solución de compromiso aceptable para las democracias occidentales”. Aunque reclutadas por los comunistas, las Brigadas Internacionales luchaban, sin embargo, “por cosas que merecía la pena salvar, como los derechos democráticos y las libertades sindicales”; y se caracterizaron por su “idealismo y heroísmo” frente al fascismo. Como es usual ya en este tipo de trabajos apologéticos, Preston compara y establece diferencias entre las represiones de ambas retaguardias. Mientras las atrocidades frentepopulistas “solían (sic) ser obra de elementos incontrolables, en unos días en que se habían sublevado las fuerzas del orden”, las ocurridas en la zona nacional eran “oficialmente toleradas por aquellos que proclamaban estar luchando en nombre de la civilización cristiana”. Incluso llega a decir que las matanzas de sacerdotes y la destrucción de iglesias hicieron “un considerable favor a los rebeldes”. A ese respecto, acusa a la propaganda nacionalista de utilizar los asesinatos de Paracuellos del Jarama sin tener en cuenta el “contexto de una ciudad sitiada que temía al enemigo de dentro” y crear “una impresión (¡) de barbarie roja”. Los muertos derechistas “fueron víctimas de decisiones basadas en la evaluación del peligro potencial que representaban para la causa republicana”; y la persecución religiosa fue fruto del “odio popular contra la Iglesia”. Su justificación de la figura y de la estrategia de Juan Negrín es total. Lejos de suponer un “crimen atroz”, su colaboración con los comunistas era positiva y realista, porque éstos tenían “como primera prioridad la derrota del fascismo en España”. Por un lado, Preston critica las consecuencias económicas de las colectivizaciones en la zona republicana; por otro, sostiene que este proceso puso de relieve que “la solución estaba en una colectivización racional”. “No ha de sorprender, por tanto, que los partidarios de Franco prefiriesen una interpretación de la guerra apocalíptica y religiosa”[24].

 

 

    En contraste, su condena del bando nacional y, sobre todo, de Franco es total, sin matizaciones ni atenuantes. Denuncia su “guerra de desgaste”, cuyo objetivo era “la eliminación de izquierdistas y liberales” y echar “los cimientos de una dictadura duradera”. Compara los campos de concentración nacionales con los campos de exterminio nazi y con el gulag soviético. Lo que no le impide señalar, al mismo tiempo, que ese sistema penitenciario era “caótico, improvisado y absolutamente arbitrario”, es decir, que no existía un proyecto previo de exterminio. Sin embargo, Preston defiende, como conclusión, la existencia  del  “holocausto español”[25]

 

 

    Esta perspectiva se extiende a la valoración de los protagonistas de la guerra civil. No deja de ser ilustrativo que Preston nunca haya demostrado excesiva simpatía hacia la figura de Julián Besteiro. En su tesis doctoral, el catedrático de Lógica sale bastante malparado con respecto a Luis Araquistain y Francisco Largo Caballero: “Su aparente pureza revolucionaria no era más que un reformismo extremadamente puritano”[26]. Censura su “rigidez moral” y su “altanería intelectual si no aristocrática”; era, además, “susceptible y de mal genio”. No percibió, para colmo, la “amenaza del fascismo”. En ese sentido, da por buenas las críticas de Luis Araquistain en Leviatán a su ideología y táctica políticas. Lo califica de “feroz anticomunista”; un anticomunismo que, según Preston, corría paralelo a su “total falta de entusiasmo por la causa republicana”. Era “pesimista, derrotista e irresponsable”. Sus dos grandes pecados fueron, en opinión del historiador británico, la apuesta por la colaboración con la Dictadura de Primo de Rivera y, sobre todo, su apoyo al golpe de Estado del coronel Segismundo Casado contra Negrín y los comunistas. Este último “quitaba justificación moral al baño de sangre y a los sacrificios de los tres años anteriores al emular el golpe de Estado militar del 18 de julio contra un supuesto peligro comunista”. Lo atribuye, entre otras cosas, a que, en su opinión, Besteiro se encontraba, por aquel entonces, “gagá”[27].

 

 

    La diatriba antibesteriana contrasta palmariamente con el tratamiento de la figura de Dolores Ibárruri, “La Pasionaria”, que se transforma en una apología sin fisuras, en tonos cuasiprovidencialistas. Considera “inmortal” su discurso de despedida a las Brigadas Internacionales; exalta su “simpatía por el sufrimiento ajeno, una fiera determinación de corregir las injusticias”. Las características esenciales de su personalidad fueron “la fuerza, el realismo y la flexibilidad”. No menos ditirámbica en su valoración como oradora, “entre los mejores oradores del mundo”. Así no es extraño que celebre sus respuestas parlamentarias a Gil Robles y Calvo Sotelo. Durante la guerra civil fue “un faro en un mar de inseguridad”. Su sencillez y sinceridad creaban, a juicio de Preston, una compenetración que le permitía ser la “portavoz  de los miedos y las esperanzas de muchas gentes de la clase obrera en la zona republicana”. Fue, en fin, “el símbolo mundial de la República en la guerra civil”. Era “como una madre que hablaba por los niños amenazados por el fascismo”. Y concluye Preston su letanía: “Tanto en el exilio como en la guerra civil, sus discursos y sus emisiones radiofónicas hicieron mucho para mantener el espíritu de resistencia a la dictadura y de la lucha por la democracia en España”[28].

 

 

    Junto a este elogio de la señora Ibárruri, la diatriba contra Besteiro adquiere matices penosos. Y lo mismo ocurre con su semblanza de José Antonio Primo de Rivera, a quien denuncia por sus compromisos “con los tradicionales intereses oligárquicos”; lo considera “un simple alborotador”. Falange era tan sólo “carne de cañón de la alta burguesía”. Incluso cree que su ruptura con Ramiro Ledesma Ramos fue una consecuencia de “su amor excesivo hacia todo lo que fuese italiano”; cuando todo los investigadores y estudiosos de la Falange saben que se debió a sus diferencias tácticas y estratégicas. Su valoración del asesinato del fundador de las JONS no tiene desperdicio: “Fue fusilado por fascista al comienzo de la guerra civil”[29].

 

 

    Con respecto a Manuel Azaña, Preston es incapaz de salir de la imagen tópica elaboradora recientemente por sus biógrafos. Era “la personificación de la Segunda República”. Su actitud hacia la Iglesia católica la juzga Preston “muy razonable”. Ante todo, el político alcalaíno se distinguía por “la idea del servicio impersonal y desinteresado al bien público”; la política la entendía como un “deber”. Como intelectual, Preston lo presenta  como exponente de la “Generación del 98”; lo que hubiera escandalizado al literato alcalaíno[30], crítico acerbo de los noventayochistas.

 

 

    El contenido de estas tramas narrativas se repite en sus semblanzas de los corresponsales extranjeros en la guerra civil. Los partidarios de Franco o los simplemente críticos con el bando frentepopulista son descritos con los más negros tintes. Así, por ejemplo, John Doss Passos se equivocó, a juicio de Preston, en sus críticas a la República, por la desaparición de José Robles Pazos, un espía. Sefton Delmer es un “insensible”. Y no salen mejor parados Arnold Lunn o Peter Kemp. El gran escritor británico Evelyn Waugh es igualmente muy criticado. Los adversarios católicos de Jay Allen, conocido por sus artículos periodísticos sobre la matanza de Badajoz o su curiosa entrevista al general Franco, cuyo cuartel general Preston describe como la “guarida de la bestia”, son sólo portavoces al sueldo de los nacionales y de la Iglesia católica. Todo este alud censorio contrasta con el panegírico que dedica al periodista soviético Mijail Koltsov, por el que parece sentirse fascinado; incluso llega a matizar su stalinismo: “Puede que apoyase las purgas en público, pero es bastante obvio que cada vez se sentía más incómodo con lo que ocurría”. Koltsov tenía “la capacidad de divertir e impresionar a la gente, de despertar afecto y entusiasmo”.  Igualmente, tiende a exonerarlo de su responsabilidad en el asesinato de Andrés Nin. Lo fundamental, para Preston, es “la intensidad de su antifascismo”. En ese sentido, Preston atribuye su detención y posterior asesinato por Stalin, a causa de sus testimonios sobre la guerra civil y, sobre todo, por su “participación en la aventura revolucionaria ejemplar que tuvo lugar durante la lucha antifascista en España”. Aparte de Koltsov o de Allen, uno de sus héroes es Louis Fischer, apologista de los nacionalistas vascos y sistemático denigrador de los españoles. “Los vascos son trabajadores y los españoles ociosos”, solía decir este buen señor[31].

 

3. Francisco Franco: el nuevo Demonio del Mediodía.

    El gran filósofo italiano Augusto del Noce distinguía, haciéndose eco de las polémicas suscitadas por el historiador Renzo de Felice en su biografía de Mussolini, entre dos formas de fascismo: el histórico y el demonológico. El primero asumía un significado concreto y preciso sólo si se integraba en una visión general de la historia contemporánea; el segundo no pasaba de ser un estereotipo que consideraba al fascismo como un delito más que como un error, al identificarle con la reacción, la represión, la negación de todo proyecto de modernidad; en definitiva, como el Mal absoluto[32].

 

 

    El régimen político nacido de la guerra civil y la figura de Francisco Franco han sufrido idéntico proceso de deslegitimación y crítica absoluta. Paul Preston ha pretendido participar concienzudamente en ese proceso con su biografía Franco. Caudillo de España. Esta biografía reúne, en su narrativa, las características de la novela gótica junto a los de la comedia bufa; pretende ser un compendio paradigmático de lo grotesco y lo repugnante, e intenta producir en el lector, con toda lógica, indignación y condena.

 

 

    Al parecer, la gestación de esta biografía no fue fácil. Preston conocía al editor Gonzalo Pontón, muy influyente en los círculos de la izquierda intelectual, y que tutelaba para la multinacional Mondadori el complejo de editoriales Grijalbo, Crítica y Mondadori. Pontón le pidió a Preston una biografía de Franco, con un contrato que llevaba como anticipo un millón de pesetas. Sin embargo, Preston tuvo una mudanza en su domicilio y perdió parte de la documentación. Luego, sufrió un accidente mientras patinaba; después, le pusieron otro curso en la Universidad y ello le complicó la posibilidad de seguir redactando la obra. Cuando el historiador británico entregó finalmente el libro, no le gustó a Pontón; y estuvo a punto de devolverlo. No fue publicado en Crítica, sino en Grijalbo, porque tenía un carácter más comercial. Según el editor Daniel Fernández, “Preston era por sí sólo una máquina de promoción, parecía un Pavarotti, y el libro, cuya primera edición salió a la luz en 1994, funcionó muy bien y se vendieron 200.000 ejemplares”[33]. Según Preston, la obra fue fruto de “siete años de trabajo y de veinticinco años de reflexión”. Y, en una entrevista, afirmó: “Yo evidentemente soy antifranquista, pero en todos mis libros procuro ser lo más honesto posible, e intento explicar al personaje. Es muy importante mostrar a la persona completa; si no, lo que sale es una caricatura”[34]. A mi modo de ver, le salió una caricatura.

 

 

    Franco. Caudillo de España ha sido comparada, por el historiador Enrique Moradiellos con la biografía de Mussolini de Renzo de Felice[35]. El paralelo no ha podido ser, en nuestra opinión, más desafortunado; y sólo puede explicarse por la amistad, la devoción discipular o simplemente por la ignorancia. En realidad, Preston es el anti-De Felice. Se trata de dos personalidades profundamente disímiles y lo mismo podemos decir de sus respectivas obras. El italiano poseía una formación humanista y pluridisciplinar, de la que Preston carece o que, al menos, no se refleja en sus libros. De Felice procuraba mantener la distancia, la objetividad y la empatía; mientras que Preston se ha mostrado en todo momento beligerante y tendencioso. El italiano era capaz de análisis históricos profundos y detallados; los del británico suelen caracterizarse por el perfil grueso. De Felice desafió valientemente a las convenciones historiográficas y políticas de su tiempo, lo que le valió no sólo críticas, sino algún que otro atentado personal; mientras que Preston se desenvuelve como pez en el agua en la ciénaga de lo políticamente correcto, convirtiéndose, de hecho, en un proveedor de demonología pseudohistórica. Y es que, en la pluma de Preston, Franco se convierte, por así decirlo, en un nuevo Felipe II, el moderno Demonio del Mediodía, tan caro a la “Leyenda Negra” y a la mitología romántica.

 

 

    Uno de los principales defectos de la biografía, y tiene muchos, es la ausencia prácticamente total de análisis del marco espiritual de referencia en el que se forjó la personalidad de Franco. En esto, Preston parece un discípulo concienzudo de Lewis Namier. No aparece ni la Generación del 98, ni Menéndez Pelayo, ni Costa, ni Ortega y Gasset. El pensamiento militar no le debe parecer al autor digno de análisis. Cuando hace referencia a las academias militares recurre a las obras de Blanco Escolá, cuyo único argumento parece ser la diatriba y el insulto. Tampoco profundiza el biógrafo en la incidencia del nacionalismo económico en el pensamiento español de la época. Leyendo a Preston, se diría que su inventor fue Franco. No cuenta ni Cánovas, ni Cambó, ni Primo de Rivera; lo mismo que la política económica seguida por los distintos gobiernos de la II República.

 

 

    Por otra parte, Preston sigue aquí con su peculiar método, por llamarle de alguna forma, de acumular anécdotas, testimonios e incluso chascarrillos, siempre adversos a su biografiado. Y es que otro de los grandes defectos de la obra es la ausencia de material de archivo, salvo, como veremos, en los capítulos dedicados al período de la Segunda Guerra Mundial. No menos discutible es su recurso al psicoanálisis, siguiendo los estudios de González-Duro. Su conclusión es tan obligada como tópica: Franco padecía complejos edípicos, porque odiaba a su libertino padre y amaba a su virtuosa madre. Preston señala, además, su “físico poco imponente” y su “fuerte inseguridad”. Le considera incapaz de leer libros de economía o de historia. Para Preston, la auténtica escuela de Franco fue la Legión Extranjera, cuyo valor físico “se inspiraba en el alcohol, la cocaína y la morfina”. A pesar de ello, Preston reconoce a Franco valor personal y capacidad de mando. Sin embargo, Franco se caracterizó, como militar, según Preston, por su mediocridad y por una “falta de sensibilidad que roza en el vacío interior”. En esta obra, Preston sigue interpretando la revolución de octubre de 1934 como una “sublevación revolucionaria para evitar la inexorable destrucción de la República”, y contra la que Franco se comportó con “gélida crueldad”. No menos discutible sigue siendo su identificación del conjunto de la derecha española con el fascismo. En una página de la obra, dice que “la Falange, Renovación Española y la CEDA debían gran parte de sus ideas al carlismo”, porque estas organizaciones, “a pesar de sus diferencias tácticas, compartían el propósito estratégico genérico de construir un Estado autoritario y corporativo, con la clase obrera estrictamente controlada dentro de una organización sindical patrocinada por el Estado”. Otra vez percibimos su desprecio nameriano por la historia de las ideas. Sin duda, el historiador británico no ha leído ni a Enrique Gil Robles, ni a Juan Vázquez de Mella, ni a Víctor Pradera; y tiende, con su habitual ignorancia, a presentar al carlismo como una especie de remedo del fascismo, sin tener en cuenta el antiestatismo y antitotalitarismo característicos del tradicionalismo carlista. Más disparatado aún resulta su asociación del título del guión cinematográfico de Franco, Raza, con el nazismo. El historiador británico parece desconocer que en España y en los países iberoamericanos hacía décadas que se celebraba la Fiesta de la Raza, concepto que carecía de fundamento biológico, siendo sus raíces espirituales y religiosas.

 

 

    Los capítulos más interesantes de la obra son los dedicados a la actuación de Franco durante la Segunda Guerra Mundial, porque es aquí donde Preston ha tenido la oportunidad de consultar material de archivo y no  basar sus opiniones en las habituales anécdotas y chascarrillos. Sus conclusiones, por otra parte, eran previsibles desde el primer momento: aparte de otros factores como la mala situación económica y la presión de los aliados, Franco no entró en la contienda porque Hitler no quiso. Sin embargo, el propio Preston no parece estar seguro de una afirmación tan categórica y hace una serie de precisiones que tienden, cuando menos, a relativizarla. Así, recoge que el 19 de noviembre de 1940, en la reunión de Bersthesgaden entre Hitler y Serrano Súñer, el Führer “insistió en que España debía entrar en la guerra lo antes posible”. Y cuando Hitler se entrevistó con Mussolini, tras su encuentro con el ministro español, sugirió que el Duce empleara su influencia en Franco para asegurar la intervención de España. El 22 de noviembre Mussolini escribió a Hitler que “había llegado la hora de jugar la baza española” y se ofreció a reunirse con Franco para presionarla. El 5 de diciembre Hitler se reunió con el Alto Estado Mayor y decidió pedir a Franco permiso a Franco para que sus tropas cruzaran la frontera el 10 de enero de 1941. El 7 de diciembre el almirante Canaris visitó a Franco y le pidió, en presencia del general Vigón, que entrara en la guerra, permitiendo que un cuerpo del Ejército alemán atravesara España para atacar Gibraltar. En una entrevista, el propio Preston señaló, quizás sin darse cuenta de sus contradicciones, que Hitler llegó a pensar en un golpe de Estado contra Franco, por su tardanza en sumarse al Eje. Su candidato era, al parecer, Muñoz Grandes. 

 

 

    Por otra parte, el historiador británico no hace referencia a la legislación social de los primeros años del régimen; todo lo reduce a represión antiobrera. El establecimiento del seguro obligatorio de enfermedad y las leyes promulgadas por Girón de Velasco ni se mencionan. Siempre previsible, Preston sostiene que Franco no tuvo ningún papel en el proceso de desarrollo económico y modernización de los años sesenta. Y es que Franco, claro está, no entendía nada de economía. Un planteamiento que resulta históricamente absurdo. Oliveira Salazar, por ejemplo, sabía mucho más de economía que el dirigente español; pero sus prejuicios monetaristas impidieron, en buena medida, el desarrollo económico portugués. ¿Entendió De Gaulle los planes de Rueff y de Massé?. ¿Roosevelt el New Deal?. Ni tan siquiera tiene en cuenta las hipótesis de Rostow sobre el papel de los líderes carismáticos en los procesos de cambio económico y modernización.

 

 

    Como gobernante, Franco no fue austero; le gustaba cazar y pescar; además, amasó una considerable fortuna. Dando por bueno el testimonio del antifranquista Eugenio Vegas Latapié, pone en duda que su religiosidad fuese sincera. Le atribuye afanes de realeza; y le acusa de elegir a sus ministros sin importarle su competencia técnica, sino con el propósito de garantizar el equilibrio de fuerzas dentro de la coalición social y política que dirigía. Además, profesaba un odio africano hacia Juan de Borbón. En contraste, Preston, y ello resulta muy significativo, valora muy positivamente la figura del Pretendiente, al que describe, pese a su adhesión al alzamiento de 1936, como “alto y simpático”. A su entender, el contenido de su correspondencia con Franco era “una obra maestra de claridad y no carecía de matices irónicos”. Juan de Borbón era superior, en su opinión, a Franco en “términos de buen gusto, savoir faire o capacidad intelectual”. Era “demócrata” y quería ser el “rey de todos los españoles”. El contenido de sus Bases de Estoril, que Preston en esta obra ni menciona, demuestra todo lo contrario. En realidad, Franco siempre jugó con el Pretendiente al trono[36].

 

    Un personaje que sale particularmente malparado en las obras de Preston es la esposa de Franco, Carmen Polo, a quien dedicó un capítulo de su obra  Palomas de Guerra; y que aparece como una mujer insensible, egoísta, reaccionaria, beata y ambiciosa, cuya influencia sobre su marido resultó nefasta. En definitiva, fue “el espejo del Generalísimo”[37]. Una especie de madastra de Blancanieves o de Cruella de Vil a la española.

 

 

     No deja de ser significativo que la esposa de Preston, Gabrielle Ashford Hodges, haya conseguido publicar otra biografía, en este caso pretendidamente psicoanalítica, del dirigente español, Franco. Retrato psicológico de un dictador. Sin duda, puede considerarse como la peor biografía de Franco. En sus páginas, intenta analizar psicoanalíticamente al personaje, con los resultados previsibles. Franco era un “individuo afeminado, incongruente, que decidió ocultar sus defectos tras una fachada de dureza y frialdad”[38]. ¿Para qué seguir?.

 

4. Historia y romance: taumaturgias reales y “memoria histórica”.

    La transición al Estado de partidos ha llevado consigo un proceso de “invención de la tradición”, es decir, la invocación a un pasado real o mítico alrededor del cual se construyen políticas ritualizadas que tratan de reforzar la cohesión de un grupo o de una comunidad, de otorgar legitimidad a ciertas instituciones, de inculcar valores en el seno de la sociedad[39]. Todo lo cual llevó a la elaboración de un conjunto de símbolos políticos en los que la Monarquía aparece como una “institución ejemplar”; y su titular, Juan Carlos I, como una especie de “Rey taumaturgo”, redentor de los traumas sufridos por la sociedad española desde el estallido de la guerra civil. En la fabricación de esa imagen han intervenido historiadores como Charles Powell, Javier Tusell, José María Toquero o periodistas como Luis María Ansón [40]. Paul Preston no ha querido permanecer ausente en dicho proceso, aunque, la verdad sea dicha, parece haber llegado un poco tarde.

 

    Su biografía del monarca, Juan Carlos. El Rey de un pueblo, no se aparta ni un ápice de las líneas generales de la trama narrativa característica de ese proyecto de fabricación de imagen. Es lógico; en la España actual publicar una biografía del actual Jefe del Estado obliga a ser, si el autor pretende medrar, políticamente correcto. En consecuencia, no estamos ya ante una novela gótica con tonos de comedia bufa, sino ante un romance, es decir, ante el drama del triunfo del bien sobre el mal, de la virtud sobre el vicio, de la luz sobre las tinieblas [41]. Juan Carlos I aparece aquí como una especie de héroe que libera a la sociedad española de las cadenas de la tiranía franquista. No obstante, Preston considera que el Estado de partidos sólo se consolidó en España cuando el PSOE ganó las elecciones en octubre de 1982[42].

 

 

    Juan Carlos. El Rey de un pueblo es una obra carente de originalidad; que no aporta nada nuevo a lo ya sabido sobre la trayectoria vital del actual Jefe del Estado. Podríamos decir que su perspectiva no es ya teleológica; es cuasiprovidencialista. En algunos casos, supera a Tusell y Ansón; y, en otros, se encuentra muy cerca de Julián Cortés Cavanillas. De nuevo realiza un panegírico de Juan de Borbón, “un hombre alto y campechano”, a pesar de su adhesión incondicional al alzamiento del 36 y de sus reiterados deseos de combatir en la guerra civil. Pero Franco le odiaba; lo que legitima, a ojos de Preston, su figura histórica. En esta obra, no sólo menciona el Manifiesto de Lausana, sino las Bases de Estoril, que describe como un “manifiesto” y que considera como defensoras de “una suerte de corporativismo católico”; lo que no le impide defender que el Pretendiente era un adalid de la monarquía constitucional y democrática. Preston presenta a Juan Carlos como una “pelota” en el juego político que desarrollaban Franco y su padre. Cuando llegó a España, la realidad “no podía ser más intimidante”; y el joven príncipe aparecía como “apagado y taciturno”. Las actitudes intelectuales de Juan Carlos no tienen un tratamiento claro en la biografía. Por un lado, aparece como un hombre dotado para los idiomas, devoto de Juan Ramón Jiménez, lector de Molière, Descartes y Rousseau; y, por otro, “sin interés por la cultura” y que “leía poco”. Como es ya archisabido, durante su estancia en las academias militares Juan Carlos se convirtió en “un cadete auténticamente popular”, por su sentido del humor; y es que incluso hacía esfuerzos por evitar que los profesores le diesen un tratamiento preferente. Relata sus amores como María Gabriela de Saboya y Olghina de Robilant. Tras la muerte de su hermano Alfonso, Preston cree que Juan Carlos “estaba pensando en renunciar a sus derechos al trono y retirarse a un monasterio como penitencia”. Apoyos de Luis Carrero Blanco y Laureano López Rodó frente a los planes republicanos y totalitarios de Arrese y los falangistas. Magisterio de Torcuato Fernández Miranda, que le enseñó “paciencia, serenidad y a no fiarse de las apariencias”. Noviazgo con Sofía de Grecia, por supuesto “una candidata ideal para ser su esposa”.

 

 

       Preston cree, o dice creer, que su boda intensificó “los sentimientos monárquicos populares”. Además, resalta la “lealtad” de Juan Carlos hacia su padre; pero que igualmente sentía “afecto” por Franco. Y es que en su actuación política dominaba “un profundo realismo”, ya que consideraba que “la única vía hacia delante era seguir el plan de López Rodó y Carrero Blanco plasmado en la Ley Orgánica del Estado”. Su aceptación de la legitimidad franquista y de suceder a Franco, suscitó la reacción de su padre. Por supuesto, aparecen los villanos de la trama: el marqués de Villaverde y Carmen Polo, partidarios de Alfonso de Borbón Dampierre como sucesor de Franco. Carlos Arias Navarro es igualmente muy criticado por sus malas relaciones con Juan Carlos, cuando ocupa, tras la muerte de Carrero Blanco, la presidencia del gobierno. Hace referencia a sus contactos con la oposición democrática. Descubrimiento y elección de Adolfo Suárez, junto al cual articula un “atractivo” tandem. Reticencias hacia la Alianza Popular de Manuel Fraga. “Nervios de acero” en sus relaciones con el Ejército. Renuncia final de Juan de Borbón a sus derechos dinásticos, lo que, según Preston, “redimió el pecado original” de su reinado. Legalización del Partido Comunista y control de la rebeldía militar. Victoria de Suárez en las elecciones de 1977, “estrechamente asociada al Rey ante la opinión pública”. Cortes constituyentes. Juan Carlos se convierte en “el eje central de la transición pacífica a la democracia”. La Constitución de 1978 “eliminó de un plumazo los orígenes franquistas de la Monarquía”. Terrorismo de ETA y conspiraciones militares. Crisis de UCD y dimisión de Suárez. Ni que decir tiene que Preston defiende al monarca de cualquier relación con los conspiradores militares y civiles. Sus contactos con Alfonso Armada no fueron, en ese sentido, más que un conjunto de equívocos y malentendidos. Su actuación en los sucesos del 23 de febrero de 1981 supuso “una legitimidad de facto a la legitimidad dinástica resultante de la renuncia de su padre y la legitimidad democrática derivada de los referendums de 1976 y 1978”. Cumplida su misión histórica, llegó el descanso del guerrero, es decir, pilotar helicópteros y aeroplanos, conducir coches rápidos y motos, regatas, etc, etc. Por supuesto, el historiador británico defiende de nuevo a Juan Carlos de las acusaciones de corrupción económica, por sus relaciones con Javier de la Rosa y Mario Conde. En definitiva, la biografía de Juan Carlos revela “a un hombre inteligente, de carácter decidido y movido por un profundo patriotismo”[43]. Happy end.

 

 

        Gracias a sus relaciones con la izquierda española, en particular con el PSOE, e incluso con figuras mediáticas de la derecha, como Luis María Ansón, Preston se ha convertido en el hispanista anglosajón más conocido e influyente en nuestro país. No deja de ser significativo que la periodista Ana Romero lo presentara como “una especie de oráculo de Delfos o de un psiquiatra, para que nos confirme que somos normales y que España va bien”[44]. Sus servicios a la hora de articular una reinvención de la historia contemporánea de España, le han sido debidamente recompensados. En 1986 le fue otorgada la Encomienda de la Orden del Mérito Civil. Dos años después fue elegido miembro de la Academia Británica. En 1998 ganó el Primer Premio Así fue por su obra Las Tres Españas del 36. Idealistas bajo las balas le ha hecho merecedor del Premio Ramón Trías Fargas en 2006, con seis mil euros[45]. Ese mismo año fue designado miembro de la Academia Europea de Yuste, con la Cátedra Marcel Proust. El propio Juan Carlos I se refirió a Preston, en la entrega del Premio Europeo Carlos V al político alemán Helmut Kohl, como “uno de los más renombrados hispanistas”[46]. En marzo de 2009 ha sido propuesto como candidato al Premio Príncipe de Asturias de las Ciencias Sociales.

 

 

       Sus relaciones con el nacionalismo catalán han sido igualmente fructíferas. Y es que Preston dio su apoyo, desde el primer momento, al traslado de los fondos del Archivo de Salamanca reclamados por la Generalitat catalana: “Estoy a favor de la devolución de los papeles que reclaman los catalanes por muchas razones. No podemos olvidar que estos papeles son un botín de guerra de las tropas franquistas”[47]. El  4 de octubre de 2004 recibió el Premio Internacional Ramón Llull, “en reconocimiento al conjunto de su obra historiográfica excepcionalmente valiosa y centrada en el estudio de la república, la guerra civil, la dictadura y la transición democrática española”. “También ha reconocido la contribución del profesor a la recuperación de los documentos incautados después de la guerra civil española y que se encuentran en el Archivo de Salamanca”[48]. Tres años después fue elegido miembro del Instituto de Estudios Catalanes[49]. Más recientemente el vicepresidente de la Generalitat de Cataluña, Josep Lluis Carod-Rovira firmó un convenio entre el Patronato Cataluña-Mundo y la London School of Economics and Political Science. De esta iniciativa surgió el Observatorio Cataluña-Mundo, una institución cuya presidencia recayó en Preston, y cuyo principal objetivo es, como su nombre indica, promocionar Cataluña en el mundo. El proyecto cuenta con un presupuesto de 200.000 euros. Según Carod-Rovira, el hombre de Liverpool era la persona indicada para presidir el Observatorio porque “tiene una relación muy especial con Cataluña”, “domina el catalán y ha escrito varios libros en esa lengua” [50].

 

 

    Como era previsible, Preston se ha identificado plenamente con la política seguida por José Luis Rodríguez Zapatero, en particular con su Ley de Memoria Histórica, y con las iniciativas del juez Baltasar Garzón sobre la investigación de la represión posterior a la guerra civil. Cree que estas iniciativas llegan tarde, pero que no debieron plantearse en los comienzos de la transición, porque “era un momento de miedo masivo”. “Solo los que tienen algo que ocultar –dirá Preston- pueden pensar que eso es reabrir heridas”[51].

 

 

    A comienzos de 2008, el historiador británico publicó El Gran Manipulador. La mentira cotidiana de Franco, una edición resumida de su biografía del dirigente español, escrita de forma divulgativa. Como reconoció el propio autor, la publicación de esta obra formaba parte de “una estrategia para que una versión más reducida de su biografía de Franco se pueda traducir a idiomas como el francés o el alemán”[52]. En esta obra, Preston continúa con su proyecto de destrucción de la figura histórica de Franco. A su entender, éste se mantuvo en el poder mediante el terror, la manipulación y el constante apoyo de las potencias occidentales. Ni fue el general más joven de Europa, ni un gran estratega militar, ni el defensor de la neutralidad española en la Segunda Guerra Mundial, ni el fautor del desarrollo económico de los años sesenta. Su herencia fue el terrorismo, el golpismo militar, la crispación y la corrupción [53].

 

 

    Su último proyecto es un libro sobre lo que denomina el “Holocausto español”: “No pretendo compararlo –dirá en una entrevista- con el Holocausto judío, pero creo que analizando su conjunto el sufrimiento del pueblo español merece el hombre de Holocausto”[54]. Lo que pretende es resaltar “la gravedad de lo que pasó en España; hoy hay una tendencia a ver la Guerra Civil como un hecho menor en el contexto internacional, y por el contrario yo pienso que se trata de una de las grandes matanzas europeas del siglo XX”[55].

 

 

    Aunque la publicación de esa obra, que lleva por título The Spanish Holocaust, ha sido anunciada, no consta, en estos momentos, su aparición en el mercado, ni en inglés, ni en español. Pero el historiador británico es siempre previsible. Una especie de aperitivo de lo que está por venir es el artículo Los esclavos, las alcantarillas y el capitán Aguilera. Racismo, colonialismo y machismo en la mentalidad del cuerpo de oficiales nacionales. Se trata de una semblanza del capitán Gonzalo de Aguilera y Munro, conde de Alba de Yeltes, Grande de España, cuya figura Preston identifica con el conjunto de las ideas y planteamientos de los altos mandos del Ejército nacional. En esta ocasión, Preston se muestra, en sus técnicas narrativas, como un seguidor tardío del primer Cela; parece el defensor de una suerte de tremendismo historiográfico. El texto no tiene desperdicio. Como de costumbre, sus fuentes son muy poco fiables, en general recurre a testimonios de periodistas extranjeros adversos al bando nacional. Aguilera es un personaje absolutamente siniestro, un auténtico monstruo, a la par cruel y grotesco. Preston nos lo presenta como un producto del Ejército español de Africa y de la mentalidad del conjunto de la derecha española, que, tras el Desastre del 98, consideró “a la España metropolitana como el imperio y al proletariado como la raza colonial sometida”. Militares, derechistas y terratenientes consideraban al campesino como “un ser infrahumano, una parte de su propiedad y un objeto que debía de ser castigado o aniquilado si se atrevía a rebelarse”. En ese sentido, Aguilera consideraba, si hemos de creer a Preston, que las alcantarillas eran la causa de todos los problemas de España, porque habían garantizado la supervivencia del proletariado; que la guerra civil era una lucha de razas, entre nórdicos y orientales; y defendía el analfabetismo de las masas. Sin embargo, era ateo y anticlerical. Ya en su vejez, fue considerado un excéntrico. Víctima de una enfermedad mental, asesinó a sus dos hijos. Y concluye Preston: “Y resulta todavía más evidente que las opiniones de Aguilera estaban próximas a las de Mola, Franco, Queipo de Llano y otros nacionales de alto rango. En lugar de limitarnos a concluir que Aguilera estaba loco, resultaría más fructuoso considerar en qué medida sus trastornos psicológicos –y los de aquéllos- derivaban de la interiorización de tales ideas”[56].  Dada la supina ridiculez de estos planteamientos, sobran los comentarios.

 

Conclusión.

    ¿Qué es lo que se deduce de lo visto hasta aquí? En primer lugar, la extraordinaria pobreza conceptual y metodológica de la obra histórica de Paul Preston. Su formación intelectual y cultural parece ser, según se deduce del contenido de sus libros, muy somera; en todo caso, insuficiente para poder ser considerado un auténtico hombre de ciencia. Su forma de hacer historia se encuentra en las antípodas del paradigma de “historia razonada” propugnado a mediados del siglo XX por el gran economista y sociólogo Joseph Schumpeter. Se trata del típico historiador “vulgar”, es decir, más preocupado por la propaganda ideológica que por la ciencia. Su radicalismo ideológico-político tienen como consecuencia la reducción de lo complejo a lo simple aún a riesgo de mutilarlo y caricaturizarlo; supone el triunfo del maniqueísmo sobre la distinción y la complejidad; significa, en fin, una perspectiva maximalista y dogmática que contribuye a demonizar al “otro”, convirtiéndole en la representación histórica del Mal absoluto. De ahí que su obra no tenga, en realidad, como objetivo una interpretación ponderada y abierta de los procesos históricos, sino, por decirlo en palabras de Ortega y Gasset, “el halago concienzudo a los más viejos instintos de las más típicas masas”[57].

 

    En su caracterización histórica de la derecha española, Preston parece perseguir la elaboración de una nueva “Leyenda Negra”, tan cara a los anglosajones. El hombre de Liverpool ha mojado en ácido perclórico su pluma, como han hecho otros que le han precedido y los que le siguen. Se ha esforzado todo lo que ha podido en ofrecer una imagen absolutamente negativa, abigarrada, peluda y gesticulante, de ese sector de la sociedad española. La España “negra”, en suma.  No ha pretendido conocer, sino condenar. Estoy convencido de lo difícilmente asequible que resulta la empatía, pero creo, con George L. Mosse, que ha de ser uno de los principios regulativos del historiador[58]. Preston no lo sigue. Identificar al conjunto de la derecha española, como hace Preston, con el fascismo es simplemente falso, equivocado. Las derechas españolas fueron tradicionalistas, autoritarias, temerosas de la democracia tal y como se desarrolló en los  años treinta; pero no fascistas y mucho menos simpatizantes del nacional-socialismo alemán. El historiador británico es incapaz de percibir, o lo juzga políticamente inconveniente, que el tradicionalismo dominante en el discurso político de las derechas españolas resultaba, en el fondo, incompatible con el fascismo, porque representan dos etapas del pensamiento y de la acción política  profundamente diferentes y hostiles entre sí. Y, para llegar a esta conclusión, basta con ir a las hemerotecas y leer Acción Española, ABC, JAP, El Debate o el Boletín de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas. Su concepción del sistema corporativo diferenciaba a las derechas españolas del fascismo italiano y del nacional-socialismo alemán[59]. Tampoco el racismo formaba parte de su ideario ni de su mentalidad; lo impedía el catolicismo tradicional que servía de base a su cosmovisión. Ese mismo catolicismo bloqueó la influencia de Charles Maurras en España, por su positivismo antimetafísico[60]. ¿Eran idénticos el corporativismo católico y el fascista?. Por otra parte, la CEDA no era un “partido-milicia”, que es lo específico del fascismo; y sus juventudes tenían prohibido portar armas. Sin embargo, creo que Preston ha ido más allá en sus últimas obras; ya no parece intentar dar una interpretación fascista de las derechas españolas, sino de relacionarlas con una especie de “despotismo oriental”, remedo de la secular “Leyenda Negra”. Lo mismo cabe decir de su tópica demonización del Partido Radical de Alejandro Lerroux, que, lejos de ser un traidor a la II República, intentó la integración de las clases medias conservadoras y de la derecha católica en las instituciones republicanas[61].

  

      En cambio, Preston es tolerante hasta el irenismo con las izquierdas, ya sean comunistas, socialistas o anarquistas, que aparecen como la representación del mito romántico del buen salvaje. Como diría el venezolano Carlos Rangel, Preston ha pasado, sin solución de continuidad, del mito del buen salvaje al mito del buen revolucionario. Afirmar, por ejemplo, como hace y sigue haciendo Preston, que el radicalismo de Largo Caballero fue puramente verbal, resulta difícilmente creíble, lo mismo que su interpretación de la revolución socialista de octubre de 1934[62]. Los argumentos de Preston son tan débiles que pueden ser fácilmente vueltos del revés. Como ha señalado Antony Beevor, con toda razón las derechas se sintieron amenazadas de extinción por las amenazas de la izquierda socialista y por una situación de indudables características pre-revolucionarias; lo que las obligaba a reaccionar. Los indecibles horrores de la guerra civil rusa y el sistema soviético de opresión que surgió de ella –la dictadura del proletariado que pedía Largo Caballero- constituía una lección difícil de olvidar[63]. No hay duda de que Largo Caballero y sus secuaces se equivocaron en su radicalización; y la izquierda debe asumirlo históricamente, que es lo que hay que hacer con el pasado.

 

 

    Por otra parte, resulta muy difícil considerar a la República en guerra como una democracia. ¿Tenía algo que ver la República posterior al golpe de Estado con la de 1931?. Un régimen sin libertades religiosas y económicas, con “checas”, tribunales populares nada imparciales, campos de trabajo y el temible SIM (Servicio de Información Militar) [64], algo que Preston no se molesta en mencionar. A nivel político, hubo, en la zona frentepopulista, una pluralismo restringido, no democracia. 

 

 

    Su biografía de Francisco Franco carece igualmente de credibilidad, a nuestro entender. Se encuentra a distancias astronómicas de ser la biografía definitiva del dirigente español. Una pretensión, por otra parte, absurda, porque la historia es búsqueda sin término. Además, la biografía tiene como fundamento unos materiales absolutamente perecederos. Como ya hemos señalado anteriormente, no utiliza fuentes originales, no publicadas; y recurre con excesiva frecuencia a la literatura periodística o anécdotas menores e incluso a chascarrillos. Por eso, resulta prácticamente imposible distinguir entre los testimonios bien fundamentados y los que no. Sin embargo, lo más deficiente de esa biografía es el pathos absolutamente hostil con el que está escrita. No sólo no hay empatía; es que no hay distancia, ni la necesaria frialdad que haga mínimamente convincente su relato. Preston resulta tan monolítico como monocorde. Hace falta, por el contrario, un esquema polivalente y matizado, como el de los historiadores revisionistas europeos, cuyos más altos representantes son Renzo de Felice y sus discípulos, para llevar a cabo una biografía creíble del general Franco. El contenido y el tono de la última obra de Preston, El Gran Manipulador, muestra una vez más que éste es incapaz de llevar a cabo esa necesaria labor.

 

 

    De su biografía del actual Jefe del Estado poco hay que decir, no sólo porque carece de originalidad, sino porque, además, incurre en el defecto contrario al que caracteriza a Franco. Caudillo de España; es decir, cae en la apología directa y en el ditirambo. Se diría que no pasa de ser un intento de hacerse un hueco no sólo en el mercado editorial español, sino en su marco político-institucional.

 

 

    Su “fichaje” por el nacionalismo catalán de izquierdas es completamente lógico. Preston siempre ha apoyado sus reivindicaciones y defendido, como historiador, sus más disparatadas denuncias, como la existencia de un “genocidio” cultural en Cataluña a lo largo del régimen franquista [65].

 

    Más negativa aún es su participación en las polémicas sobre la “memoria histórica” y el supuesto “Holocausto español”. En su desarrollo, estas polémicas han contribuido a resucitar los peores vicios en que ha incurrido la historiografía española, el dogmatismo, el partidismo, el apasionamiento, es decir, lo contrario de lo que necesitamos. Puede que como fenómeno mediático sean muy rentables para Preston y sus seguidores; pero suponen un obstáculo casi infranqueable en la necesaria superación historiográfica del esquema franquismo/antifranquismo, sólo válido en las plazas o en los comités de partido. Ello puede percibirse en sus posiciones sobre el “Holocausto español”, que resulta efectista y carente de una mínima base metodológica; pero que le sirve para mantenerse en el candelero mediático. Y es que, como se ha señalado recientemente, la inmensa mayoría de los expertos en genocidio rechazan las explicaciones basadas en programas de destrucción; y lo mismo ocurre con el recurso al número de víctimas. Además, no pocos investigadores han defendido la evidente correlación entre la burocratización de la represión y el declive del número de víctimas, a lo largo de la posguerra española[66]. ¿Qué es lo que Preston entiende por “genocidio”?. No está muy claro; ya sabemos que la precisión conceptual no es una de sus virtudes como historiador. Quizás un gran número de muertos. Si utilizamos el término siguiendo los criterios del sociólogo Michael Mann, es decir, un acto criminal intencionado cuyo propósito es liquidar a todo un grupo, no sólo física, sino también culturalmente, destruyendo sus iglesias, bibliotecas, museos, etc [67], lo más parecido sería el exterminio sistemático del clero por parte de las izquierdas españolas a lo largo de la guerra civil. Lo ocurrido después de la contienda estaría más próximo a la categoría de “represión general organizada”, es decir, dirigida contra los grupos que se consideran inconformistas, rebeldes, agitadores, etc, y se les inflingen castigos sanguinarios oficiales con el objeto de obligar a la mayoría del grupo a someterse[68]

 

 

  31

   

      Como no pertenezco al sector de los que creen en la personificación del Mal absoluto, pondremos en el haber de Preston su talento literario, clave para entender parte de su éxito editorial y mediático. Como retratista histórico, parece un Lytton Strachey menor. En los juicios y descripciones emitidos por el historiador británico sobre algunas figuras de la política española del siglo XX, como los de Pilar Primo de Rivera o Indalecio Prieto hay, de cuando en cuando, un relámpago de capacidad literaria, de amenidad e incluso de inteligencia[69].

 

 

    Sin embargo, en la evaluación de su obra creo que es preciso ir más lejos; porque el a mi juicio inmerecido crédito de que goza Paul Preston entre nosotros lleva al análisis de una serie de fenómenos más hondos y graves que reflejan un profundo malestar social, político y cultural. Y es que presentar al hombre de Liverpool, según se hace en un sector de la prensa de nuestro país, como un gran historiador e incluso como una especie de oráculo de nuestra salud cultural y política, es no sólo el fruto de una serie de profundos, ancestrales y permanentes complejos de inferioridad nacional, sino el reflejo de una situación social en la que se carece de instancias superiores capaces de evaluar racionalmente el perfil y el contenido de una determinada obra y que ponga de manifiesto su auténtica condición. La sociedad española sigue careciendo de una crítica intelectual solvente. Ésta consiste hoy en un elogio a los “amigos”, o de los discípulos y maestros, o en un ataque a los “enemigos”, en el sentido de Carl Schmitt; y poco más. Tampoco existe un sistema de presiones automáticas que se ejerzan espontánemente sobre cada uno de sus miembros y que logren reglar su conducta. Una sociedad, por tanto, disociada, en esencial desajuste. En ese sentido, cuanto más indómita vea la influencia de Paul Preston en nuestra historiografía y en nuestras instituciones, peor para la salud política e intelectual de España. De ahí que resulte necesaria una profunda reforma intelectual y moral también en nuestra historiografía. Lograda ésta, saldremos del anacronismo representado por Preston y otros historiadores de su línea ideológica, para encaminarnos creadoramente hacia el futuro. Y es que la historia no es un asunto puramente académico, porque los pueblos siempre saltan al futuro desde una idea de su pasado. 

   

 

 


 

 

[1] Véase Enrique Moradiellos, “El espejo distante: España en el hispanismo británico contemporaneísta”, en La persistencia del pasado. Escritos sobre historia. Cáceres, 2009, pp. 81 ss. Tom Burs Marañón, Hispanomanía. Barcelona, 2000.

[2] El Mundo, 19-XI-2000.

[3] Teresa Ricart, “Paul Preston”, en Muy Interesante, 1-IV-1998.

[4] Paul Preston, El triunfo de la democracia en España. Barcelona, 1986, pp. 9-11.

[5] Teresa Ricart, “Paul Preston”, en Muy Interesante, 1-IV-1998.

[6] Paul Preston, “La historiografía de la guerra civil española: de Franco a la democracia”, en Tuñón de Lara y la historiografía española. Madrid, 1999, pp. 168-170. “Una vida dedicada a la lucha: Herbert Rutledge Southworth y el desmantelamiento del régimen de Franco”, en Idealistas bajo las balas. Barcelona, 2008, pp. 419 ss. Prólogo a El mito de la Cruzada de Franco, de Herbert Routledge Southworth. Barcelona, 2008.

[7] Véase Paul Preston (dir.), España en crisis: la evolución y decadencia del régimen de Franco. México, 1978.

[8] El Mundo, 19-XI-2000.

[9] Renzo de Felice, Entrevista sobre el fascismo con Michael Leeden. Buenos Aires, 1979, p. 10.

[10] Teresa Ricart, “Paul Preston”, en Muy Interesante, 1-IV-1998.

[11] Paul Preston, La guerra civil española. Barcelona,  2006, p. 12. Las derechas españolas en el siglo XX: autoritarismo, fascismo y golpismo. Madrid, 1986.

[12] Paul Preston, Idealistas bajo las balas. Barcelona, 2008, p. 20.

[13] Paul Preston, Las Tres Españas del 36. Barcelona, 2006, pp. 256. Idealistas…, p. 111.

[14] Hayden White, Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX. México, 1992, pp. 18, 20 ss.

[15] Paul Preston, Las derechas españolas…, pp. 69 ss. La destrucción de la democracia en España. Reacción, reforma y revolución en la Segunda República. Madrid, 1978, pp. 57 ss. .

[16] Richard A. H. Robinson, Los orígenes de la España de Franco. Derecha, República y Revolución, 1931-1936. Barcelona, 1974, pp. 15-16 ss.

[17] Paul Preston, “El accidentalismo de la CEDA: ¿aceptación o sabotaje de la República?”, en Las derechas…, pp. 114 y 124.

[18] Paul Preston, Prólogo a Leviatán. Antología. Madrid, 1976, pp. VI, IX, X, XI.

[19] Paul Preston, La destrucción de la democracia en España. Reacción, reforma y revolución en la Segunda República. Madrid, 1978. Véase también “La naturaleza del fascismo en España”, en Las derechas…, pp. 19, 20-21, 22, 35.

[20] Véase Pedro Carlos González Cuevas, “Tradicionalismo”, en Diccionario político y social del siglo XX español. Madrid, 2009, pp. 1163-1173.

[21] Paul Preston, “Las derechas españolas bajo la Segunda República”, en Las derechas…, pp. 57 ss.

[22] Paul Preston, “La naturaleza del fascismo en España”, en op. cit., pp. 23-24. “La guerra civil europea”, en María Cruz Romeo e Ismael Saz (ed.), El siglo XX. Historiografía e Historia. Valencia, 2002, pp. 137 ss. “La resistencia a la modernidad: Fascismo y militarismo en la España del siglo XX”, en La política de la venganza. El fascismo y el militarismo en la España del siglo XX. Barcelona, 1997, pp. 25-56.  

[23] Paul Preston, “La naturaleza del fascismo en España”, en Las derechas…, pp. 40.

[24] Paul Preston, “La historiografía de la guerra civil española: de Franco a la democracia”, en Tuñón de Lara y la historiografía española. Madrid, 1999, pp. 164 ss. La guerra civil española. Barcelona, 2006, pp. 273 ss.

[25] Paul Preston, La guerra civil española. Barcelona, 2006, pp. 217, 281, 315, 321.

[26] Paul Preston, La destrucción…, p. 146.

[27] Paul Preston, “La tragedia de un pacifista en la guerra”, en Las tres España del 36. Barcelona, 2006, pp. 227-256.

[28] Paul Preston, “Pasionaria de acero”, en Las Tres…, pp. 368-415.

[29] Paul Preston, “José Antonio Primo de Rivera, el héroe ausente”, en Las Tres…, pp. 109 ss.

[30] Paul Preston, “Manuel Azaña, el prisionero de la jaula dorada”, en Las Tres…, pp. 268 ss.

[31] Paul Preston, Idealistas bajo las balas. Barcelona, 2008, pp. 203-252, 114 ss, 46-47, 274.

[32] Augusto del Noce, L´Eurocomunismo e Italia. Roma, 1977, pp. 23 ss.

[33] Véase Sergio Vila-Sanjuán, Pasando página. Autores y editores de la España democrática. Barcelona, 2003, pp. 579-580.

[34] El Mundo, 19-XI-2000.

[35] Enrique Moradiellos, Franco. Crónica de un caudillo casi olvidado. Madrid, 2002, p. 19.

[36] Paul Preston, Franco. Caudillo de España. Barcelona, 2006, pp. 448, 455, 457 ss, 459 ss. “Francisco Franco. El discreto encanto de un dictador”, en Las Tres…, pp. 48ss, 79ss. “José Millán Astray. El novio de la muerte”, en op. cit., pp. 79 ss. Entrevista en La Vanguardia, 24-IV-2008.

[37] Paul Preston, “Carmen Polo. En una nube de fantasías”, en Palomas de guerra. Barcelona, 2004, pp. 428.

[38] Gabrielle Ashford Hodges, Franco. Retrato psicológico de un dictador. Madrid, 1999, pp. 12 ss.

[39] Eric J. Hobsbawm y Terence Ranger, La invención de la tradición. Barcelona, 2003, pp. 333 ss. 

[40] Véase Pedro Carlos González Cuevas, “El rei taumaturg (La fabricació de Joan Carles I)”, en L´Avenc num, 212, marc 1997, pp. 37-43.

[41] Hayden White, Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX. México, 1992, pp. 18-19 ss.

[42] Paul Preston, El triunfo de la democracia en España. Barcelona, 2001, pp. 351-353.

[43] Paul Preston, Juan Carlos. El Rey de un pueblo. Barcelona, 2004, pp. 569.

[44] El Mundo, 19-XI-2000.

[45] Tiempo de Historia, 15-X-2006.

[46] Casa Real. es, 20-VI-2006.

[47] Diario de León, 8-XII- 2004. Comité de la Dignitat, Los archivos que Franco expolió a Cataluña. Lérida, 2004.

[48] El País, 4-X-2005.

[49] El País, 7-III-2008.

[50] El Confidencial, 3-VI-2009. El Periódico de  Catalunya, 7-VI-2009.

[51] Larioja. com, 12-IX-2008. El País, 2-VIII-2007.

[52] La Vanguardia, 21-III-2008.

[53] Paul Preston, El Gran Manipulador. La mentira cotidiana de Franco. Barcelona, 2008, pp. 291 ss.

[54] El País, 31-III-2004.

[55] La Vanguardia, 9-X-2003.

[56] Paul Preston, “Los esclavos, las alcantarillas y el capitán Aguilera. Racismo, colonialismo y machismo en la mentalidad del cuerpo de oficiales nacionales”, en Culturas y políticas de la violencia en la España del siglo XX. Madrid, 2005, pp. 193-229.

[57] “Este señor Pemán…”, Luz, 19-IV-1932. José Ortega y Gasset, Obras Completas. Tomo V. Madrid, 2006, p. 10.

[58] George L. Mosse, Haciendo frente a la Historia. Autobiografía. Valencia, 2008, pp. 11, 199.

[59] Véase Pedro Carlos González Cuevas, Acción Española. Teología política y nacionalismo autoritario en España (1913-1936). Madrid, 1998. Historia de las derechas españolas. De la Ilustración a nuestros días. Madrid, 2000.

[60] Véase Pedro Carlos González Cuevas, “Charles Maurras et L´Espagne”, en Charles Maurras el l´étrager. L´etrager et Charles Maurras. Bern-Berlin-Bruxelles, 2009, pp. 193 ss.

[61] Véase Nigel Towson, La República que no pudo ser. Madrid, 2002.

[62] Véase Andrés de Blas Guerrero, El socialismo radical en la II República. Madrid, 1978, pp. 171-174. Santos Juliá Díaz, Los socialistas en la política española 1879-1982. Madrid, 1997, pp. 197 ss.

[63] Antony Beevor, La guerra civil española. Barcelona, 2005, p. 352.

[64] Véase Francecs Badía, Els camps de treball a Catalunya durant la guerra civil (1936-1939). Montserrat, 2001.

[65] Paul Preston, La guerra civil española. Barcelona, 2006, p. 20.

[66] Véase Julius Ruíz, “¿El genocidio español? Reflexiones sobre el auto de Garzón”, en El Noticiero de las Ideas nº 37, enero-marzo de 2009, pp. 60-67.

[67] Michael Mann, El lado oscuro de la democracia. Un estudio sobre la limpieza étnica. Valencia, 2009, p. 29.

[68] Ibidem, p. 26.

[69] Paul Preston, “Pilar Primo de Rivera. El fascismo y los arreglos florales”, “Indalecio Prieto. Una vida a la deriva”, en Las Tres Españas del 36. Barcelona, 2006, pp. 107-152, 315-363.

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